Fran Lebowitz -quizás una de las personas con las miradas más originales no sólo sobre su tiempo, sino acerca de la ciudad que le pertenece y a la que pertenece, Nueva York- sufre un bloqueo. El famoso bloqueo de la hoja en blanco, temor y terror de todo escritor. Es decir, escribió tres libros con sus particulares puntos de vista, uno más dedicado a los niños, pero desde 1990, hace 31 años, no publica nuevas obras. Eso no le impide dar conferencias, intervenir en series televisivas con pequeños papeles, haber protagonizado dos documentales dirigidos por nada más y nada menos que Martin Scorsese, un gran admirador. Enhorabuena, entonces, que se publique en la Argentina Un día cualquiera en Nueva York, editado por Tusquets, y que compila sus tres libros. Una obra, por ahora, completa.
Son muy pocas las personas que tienen una auténtica capacidad artística. Resulta, por tanto, impropio e improductivo complicar la situación redoblando el esfuerzo. Si usted siente una urgente y devoradora necesidad de escribir o pintar, limítese a comer algo dulce y verá cómo ese sentimiento se le pasa. La historia de su vida no sirve para hacer un buen libro. Ni lo intente siquiera.
Este consejo figura en la compilación dividida en Modales, Ciencia, Artes, Letras, Personas, Cosas, Lugares e Ideas. Sin embargo, si hubiera aplicado la premisa a sí misma, Lebowitz, de setenta años, debería exhibir una figura menos afinada que la que posee. En realidad, la performer y escritora en suspenso señala que su editor atribuye su falta de nuevo libro a la reverencialidad que le tiene a las palabras. “Y debe ser cierto”; dice ella. No es un caso aislado, claro. Por ejemplo, el mexicano Juan Rulfo escribió el libro de cuentos El llano en llamas y la obra maestra de la novela Pedro Páramo. Y la gloria de esos textos perdura hasta nuestros días. ¿Y si hubiera escrito uno peor, mediocre, y luego otra con las mismas características? Quizás lo mejor sea tomar un respiro, comer algo dulce y prender la televisión.
El color no carece, por supuesto, de virtudes. Como con la forma no es suficiente, las cosas deben poseer cierto grado de color para distinguirse unas de otras. Mal iría si, al ir a coger un cigarrillo, cogiéramos una pluma y descubriéramos que la perspectiva de un rato de descanso se ha convertido en largas horas de tedioso trabajo. Sin embargo, es un extremo dudoso que el grado de color que exige la simple distinción de los objetos tenga algo que ver con un concepto como de verde lima.
Son sabias las palabras de esta mujer que siempre viste de negro y que incluso en sus apariciones televisivas en la serie Law & Order (La ley y el orden, que en Argentina se pueden ver por Universal Channel) lo hace mediante de la interpretación de la jueza Janice Goldberg que, claro, viste una toga negra y un método peculiar para implementar la justicia.
Lebowitz nació en Nueva Jersey en el seno de una familia judía practicante, fue expulsada dos veces de sendas escuelas y se mudó a Nueva York, a un monoambiente del Greenwich Village (morada de la bohemia) y trabajó como taxista, limpiando casas, vendiendo espacios para la revista Changes, donde publicó su primer artículo.
Por las noches iba a los bares donde artistas y personajes extravagantes iniciaban una comunión ritual alrededor de copas y cigarrillos y en los que Lebowitz desplegaba su witt, palabra en inglés que significa ingenio, pero sumado a una cierta seducción. Así conquistó la popularidad entre hombres y mujeres de esos ambientes, y los encuentros amorosos con mujeres, ya que no ocultó nunca ser lesbiana.
No mande al niño a una escuela moderna de esas que le permiten escribir en las paredes a menos que aspire a que de mayor sea autor de bestsellers.
Si quiere que el niño tome clases particulares, dele clases de conducción. Es más fácil que acabe siendo propietario de un Ford que de un Stradivarius.
No anime a su hijo a expresarse artísticamente, a menos que sea usted la madre de Nureyev.
Nunca permita que el niño le llame por el nombre de pila. No le conoce lo suficiente.
Es fácil adivinar que Lebowitz no tiene hijos. Y que es desde niña atea. Y que la formación en los bares y entre la bohemia le permitieron introducirse a personajes como el mítico Andy Warhol, que la contrató para escribir una columna en su revista Interwiew, una publicación de vanguardia pero también masiva. Ella había concurrido a La Fábrica, la sede de los experimentos artísticos de Warhol y tocó la puerta de su estudio. “¿Quién es?”, preguntó con su suave voz Warhol. “Valerie Solanas”, contestó del otro lado Lebowitz. Bueno, Solanas -una feminista radical- había intentado matar a balazos a Warhol que, claro, sobrevivió. Le abrió la puerta y el camino a la fama.
Me gustaría dejar en claro que no me gustan los dos animales, con dos excepciones. La primera: cuando forman parte del pasado, lo cual significa que me gustan muy hechos, ya sea en forma de costillas, chuletas o bistecs. Y la segunda, al aire libre, lo cual significa no ya fuera, o sea, fuera de la casa, sino auténticamente lejos en los bosques o, mejor aún, la selva latinoamericana.
En 2010, Martin Scorsese recorría con Lebowitz las calles de Nueva York y sus bares preferidos conversando sobre el estado contemporáneo de las ideas y los comportamientos y, sin que dejara de ser gracioso, las intervenciones hundían el dedo en las grietas de la corrección política y el buen ser estadounidense -a la vez que mostraban el desacuerdo con la evolución de la ciudad desde los años setenta para convertirse en una ciudad de ricos y turistas el documental-diálogo-entrevista se llamó Public Speaking, que alude al derecho a decir lo que se piensa en público. En 2020, Scorsese le dedicó un segundo documental, Pretends It’s a City, en el que su cámara acompaña las reflexiones sobre la vida cotidiana, la cultura, la decadencia sin perder el witt.
Un documental por década dirigido por una de las leyendas del cine estadounidense. Nada mal para una chica de 70 que hace tres décadas puso el último punto final a una publicación con forma de libro.
SEGUIR LEYENDO: