Tras inventar la filosofía, la democracia, el teatro, la geometría, el cinismo, el amor y las Olimpiadas, es probable que no haya un pueblo como el griego para saber mejor que cualquier otro que el talento y el genio pasan a ser fenómenos escandalosos para todos aquellos que están obligados a vivir de las apariencias. Desde ya, los griegos consideran que esto es parte del estigma de haber colocado por sí mismos buena parte de los cimientos de la civilización occidental a partir de, por lo menos, el tercer milenio antes de Cristo (cuando empezaba a configurarse el “mundo prehelénico” que le daría forma a la gran civilización griega), estigma que, a partir de todo lo ocurrido en Grecia tras el fascinante esplendor de su Antigüedad, derivó en distintas formas del castigo y el miedo.
El traductor y escritor Theodor Kallifatides, nacido en Grecia en 1938 y radicado en Suecia desde 1964, lo explica muy bien en Madres e hijos cuando, durante su visita a Atenas, donde viven su hermano y su madre de 92 años, escribe que los griegos siempre tuvieron miedo de sus vecinos. “Unas veces de los búlgaros, otras de los turcos, otras de los albaneses. Además, los americanos hicieron lo que quisieron con nuestro país, y los ingleses han intentado, en la medida de lo posible, hacer lo mismo. Los griegos se han sentido asediados, y quizás algunas veces con razón”.
Es por esto que, entre sus muchas virtudes narrativas y estilísticas alrededor de la historia de un hombre decidido a encontrarle un nuevo sentido a la relación con su madre, Madres e hijos es, también, otro breve tratado típicamente griego acerca de cómo interrogar y entender una de las consecuencias más repetidas a partir de las duras condiciones sociopolíticas de la Grecia moderna: la vida en la diáspora, es decir, la vida que se pone en marcha tras la necesidad de dejarlo todo atrás, incluida la lengua, para construir en otros países una existencia por encima del miedo endémico a las guerras, las dictaduras (Grecia fue gobernada por militares hasta 1974) y las cíclicas crisis económicas.
El éxodo y la dignidad
Una de las postales más nítidas de lo que aún hoy sigue empujando a muchísimos griegos al exilio la ofrece quien fuera Ministro de Finanzas de Grecia entre enero y julio de 2015, Yanis Varoufakis. Su trabajo durante la renegociación de la deuda externa ante las autoridades de la Unión Europea, contado en el libro Adults in the Room, desnudó entre otros detalles que la propia Christine Lagarde, por entonces directora del Fondo Monetario Internacional, le confesó que los objetivos financieros propuestos por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional para ayudar a Grecia en realidad “no podían funcionar”, aunque él, lo amenazó Lagarde, “tenía que aceptarlos de todas formas, ya que de eso dependería su credibilidad”.
Al margen de lo que pasaba en las altas esferas del poder, lo cierto es que los altísimos niveles de desempleo, el ajuste salarial y la pérdida de beneficios alcanzados durante los años 2010 y 2014 en Grecia (los mismos años que la “troika” europea llamaba “de recuperación”) disparó no solo una de las crisis más graves en la Unión Europea, sino que provocó una profundización del éxodo entre los más jóvenes, por lo que la población estable de 10 millones de habitantes continúa en disminución. Sin embargo, cuenta también Varoufakis, cuando en 2012, en pleno derrumbe económico, una exposición artística en Atenas presentó cien cajas negras de metal con distintas palabras elegidas a partir de una consulta masiva sobre “qué única palabra elegirían los griegos para definir lo que quisieran preservar”, la más elegida no fue “trabajo”, “pensiones” o “ahorros”, sino “dignidad”.
Por su lado, radicado en un lugar tan distante del espíritu, el clima y el estilo de vida griegos como Suecia, para Kallifatides la pregunta acerca de esa pertenencia originaria, su “dignidad” como griego, se presenta bajo las figuras de su madre (“mi madre es mi verdadera patria”) y su padre, quien le deja antes de morir una larga carta en la que narra los detalles de su vida, marcados, como los de casi cualquier otro griego pasado y presente, por las penurias de la violencia, la pobreza y la injusticia, en su caso, durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, Madres e hijos es por sí mismo más que un gesto en favor del antiguo motivo homérico del retorno al hogar, ya que Kallifatides no solo se sumerge en las raíces de su familia, sino que escribe su libro en griego, su lengua materna, a pesar de que durante la mayor parte de su vida su lengua literaria fue el sueco.
La desgracia de ser griego
En el transcurso de la visita a Atenas, qué significa ser griego se vuelve tan misterioso como descifrar cualquier otra nacionalidad. No obstante, “el por qué me fui de mi país es algo que no ha dejado de atormentarme. Tú te fuiste y te salvaste, me dicen parientes y amigos. He perdido el derecho a hablar de temas griegos”, se queja Kallifatides. Y es así como su voz llega al auténtico núcleo traumático de casi todos los exiliados, el miedo a no pertenecer finalmente a nada: “Una mordaza es lo primero que te dan cuando llegas a un país extranjero, y es también lo primero que adquieres cuando vuelves”.
A veces serias y otras veces irónicas, las comparaciones entre lo que significa vivir en Suecia y en Grecia se repiten a lo largo de todo el libro. “Mi problema”, explica Kallifatides, “es que entiendo tanto la manera griega de proceder como la sueca. Ambas tienen sus cosas buenas. Los griegos son hijos de mamá, y los suecos son hijos de su sociedad. Soy incapaz de elegir entre ellas, y eso crea mi incomodidad existencial”. Sin embargo, entre los escritores griegos, no hay otro como Nikos Dimou para llevar esta “incomodidad existencial” hasta sus más cáusticas conclusiones. Nacido en Atenas en 1935, el título del libro más conocido de Dimou, reeditado una y otra vez desde su publicación original en 1975, es tan explícito como se puede: La desgracia de ser griego.
