Dos libros recientes traen de regreso a las librerías la imagen de Adolfo Bioy Casares, autor de una novela perfecta, quizás uno de los mejores novelistas argentinos de todos los tiempos. El primer juicio es de Borges, el segundo es de J. R. Wilcock.
Se trata de libros que funcionan como espejos: en el primero, Bioy mira y cuenta lo que ve. Elogia y, a veces, es cruel (Wilcock, edición al cuidado de Daniel Martino). En el segundo, son los otros los que miran y cuentan a Bioy, con la misma crudeza que él le imprimía a sus diarios (El último Bioy, de Lidia Benítez y Javier Fernández Paupy).
El Bioy que mira
Wilcock (Emecé, 2021) recoge fragmentos de los diarios personales de Bioy, de sus agendas, de su correspondencia, de sus declaraciones en entrevistas y apariciones públicas con un eje central: Juan Rodolfo Wilcock. La edición estuvo al cuidado de Daniel Martino, curador de la obra de Bioy.
Es muy posible que Bioy haya tenido el largo anhelo de escribir un texto orgánico sobre Wilcock, aunque nunca pasó de los borradores dispersos. Cuenta Daniel Martino que, fuera de Borges, Wilcock es el autor cuyas opiniones registró con mayor atención y detalle.
A pesar de eso, los primeros vínculos de Bioy con Wilcock fueron de profundo rechazo. En 1944, Bioy le dedicó quizás el peor destino: la inmortalidad bajo la forma de la parodia en el cuento El perjurio de la nieve.
En la historia, un periodista y un poeta, Villafañe y Oribe, coinciden en un viaje a La Pampa. Oribe es el temprano retrato de Wilcock, joven y vanidoso. Dice el periodista: “Tal vez lo haya tratado con impaciencia. Tal vez Oribe justificara esa impaciencia. En el recuerdo, sin embargo, es una figura patética”. Y peor aun: “Sentí que Oribe era un monstruo”.
Curiosamente, cuando Bioy publicó este cuento, Wilcock ya había ganado el premio Martín Fierro por su Libro de poemas y canciones, con Borges integrando el jurado, y también el Premio Municipal de Poesía. Incluso dos poemas de aquel libro fueron elegidos para la Antología poética argentina que en 1941 prepararon Silvina Ocampo, Borges y Bioy mismo. La antología tuvo un papel decisivo en la formulación de nuestro canon poético.
Desde un comienzo, Wilcock fue un protegido de Silvina. En una entrada de su diario, Bioy consigna que una tarde hicieron con Silvina un “censo de personas valiosas”. Bioy nombró a Borges, Silvina a Wilcock. Juntos, Silvina y Wilcock escribieron Los traidores, una obrita de teatro en verso que publicó en 1956 ediciones Losange. Hoy, en tiempos de revalorización de la obra de los dos, es un libro tan deseado como inconseguible.
Wilcock estuvo siempre muy cerca de los Bioy. “A Wilcock lo vemos incesantemente”, le contó Bioy a Manuel Peyrou en una carta de 1943. Una entrada en su diario, de 1956, consigna: “Almuerzo en familia y, ay, con Wilcock”. A menudo comía con ellos en Buenos Aires, compartió tardes de playa en Mar del Plata, los acompañó en sus viajes por Europa. En una carta del 12 de febrero de 1951, desde París, Bioy le escribió a sus padres: “Johnny, tras un madurado hastío de París, se fue a Suiza. Ha mandado desde allí una carta ditirámbica. Silvina cree que la felicidad está en Suiza”.
El juicio de Bioy sobre Wilcock cambió con el tiempo, hasta rozar la admiración. Recientemente, la editorial La bestia equilátera ha rescatado parte su obra, para una nueva generación de lectores.
Las páginas de Wilcock registran un tiempo de esplendor, con largas sobremesas literarias, la frecuentación de amigos ilustres, los míticos miércoles de escritores, con Borges, Silvina, José Bianco, Estela Canto, Eduardo Mallea, Vlady Kociancich, donde a veces incluso había baile. El tono es de fiesta. Se celebra la figura de Wilcock, pero también se celebra un tiempo irrepetible, que es parte de nuestra historia. Espiamos esa aventura con una sonrisa. La mayor belleza del libro es que Bioy es pura seducción, con su aguda inteligencia y su ironía.
Un apunte final: Wilcock leyó El perjurio de la nieve y le mandó una carta a Bioy. “He leído tres veces tu libro con mucha atención”, le dice entre elogios. “Tengo una necesidad urgente de hablar contigo para tener el placer incomparable de sentirme en ese mundo de las personas normales (los que no son monstruos, para usar tu palabra) que tú y Silvina y unas cuantas personas más me representan”.
