“Geografía de la oscuridad”: cuentos sobre los vínculos esenciales

Las historias de la autora peruana recrean un mapa ficcional sobre cómo sobrevivir a la crianza, desde la perspectiva de los padres. En este texto cuenta cómo surgieron estas ficciones

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“Geografía de la oscuridad” (Páginas de espuma), de Katya Adaui
“Geografía de la oscuridad” (Páginas de espuma), de Katya Adaui

Todo comenzó con una foto satelital: una ciudad vista desde el espacio, en partes iluminada y en partes con apagones, la ciudad sombreada.

O de viaje en Órganos, fui de vacaciones a visitar a un primo que tenía un hotel y el Niño Costero varó frente a mis ojos lo que arrastró a su paso, puerta a puerta: centenares de zapatos, ninguno par. Caminaba sola por la playa, no había más testigos. Les saqué fotos a todos, sin mover ninguno, sin modificar nada.

O al oler y calzarme disfraces de segunda mano.

O al ser picada por decenas de zancudos una noche de mis siete años.

O cuando me asomé a un acantilado y mi madre y mi tía me contaron que vieron cómo un padre y su hijo que estaban pescando resbalaron de la roca al mar.

O al soltarnos mi hermana y yo de la mano de nuestro padre al taparnos la ola. Teníamos cuatro y tres años y no sabíamos nadar. La ola me revolcaba, abrí los ojos, vi peces transparentes, puntos de arena y, en vez de sentir miedo, sentí mucha paz. Salí a metros de mis padres, me perdí y no lloraba. Contenta de que eso me hubiera pasado. Quería contárselos tal cual. Y no me encontré lenguaje para la emoción de estar viva.

O la primera película que vi en el cine, Blancanieves, ¿y cuál es el veneno de la manzana envenenada que solo te duerme y no te mata?

O cuando leí a Primo Levi y entendí el significado de testimonio.

O el último verano con mi padre en el Silencio, era un gran nadador, cayó de rodillas, las olas más pequeñas e inútiles lo tumbaron, no podía levantarse y así supe que moriría pronto, ese mismo año.

O al chocarme con este titular en el periódico: Papá Noel enterró a sus hijos en el jardín.

¿En qué momento se descorcha la idea de un libro?

En primer lugar, yo lo deseaba.

Sabía que deseaba mucho escribir un libro sobre padres. Y no nado contracorriente, no lucho: si el concepto viene a mí y me es afín, lo abrazo, no lo dejo ir, nadie lo escribirá por mí, yo debo hacerlo.

Recupero imágenes de mis cuadernos, anotaciones que hice, palabras favoritas que quiero usar, dibujos, garabatos. Son los fermentos y también el miedo al olvido. Y al mismo tiempo: para olvidar debo escribirlo.

Retraso la escritura, pierdo mucho el tiempo. Así como un niño tarda en hablar, pero una vez que comienza hablará para siempre, una vez sumergida ya no podré parar y eso lo tomará todo: mi pensamiento y las horas.

Entonces son dos fases claras: dar vueltas y remolonear, y luego obsesionarme y trabajar de corrido. Confío en que una oración remolcará a otra y a otra.

Katya Adaui (Alejandra López)
Katya Adaui (Alejandra López)

En el escritorio me rodeo de autoras y autores que quiero para que vengan en mi auxilio. No me traba la página en blanco, ya he comenzado, sino una sola palabra, la más buscada y, por tanto, la más esquiva. Abro una página al azar y tomo esa primera palabra que vi. Como en jardinería: injertar. A veces escribo cuentos solo para rodear esa palabra o una frase que se me quedó haciendo ecos.

Arremolinar es una palabra preciosa.

No soy topográfica, no voy gugleando. Trato de recordar todo lo que sí sé alrededor de una cosa, lo sumo a todo lo que ignoro, y lo aplico de manera asociativa.

También ayuda el cine, imagino a mis protagonistas con cámaras frontales, deben iluminar lo que ven, yo no sé, ellos saben, y me van dando caminos y pistas, ven por aquí. En esa mirada tan caprichosa, hay recorte, hay edición. En la vida no soy una buena escucha, hablo demasiado. Cuando escribo hago un silencio tremendo, me callo por fin y si puedo avanzar a ciegas es porque el silencio tiende puentes sobre el agua y se llaman elipsis.

Yo veo la escritura o mi escritura como acuática o anfibia. El Pacífico es mi paisaje original. Lima huele a mar. Lima es humedad que tiñe de hongos el techo de tu habitación. Aunque vivas dándole la espalda, la conciencia de una costa tan vasta como tu ciudad te da una idea de infinito, sobre todo en la infancia. Y yo he nadado ese mar, me han rescatado los salvavidas, sacaron a mi familia completa, y he rescatado también, he tragado esa agua, la he remado, la he buceado, he pegado el pecho al fondo de arena y he huido de una tortuga (la espalda fosilizada) que flotó mirándome fijo a los ojos.

El agua vuelve, una y otra vez, casi en todos los cuentos, en todas sus formas. La puntuación son las piedras de ese cauce, si muevo una piedra, todo cambia: el curso de la historia, el sentido, una manera de hablar, un punto de vista. Me vuelve loca jugar a mover las piedras, me da mucha curiosidad y mucho vértigo que el lenguaje trepide, que se vuelva arrebato.

A la vez, como trazadas por brazos imposibles, larguísimos, me siento lejos de lo que narro, estoy en terreno seguro, preservándome. La ola no me sobrepasa, no me ahoga, yo estoy viva, quiero seguir viva, soy adulta. Escribo.

En mi lugar de trabajo es muy importante tener algo de miedo, algo de sed, algo de temblor, algo de desorientación, estar un poco incómoda, nada de lo que escribiré me será fácil.

Antes la tenía en papel, ahora me sé de memoria esta frase de Ovidio y la repito: Sé valiente y fuerte, algún día este dolor te será útil.

Para escribir los cuentos de Geografía de la oscuridad, inventé cada padre y a cada uno un problema.

Toda geografía surge de una erosión paciente y vinculante; cada movimiento afecta al entorno, modifica el hábitat. Y la mirada que provenga de esa devastación y de ese renacimiento no puede ser inocente o ingenua.

Creo que la escritura no puede ser más simple que la vida, deben ir equiparadas.

A medida que iban surgiendo, las hijas y los hijos pedían hablar. Hacer sus propias preguntas y ensayar sus propias respuestas.

¿Cómo se armaron de palabras? Sigue siendo misterioso para mí. Esa zona me permanece velada.

Renombrar, atenazar un lenguaje propio, tal vez, lo que los hijos sin hijos expulsamos al mundo como herencia.

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