En la década de 1930, cuando un editor de The Jewish Daily Forward, el famoso periódico en yiddish de Nueva York, le quiso tocar un texto, Isaac Bashevis Singer se enfureció:
—¡No intentes enseñarme yiddish! —le gritó—. ¡Yo sé como escribir en yiddish!
Si se piensa que en 1978 recibió el único premio Nobel de literatura que se otorgó a un escritor de esa lengua, habría que darle la razón. Pero por en aquel momento pretérito Singer era un colaborador nuevo, que había llegado al Forward por gestión de su hermano mayor, el escritor consagrado Israel Joshua Singer, y que debía escaparse a Canadá para prorrogar la visa de turista que ya no le renovaban las autoridades migratorias en Estados Unidos.
Los domingos llenaba una columna, “Vale la pena saber”, con datos curiosos sacados de revistas y enciclopedias: “¿Cuánto mediría la barba de un hombre si viviera 70 años y el vello que se afeitó durante su vida se extendiera de principio a fin? ¿Cuánto pesó el espécimen más pesado de ballena? ¿Cuán amplio es el vocabulario de un zulú?”, se burló de él mismo en uno de sus libros de memorias. “Recibía USD 16 dólares por columna y era más que suficiente para pagar los USD 5 de la renta semanal de una habitación amueblada en la calle 19 Este junto a la Cuarta Avenida y para comer en cantinas”.
El editor del Forward no se molestó; le gustaba el hermano de Singer, e incluso le publicó en episodios, como folletín, una novela que al joven escritor nunca lo satisfizo pero que le permitió ahorrar sus primeros USD 1.000 en el que sería su país de adopción. El Singer que se volvería famoso —su hermano, el autor de Los hermanos Ashkenazi, murió joven— nunca quiso volver a Polonia, sobre la que en aquel momento estaba a punto de marchar Adolf Hitler y de donde su madre y su hermano más pequeño, Misha, fueron deportados en 1944, durante la ocupación rusa, para morir en Kazajistán.
En 1980 explicó, al rechazar una invitación a Varsovia: “Para mí sería un estrés terrible ver Polonia sin mi gente, sin aquellas personas cercanas a mí que murieron por pecados que nunca cometieron. Simplemente no tengo la fuerza para atravesar esta ordalía en este momento y a mi edad avanzada. Me temo que tendré que seguir escribiendo sobre la Polonia que recuerdo”.
Eso hizo, y sobre los polacos emigrados en Nueva York, y sobre los sobrevivientes de la Shoah, y sobre los que fueron a construir el estado de Israel, y sobre lo que precisamente esas circunstancias les provocaron: la pérdida de la fe, la desilusión política, los problemas que surgen cuando se obtiene lo que se anhela y el fin se transforma en un principio.
Y —acaso sobre todo— lo hizo como un hijo de aquel territorio cuyas fronteras parecían arena movediza entre Rusia, Prusia y Austria, con la única constante del antisemitismo. Lo hizo con los seres sobrenaturales de las historias de la traducción oral, con los demonios y las hechiceras que desafiaban la templanza de sus buenos judíos. Y lo hizo en yiddish, el idioma con que las mujeres contaban esas leyendas a sus hijos (la lengua piadosa, la de los estudios, era una entonces muerta, el hebreo), el idioma en el que sonaron las últimas palabras de millones de personas en los campos de exterminio nazis.
“Con frecuencia la gente me pregunta por qué escribo en una lengua agonizante, y quiero explicarlo en pocas palabras”, dijo en Estocolmo, en 1978, al recibir el Nobel. “Personalmente, me gusta escribir historias de fantasmas, y nada le queda mejor a un fantasma que un idioma agonizante. En segundo lugar, creo en la resurrección: siento la certeza de que pronto vendrá el Mesías y un día millones de cadáveres hablantes de yiddish se levantarán de sus tumbas, y su primera pregunta será: ‘¿Hay algún nuevo libro en yiddish para leer?’”.