El Bioy que es mirado
El último Bioy (Leteo, 2020) comienza con una entrevista de trabajo. Lidia Benítez cuenta su llegada a la casa de los Bioy, en el verano de 1987, para ocupar el puesto de enfermera de Silvina. La primera impresión que le depara el departamento, con sus ventanas enormes y un piano de cola, es “entre lujoso y decadente”. Y ese juicio, de algún modo, sella un pacto de lectura. El decadente lujo del histórico departamento de la calle Posadas, con libros hasta el techo, se transforma en una metáfora del viejo esplendor desteñido de ellos mismos. En ese tiempo, Silvina ya no escribía, es una vejez de días que se parecen. Silvina fallece pocos años después. Lidia, que se ganó merecidamente la confianza de Bioy, permanece en la casa ocupándose ahora de cuidarlo a él.
Comienza un tiempo de complicidades y, quizás, de amistad. Bioy le insiste a Lidia que deje de llamarlo señor Bioy y lo llame simplemente Adolfito.
Es el retrato de sus últimos años. El tiempo donde la muerte empuja y reclama, cuando los cuidados a veces no alcanzan, porque nada puede alcanzar para siempre. “Cada año era un milagro, a Bioy le encantaba vivir”, cuenta Lidia, pero no ahorra anécdotas incómodas, como las que irremediablemente trae el ocaso. Su ocupación principal es cuidar de Bioy los años que resten. Bañarlo, afeitarlo y vestirlo, pero también estar con él por las noches, cuando se ponía intranquilo y le decía “Chiquita, ¿estás ahí? Tengo terror de estar solo”.
Bioy le tenía miedo a la muerte y a la soledad, a veces necesitaba tomar de la mano a Lidia y confirmar su presencia para poder entregarse a la noche. Con el tiempo, terminaron compartiendo la cama, solo porque había mucho lugar y resultaba más fácil acompañarlo.
El registro de esos años consigna la persistencia de los dolores, la llegada de los problemas de dinero, la relación difícil con los hijos, los cuidados necesarios, pero también nuevos viajes y homenajes en todo el mundo. En todas partes la gente se le acercaba, querían abrazarlo. “Gracias, maestro, por estar con nosotros”, le decían.
Apenas se reconoce un destello del viejo Bioy, el Bioy que conserva nuestra memoria y nuestro deseo: hasta el final Bioy mantuvo el vínculo con sus ex amantes, que mutaron a amigas. Le gustaba ser atento. Cuando se encontraba con ellas, no quería que vieran que necesitaba ayuda para bajar del auto, o que el bastón obedecía a la necesidad y no a la coquetería. La ropa con que se presentaba era siempre diferente, un traje por día, compraba camisas de sastre por docena, a veces usaba gemelos de oro.
El amor por las memorias y los registros
Bioy fantaseaba con la idea de que Lidia Benítez escribiera sobre él y esos últimos años, un diario como los que él siempre llevó, sin contenerse, en los que habló de Borges y de Wilcock, de Sabato, de María Kodama, de sus vínculos con Emecé.
“¿Qué esperás para escribir las memorias de tu Bioy?”, le dijo un día. “Estoy leyendo las de una madame francesa que era mucama. ¿Por qué no hacés lo mismo?”. Lidia no cuenta de qué libro se trataba, quizá tampoco le interesó preguntarle a Bioy. Ese dato se perdió para siempre. A diferencia de Wilcock, no hay referencias librescas en El último Bioy. El mundo de Lidia parece no necesitarlas. ¿Habrá sido piadoso el retrato de la madame francesa que tentó a Bioy? ¿O tendrá la crudeza de la crónica y de los documentos históricos?
Ese día, Lidia le dijo a Bioy que no tenía tiempo para esas cosas, que estaba trabajando. No le reveló que llevaba unos cuadernos donde anotaba frases, que registraba pedacitos de conversaciones, itinerarios de los viajes que hacían juntos.
Bioy murió en 1999. Casi veinte años después, Lidia Benítez conoció a Javier Fernández Paupy. Escribieron juntos El último Bioy, a partir de los recuerdos de Lidia y de esas notas minuciosas que ella conservaba. Los encuentros entre ellos derivaron en unas treinta horas de grabación y el libro que editó Leteo.
Dice Lidia Benítez, la última biógrafa de Bioy, que nadie lleva flores a su tumba. Que ella también dejó de ir, le molestó descubrir que ya nadie lustraba el féretro. Es uno de los tantos datos que duele leer. Pero quizás, se me ocurre ahora, encierra un llamado. Yo voy a ir estos días a La Recoleta, ojalá nos encontremos en su tumba. A Bioy no le importaban las flores, dice Lidia, con el tono de una justificación. No importa. Las flores que le voy a llevar son por mí. Siempre es así. El cajón y la última morada son para los vivos, para los que quedamos. Si llegamos a encontrarnos, no vamos a necesitar decirnos nada.
SEGUIR LEYENDO