“Quienes dan recetas para la felicidad”, escribe Dimou, “se proponen habitualmente modificar o disminuir los deseos, puesto que incidir en la realidad no es fácil. Naturalmente, cuantos menos deseos tengamos menos peligro correremos de frustración y sufrimiento”. Por lo tanto, sigue Dimou en el tono de los grandes filósofos, lo que deberíamos aceptar es que el ser humano es el animal que desea siempre más de lo que puede alcanzar. El animal inadaptado. Dicho de otro modo, “podríamos definir al ser humano como el ser que lleva dentro de sí la desgracia, que le es connatural”. Y es por todo esto que “los griegos de hoy, por su historia, herencia y carácter, presentan una mayor brecha entre deseo y realidad que el común de los mortales”.
En Suecia hay poca ironía y en Grecia sobra
Al tratarse de la cultura que inventó, entre otras cosas, la tragedia, la intención de monopolizar nada menos que la predisposición humana a la desgracia sólo puede leerse como otro signo grandilocuente de la típica ironía griega. “En Suecia, la falta de humor se considera seriedad y, en Grecia, la falta de seriedad se considera humor. En Suecia tenemos poca ironía y en Grecia nos sobra”, escribe Kallifatides. Dimou, por su parte, lo exhibe con argumentos como este: “Los griegos se esfuerzan, en todos los ámbitos, por estar fuera de la realidad. Y después se sienten desgraciados por estar fuera de la realidad. (Y después se sienten felices… por ser desgraciados)”.
Constituidos por su “masoquismo verbal”, fortalecidos por “la crisis y el conflicto” y particularmente realizados por “la propensión a refunfuñar y quejarse”, entender a los griegos a través de la mirada de Dimou, de hecho, puede ayudar a entender la angustia desarraigada de la diáspora. “Cuanto más nos enorgullecemos de nuestros antepasados (sin conocerlos)”, escribe Dimou, “mayor desasosiego sentimos por nosotros”. Ante la pesada carga de la antigua herencia griega, por lo tanto, la única solución está en olvidarla o superarla. De lo contrario, ocurre que los griegos se dividen entre los que “han sentido el horrible peso de su herencia” y padecen el inhumano nivel de perfección de la palabra y la forma de los antiguos, los que saben sobre esa herencia de oídas y no la comprenden (aunque se jacten ante terceros) y los inconscientes, que han oído sobre los antiguos en mitos y leyendas, asimiladas como cuentos populares.
En este punto, basta la armoniosa coexistencia de dos escritores tan contemporáneos y al mismo tiempo complementarios como Theodor Kallifatides y Nikos Dimou para entender de qué hablamos cuando hablamos de Grecia. “El griego es la lengua del latido de mi corazón”, dice el autor de Madres e hijos. “Lleva a Grecia en tu corazón, y sufrirás un infarto”, dice el autor de La desgracia de ser griego.
Carta de amor entre un hijo y una madre
Pero más allá de lo que significa vivir fuera de Grecia (“no, la infidelidad no se considera un crimen en Suecia, y no, no todos los suecos son maricones”, les aclara el escritor a sus curiosos compatriotas helenos), Madres e hijos es, finalmente, una autobiografía que, en sus mejores momentos, se acerca sin esfuerzos al tono de cualquiera de los libros de Emmanuel Carrère. Es por esto por lo que el amor transparente del hijo por su madre, de repente, gira hacia el inevitable egoísmo profesional del escritor a la espera de la construcción de un personaje. “¿Cómo va a repercutir eso en mí? ¿Cómo va a repercutir en ella cuando comprenda que la estoy espiando?”, se pregunta Kallifatides apenas aterriza en Atenas y se instala en el departamento de su madre, que le reprocha a cada rato el exilio.
Aún así, a medida que la historia avanza entre la introspección del autor, la memoria siempre al borde de las lágrimas de su madre y el testimonio estoico de un padre que lleva varias décadas muerto, lo que se impone no es ningún exhibicionismo previsible y oportunista de frustraciones ni intimidades, sino la prueba sensible de que una madre “nos permite llevar siempre dentro un principio”. Kallifatides no es ingenuo al presentar su historia bajo esta perspectiva de discreción, y por eso sostiene que, si bien hay una teoría popular que dice que lo que verdaderamente caracteriza a una persona son sus secretos, “describir el sótano de una casa no es la forma más veraz de describir la casa”.
Por el singular tono y la mirada de este hijo en diálogo con su madre, tampoco es difícil recordar en ciertos momentos la carta que la madre de Víctor Shtrum, el protagonista central de Vida y destino, la gran novela de Vasili Grossman, le envía a su hijo poco antes de ser asesinada por los Einsatzgruppen nazis que habían ocupado Ucrania en 1941. “Vitia, yo siempre he estado sola. Me he pasado noches en blanco llorando de tristeza. Pero nadie lo sabía. Me consolaba la idea de que un día te contaría mi vida. Te contaría por qué tu padre y yo nos separamos, por qué durante todos estos largos años he vivido sola. Pero mi destino es acabar la vida sola, sin haberla compartido contigo. A veces pensaba que no debía vivir lejos de ti, que te quería demasiado, que ese amor me daba derecho a vivir mi vejez junto a ti. A veces pensaba que no debía vivir contigo, que te quería demasiado. Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo. Vive, vive, vive siempre…”
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