El Nobel era un honor para él y también un reconocimiento a una lengua —dijo en ella— “fun golus, ohn a land, ohn grenitzen, nisht gshtitzt fun kein shum meluchoch” (de exilio, sin territorio, sin fronteras, sin el aval de gobierno alguno). Un idioma que no tiene palabras —subrayó— para decir “armas, municiones, ejercicios militares, tácticas de guerra”. Y que despreciaban tanto “los gentiles como los judíos emancipados”, en alusión a que el Estado de Israel tenía el hebreo como lengua oficial.
“Es tentador, y por cierto tranquilizante, leer a Bashevis apenas como un escritor de la paradoja moderna sobre la fe y la falta de fe; como un narrador embustero y un modernista; como un cronista y un conservacionista; como un traidor y un traductor”, sintetizó Saul Noam Zaritt en The Yiddish Book Center. “El desafío, sin embargo, es leer estos textos numerosas veces y en numerosas direcciones, seguir el zigzag de Bashevis no hacia un horizonte redentor sino hacia la misma espesura de la literatura en yiddish: su pasado, su presente y su futuro”.
Los hijos rebeldes del rabino
Poco después del nacimiento de Isaac en la localidad de Leoncin, en una fecha que oficialmente es de 1904 pero más probablemente haya sido 1903 y haya sido falseada para evitarle la leva en la Primera Guerra Mundial, los Singer se mudaron a Radzymin, donde el padre, Pinchos, rabino jasídico, fue director de la Yeshiva. En 1908, cuando el edificio de la escuela de estudios religiosos se incendió, la familia se mudó a Varsovia, a la calle Krochmalna que Singer contó en su novela En el tribunal de mi padre, en el barrio judío, paupérrimo y superpoblado, donde el rabino se encargó de la casa de juicio religioso, o Bet Din.
Si bien Singer salió de Europa en 1935, poco después del ascenso del nazismo en Alemania y antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1966, cuando publicó ese libro, el mundo que narraba, y que había sido el de su infancia, no existía ya sino en sus recuerdos. “Su entorno mental y físico y sus tradiciones centenarias han dejado su impronta en Singer como hombre y como escritor, y proporcionan el tema siempre vivo de su inspiración e imaginación”, describe el sitio del Premio Nobel. “Es la vida de los judíos de Europa del Este, tal y como se vivía en las ciudades y los pueblos, en la pobreza y la persecución, e imbuidos de una piedad sincera y de ritos combinados con una fe ciega y una superstición”.
Tres de los hijos de Pinchos y Betsabé serían escritores: Esther (quien usaría el apellido de su esposo, Kreitman), Israel e Isaac; si bien la niña no recibió educación, a diferencia de sus hermanos, para los tres parece haber existido algo en la tensión entre su hogar y su época que los alejó del destino religioso. Esther se formó a sí misma leyendo libros en secreto; Israel creció como un racionalista y se dedicó al periodismo. Isaac intentó ser lo que sus padres esperaban de él y comenzó a estudiar en la Yeshiva; sin embargo, luego de dos años abandonó y siguió los pasos de quien sería su “modelo”, según dijo en la entrevista de The Paris Review:
No pude haber tenido un modelo mejor que mi hermano. Lo vi luchar con mis padres y vi cómo comenzaba a escribir y cómo lentamente se desarrollaba y comenzaba a publicar. Así que naturalmente él fue una influencia. No sólo esto sino que, en los años posteriores, antes de que yo empezara a publicar, mi hermano me dio una serie de reglas sobre la escritura que me parecen sagradas. No es que no se pueda romper estas reglas de vez en cuando, pero es bueno recordarlas. Una de sus reglas era que, mientras los hechos nunca se vuelven obsoletos o viejos, los comentarios sí, siempre.
Cuando un escritor trata de explicar demasiado, de analizar psicológicamente, es anacrónico apenas empieza. Imagínese que Homero explicara las hazañas de sus héroes según la antigua filosofía griega o la psicología de su tiempo. ¡Nadie leería a Homero! Por fortuna, Homero sólo nos dio las imágenes y los hechos, y a eso se debe que la Ilíada y la Odisea sigan frescas en nuestra época. Y creo que esto es cierto en toda clase de escritura.
