¿Por qué fascinan tanto los asesinos en serie? Desde la figura de Jack El Destripador como arquetipo del asesino serial moderno hasta el Petiso Orejudo y el siniestro clan Puccio, la ficción ha desplegado un terreno de libertad para torcer los límites de lo inenarrable en los crímenes en serie: libros, películas, series y recorridos turísticos se deslizan por formatos y lenguajes que trazan relieves sobre la crueldad y convocan a las audiencias desde un relato del horror y la persistencia de la anomalía, muchas veces con un magnetismo arrollador que bate récords.
Toda ficción tiene una relación con la verdad: la mira, la piensa, la imagina. Cuando la literatura, el campo audiovisual o las artes escénicas deciden intervenir en esa verdad la transforman: si el crimen no puede pronunciarse por lo monstruoso de sus actos y por el enmudecimiento que impone la rabia y el dolor de lo inexplicable, al devenir consumo cultural se vuelve digerible pero no por eso aceptable.
¿Cómo es meterse en la mente de un criminal? ¿Se puede espectacularizar el asesinato y la tortura hedonista? ¿Qué dice de su sociedad el hecho de que la película más vista en Argentina en 2018 haya sido El ángel, sobre el máximo asesino de la historia criminal del país o, incluso, que una atracción turística de nuestra geografía más austral sea la prisión donde estuvo detenido el famoso criminal Cayetano Santos Godino, que pasó a la posteridad como “el Petiso Orejudo”?
Para Marisa Grinstein, autora del libro Mujeres asesinas, que en 2005 adaptó al formato unitario televisivo con muy buen rating, la fascinación por lo criminal tiene un origen concreto: la transgresión. “El que comete crímenes seriales transgrede las normas de conducta de una manera absoluta: no podría hacerlo más eficazmente. Como la mayoría nos comportamos dentro de marcos socialmente aceptables, estas actitudes despiertan curiosidad”, sostiene.
En su opinión también hay otro tipo de curiosidad, asociada a “ver qué es lo que tiene ese personaje criminal distinto de mí, qué es lo que lo transforma en un monstruo. E inclusive funciona una cuestión vinculada a una especie de conjuro: mientras uno vea en la pantalla todo tipo de atrocidades, acaso sea posible que conozca más de ese mundo siniestro y se vea protegido. De alguna manera estoy poniendo frente a lo diabólico la simbólica cruz, alejo el mal de mí”, dice la periodista que en Mujeres asesinas reconstruye catorce crímenes perpetrados por mujeres en una época donde la palabra “femicidio” estaba ausente del vocabulario social y mediático.
“Podríamos ver ahora que muchas de estas mujeres asesinas fueron la contracara de tantas otras asesinadas: enfrentadas a la misma violencia lograron esquivar la muerte matando al otro o a la otra”, apunta Grinstein sin que ello signifique reivindicar los crímenes sino mostrar “algunos casos de la realidad y tratando de analizar qué fue sucediendo en esas vidas para desembocar en una opción tan espantosa como el asesinato”.
El coreógrafo y director teatral Ricky Pashkus, que adaptó la vida de Yiya Murano -famosa por envenenar con cianuro encubierto en masas finas a dos amigas y una prima entre febrero y marzo de 1979- con una obra musical que se llevó los elogios de la crítica en el Teatro El Nacional en 2016 bajo las interpretaciones de Karina K y Tomás Fonzi, tiene una lectura similar sobre esa fricción con lo establecido: “Los asesinos seriales son muy atractivos porque rompen todos los límites, porque están afectados por la extrema posibilidad, porque son casos de maldad y perversión pero también indudablemente, por más que no sean psicóticos, están bañados en mundos extremos del comportamiento humano”.
La obra, que surgió del encuentro de Pashkus con Osvaldo Bazán y Ale Sergi, se inspira en el libro de Martín Murano, Mi madre, Yiya Murano, publicado en 1994 y reeditado en 2016. Si toda relectura biográfica supone el ejercicio de una relación artificial con el pasado y por tanto puede afectar el dolor de quienes trascienden al sujeto de los crímenes, lo que buscaron los recreadores de la envenenadora más famosa fue no herir “el recuerdo, el nombre o la familia”, por lo que tuvieron como faro de respeto lo que le pasaba emocionalmente al hijo con la adaptación.
Sin embargo, también es cierto que “los asesinos seriales existen en todo el mundo y se puede hablar de ellos”, quizá el modo está en cómo hacerlo: en el caso de la llamada “envenenadora de Monserrat” decidieron reflejar “su voluntad de ascenso social, su necesidad de priorizar por encima el dinero y el poco miramiento hacia los vínculos familiares, como el hijo”, explica el director de la obra, que todavía está disponible en la plataforma Teatrix.
La figura de Murano nunca integró ese podio del terror que se le asignó a otros asesinos famosos de la Argentina. En opinión de Pashkus, “Yiya tiene una característica tan argentina, por quien fue su marido y por toda la historia, que sería difícil que el público la hubiera rechazado”, de ahí que el personaje ficcionalizado tomó el toque “revisteril” como una vedette por esa impronta argentina y porteña de la protagonista. “Lo que sucedía en la obra era que se reían a carcajadas pero entendían el mensaje: ‘estamos haciendo una fiesta con lo malo’”, explica el director, quien recuerda el acto final “con todos los asesinos seriales, como el Petiso Orejudo, bajando la escalera como estrellas” emulando las asesinas de la clásica Chicago.