De Varsovia a Nueva York
En 1923 comenzó a trabajar como corrector en la revista que Israel editaba, Literarische Bleter, y tradujo al yiddish textos de Stefan Zweig, Gabriele D’Anuncio y Thomas Mann, cuyos Buddenbrooks dejaron su huella en La familia Moskat y Los herederos, entre otras de sus obras. De pronto su formación bifronte —el Talmud por un lado; Dostoievsky y Spinoza por otro— alumbró un destilado de misticismo y secularización, de fe y duda, de tradición y renovación, de espiritualidad y lujuria.
Los años treinta fueron clave para Singer: desde 1933 publicó por entregas Satán en Goray, su primera novela, y en 1935, con ese crédito literario, emigró a los Estados Unidos.
Si bien está ambientada en el siglo XVII, tras uno de los pogroms del líder cosaco Bogdan Chmielnicki, en una pequeña localidad cercana a Lublin, Satán en Goray es una alegoría sobre el mesianismo que se publicó al mismo tiempo que Hitler llegaba al poder en Alemania y que la primera esposa de Singer, Runia, se marchaba con su hijo, Israel, a la Unión Soviética, subyugada por la idea del comunismo. Spoiler alert: por mucha histeria que haya despertado en el pueblo deseoso de creer en algo luego de la descomunal destrucción de Chmielnicki, el rabino Shabtai Tzvi no resultó precisamente el mesías.
Innumerables veces en su vida el escritor hablaría contra todos los -ismos. En el cuento “El pensionista”, uno de los muchos inéditos que dejó Singer, publicado en 2018, un personaje, Melnik, le pregunta a otro, Berish: “¿A quién le rezas? ¿Al dios que hizo a Hitler y le dio la fuerza para que matara a seis millones de judíos? ¿O tal vez al dios que creó a Stalin y le permitió liquidar a otros diez millones de víctimas?”.
En abril de 1935 y con el dinero exacto para llegar a Cherburgo en tren, el transporte más barato hasta el barco que lo llevaría por el Atlántico, sintió miedo al llegar a la frontera alemana. Se quedó mirando la svástica en el uniforme del oficial migratorio que le pidió su pasaporte; por la ventana vio “cómo metían a los judíos en un edificio para registrarlos”, contó en sus memorias. “Mas tarde supe que algunos habían sido obligados a desnudarse. Habíamos entrado en el país de la Inquisición”. Agregó:
Como en todas las demás inquisiciones, el sol se mantuvo neutral. Se elevó en el cielo y su luz iluminó los balcones decorados con pancartas nazis. Era el cumpleaños 47º del Führer.
La consagración de I.B. Singer
Su trabajo en el Forward le permitió una vida sencilla, que era todo lo que quería; publicaba allí para pagar las cuentas, con su nombre y con seudónimos, desde actualidad hasta sensacionalismo y pasando por filosofía, y también en publicaciones literarias. Su hermano intentaba hacerlo socializar, pero le costaba:
Me llevaba al Café Royal, en la Segunda Avenida, y me presentaba a escritores, gente del teatro. Pero mi timidez regresó, con todas sus humillaciones. Me sonrojaba cuando me presentaba a mujeres. Me quedaba mudo cuando los hombres se dirigían a mí y me hacían preguntas. Todas las actrices decían que mi hermano y yo éramos como dos gotas de agua. Me hacían bromas, trataban de flirtear conmigo, hacían comentarios de gente que hace rato ha perdido todas las inhibiciones. Los escritores apenas si podían creer que yo era el que había escrito una obra tan diabólica como Satán en Goray.
Lentamente hizo amigos, se enamoró y se casó con Alma Haimann, recién llegada de Alemania; se nacionalizó en 1943 al tiempo que empezó la serialización de La familia Moskat. Cuando terminó de salir, Israel había muerto: la edición en libro, de 1945, está dedicada a la memoria del hermano y modelo.
La traducción al inglés salió en 1950 e inauguró lo que Singer llamó sus “segundos originales”: una forma de “re-creación traslativa”, según describió Damion Searls en Los Angeles Review of Books. El escritor trabajó junto a sus traductoras (lo cuenta el documental The Muses of Bashevis Singer, de Asaf Galay y Shaul Betser), y muchas veces en contra de ellas, para buscar las palabras exactas que, a falta de Yenglish, pudieran expresar en inglés lo mismo que en yiddish. Y cuando esas palabras no existían, para dar con la variación más afín que a él le gustara.
Así Singer sacó dos obras, más o menos simultáneas, más o menos parecidas, cuya cronología confundió a Searls: “Sus novelas fueron publicadas en inglés en un orden diferente al que fueron escritas en yiddish; cabe también la pregunta de si Singer, al trabajar con sus traductoras al inglés, cambió el tono y el contenido de sus obras, y por consiguiente si las traducciones póstumas, sin la participación de Singer, son más precisas. Hay varias novelas aun no traducidas al inglés”. Ni al castellano, se podría agregar; lo mismo sucede con muchos cuentos.
Searls dio ejemplos: El mago de Lublin, que en inglés es su cuarto libro, es probablemente el octavo o el décimo que escribió en yiddish; Sombras sobre el Hudson, escrito entre 1957 y 1958, fue publicado en 1998.
El Nobel yiddish
Mientras se convertía en bestseller de literatura infantil, publicó los cuentos de Gimpel el tonto, El Spinoza de la calle Market y Un amigo de Kafka, y las novelas El esclavo, En el tribunal de mi padre y Enemigos, una historia de amor, su primera obra ambientada en los Estados Unidos, sobre la culpa del sobreviviente, el deseo y la falta de fe.
Sucedan donde sucedan y en la época en que sucedan, en general sus temas son el mismo: la angustia humana, el problema de que nada pueda existir —ni la materia en el espacio, ni una idea, ni el deseo sexual— sino en ausencia, y que por ende la falta sea lo único cierto. “No importa cuánto conozco a un ser humano, no lo conozco del todo”, le dijo a Richard Burgin en una entrevista. Una imagen de la interpretación cabalística se repite en Singerlandia: hasta el mismísimo dios, que todo lo ocupaba, debió retirar su luz para tener dónde proyectarla y así crear el mundo.
Saul Bellow lo admiraba y lo tradujo; Ted Hughes lo celebró como “uno de los grandes escritores vivos de veras” y describió su obra como “no discursiva, ni principalmente documental, sino como una revelación”.
“Trabajo más y no tengo el temor, que me acompañó muchos, muchos años, de morir de hambre”, definió a The New York Times los efectos que el éxito tenía en su vida a comienzos de los setenta. El Club del Libro acababa de comprarle dos novelas y otras dos —El mago de Lublin y Enemigos, una historia de amor— habían sido contratadas para adaptar al cine.
Pero aunque ganaba unas cinco veces más que una década atrás, según estimó el periódico, su estilo de vida seguía siendo el mismo: se vestía con el mismo traje oscuro, camisa blanca y corbata (”nunca me lo cambiaría, pero mi esposa insiste”, explicó las raras renovaciones) y comía el menú vegetariano en las cantinas del barrio. Lo hacía por la salud, explicó: “Por la salud de los pollos”.
Sobre todo mantenía otras costumbres, explicó: “Mis textos se publican primero en The Jewish Daily Forward y luego se reimprimen en periódicos en yiddish en otros países. Y si cometo un error sobre la ley judía o sobre una calle en Varsovia, recibo cientos de cartas para regañarme”. Singer se había convertido no sólo en un defensor del yiddish, casi extinto tras la Shoah, sino también en su máximo autor.
Luego de publicar El penitente y recibir el premio Nacional del Libro por los cuentos de A Crown of Feathers (compartido con El arcoiris de la gravedad, de Thomas Pynchon), y en coincidencia con la salida de Shosha, ganó el Nobel.
Pasó sus últimos años en la Florida, en el balneario de Surfside, donde cambió el traje oscuro por uno claro y su deli del Upper West Side de Manhattan por Sheldon’s Drugstore, en esquina de avenida Harding y la calle 95, que hoy se llama Isaac Bashevis Singer Boulevard. Murió allí el 24 de julio de 1991, luego de varias apoplejías, convencido de que “el yiddish no ha dicho aun su última palabra”, como había cerrado su discurso del Nobel. Acaso como garantía dejó mucha obra inédita.
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