Con un tono mucho más perturbador y siniestro, la serie Historia de un clan llegó a las sobremesas en 2015 con 11.8 puntos de rating en Telefe y numerosas premiaciones, entre ellas los Martín Fierro de 2016. Con las actuaciones principales de Alejandro Awada y “Chino” Darín, la producción conjugó el retrato de una época con la seguidilla de secuestros y homicidios de Arquímedes Puccio y su familia.
Uno de los guionistas de Historia de un clan fue Javier Van de Couter, también director y actor que hace poco dirigió la película Implosión (2021), sobre lo que la prensa llamó “La masacre escolar de Carmen de Patagones” y que él -oriundo de esa misma ciudad austral- ficcionalizó a partir de la actualidad de dos de los sobrevivientes del ataque. En la propuesta, el director convenció a dos víctimas a interpretarse a sí mismas en un viaje de más de 1.000 kilómetros en busca del atacante.
En ambas producciones, se trabajó desde la ficción y no tanto con la intención de documentar o reconstruir los hechos porque, en el caso del film que narra la historia del adolescente de 15 años que en 2004 le disparó con una pistola a sus compañeros de aula -provocando la muerte de tres de ellos e hiriendo a otros cinco- “por más que sean las personas reales que se interpretan a sí mismas, hay una construcción ficcional, no es documental”.
“Trabajar con ellos me ayudó a encontrar el modo de abordar el tema”, cuenta Van de Couter. Esa misma libertad de reescribir se activó en la composición de los personajes del clan Puccio, que durante la década del 80 cometió una serie de secuestros extorsivos utilizando como base operativa su casa y seleccionando a sus víctimas en el entorno en el que se relacionaba la familia.: “Si bien estaba basado en personajes reales ya nos fue contada como una idea que estaba procesada como ficción”, acota.
En este sentido, para el guionista escribir sobre el cabecilla del clan, Arquímedes Puccio, fue “muy vertiginoso”. Así lo recuerda: “De tan complejo me resultó atrapante, pero no conmovedor. Nunca compartí su manera de ver el dolor, ni la ambición, ni la familia, ni la amistad. Pero obviamente me paré en un lugar de objetividad necesaria para que la ficción y ese derrotero de acciones funcione para la historia”.
Por eso, si bien estudió mucho los casos y el equipo de guionistas de Historia de un clan contó con la investigación especializada de Rodolfo Palacios, Van de Couter insiste con el carácter inventivo de la adaptación: “Me interesa el relieve de esas lógicas, lo que les pasa a los personajes después de lo ocurrido. Las consecuencias y heridas que esos hechos dejan en otros”.
“La ficción puede acertar o no, pero siempre hará reflexionar al espectador sobre lo ocurrido, lo hará tomar partido, pensar qué hubiera hecho uno, etcétera, etcétera, eso de alguna manera es integrar al espectador en el juego”, reflexiona el guionista para quien hay espectadores para todo: “Los que les interesa el horror, otros el amor, a otros los vínculos, a otros las identidades”, ilustra.
Liliana Escliar, escritora y guionista de cine y televisión, que hizo dupla con Marisa Grinstein en la adaptación de Mujeres asesinas, está trabajando en una miniserie sobre el femicida Ricardo Barreda que repone una llamativa ausencia del relato de estos crímenes: la perspectivas de las víctimas. Una revictimización a la que se ven sometidas muchas de las damnificadas, como dice en referencia a la doble victimización que vivieron estas mujeres: primero por el asesino, después por los medios de comunicación.
¿Cómo se resignifica la mirada sobre los asesinos con la problemática estructural de género, la desigualdad social y económica, la exacerbación del odio y la cancelación homicida de la alteridad? “No sé cómo contestar -responde la autora de Los motivos del lobo y Tumbas rotas, dos novelas de una serie que tiene como protagonista al investigador Daniel Parodi-. En principio, y a riesgo de parecer demasiado maniquea y dura, me parece que el riesgo de resignificar la mirada sobre los asesinos es exculparlos de sus actos, crímenes que seguramente pueden explicarse y describirse sociológica y psicológicamente pero no justificarse”.
Para la escritora, la voracidad de consumos culturales vinculados a los crímenes seriales se relaciona con la perplejidad y el magnetismo que generan. “Nos fascinan, nos cuesta creer que de verdad existan y, cuando los descubrimos y vemos que actúan en el mundo real, se transforman en ‘monstruos mimetizados’. Los asesinos seriales suelen tener amigos y familia. En apariencia, sus vidas son iguales a las de los ‘normales’. Pueden compartir con nosotros un ascensor o un colectivo, darnos los buenos días y al momento siguiente elegirnos como víctimas. El formato audiovisual nos incita a buscar rasgos y marcas distintivas… pero no las hay. Son el ABC del género de terror: la familiaridad y sin embargo la otredad, estos monstruos que son seres humanos, pero no”.
Fuente: Télam
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