“La mesa de Trapiche y el amigo Giovanni”, un relato de Mateo Niro

En el Día del amigo, una historia de reencuentros por el lingüista y autor argentino

El Trapiche

3120 horas, lo que equivale a 130 días enteros, sin dormir, sin hacer otra cosa más que mirar al frente y hablar todo el tiempo sobre cualquier cosa. Durante largos jueves de la maldecida década del 90 nos juntábamos los amigos en el mismo restaurante porteño de Paraguay y Humboldt, siempre en la misma mesa redonda de al lado de la caja y con el mismo mozo, Jorge, Jorgito o George (según el parroquiano). Nadie supo a ciencia cierta cómo fue surgiendo la tradición, pero ahí estábamos en esa mesa unos cuantos varones. Había presencias constantes y de esos que venían algunos jueves y otros no. Yo era, más bien, de los socios permanentes. Me acuerdo que por aquellos días viajaba hasta ahí desde una escuela en la que daba clases y quedaba del otro lado de ahí. Me acuerdo también que recorría con cierta excitación el zigzaguente trazado de la avenida Juan B. Justo de punta a punta de la ciudad de Buenos Aires y llegaba a sentarme en el trono de lo que se transformaba por unas horas en el cielo de los ateos, en el palacio de la risa, de la anécdota reiterada como letanía, de la desesperanza de los mozos cuando veían que no nos íbamos por más que arrastráramos las sílabas. Una vez, porque había que hacer cosas creativas e inservibles en esas veladas para matar el rato, hicimos la cuenta de cuánto tiempo habíamos pasado ahí y dio esa cifra sideral de diez o doce tipos sentados en esas sillas. Juro que fuimos felices.

Las cosas después no fueron muy distintas a lo que pasó alrededor de esa mesa, cuando Argentina empezaba a estallar por el aire: algunos de los nuestros fueron perdiendo el trabajo, otros las ganas, otros la perseverancia. Entonces pasó (ya corría el fatídico 2001), en poco tiempo, que las sillas fueron quedando vacías: uno se mandó a mudar para Alicante, otro para Milán, otro a Santiago de Chile, otro a Porto Alegre, otro a Montreal. Fue como el sacudón que da el perro cuando se moja.

Pasaron los jueves, pasaron los presidentes (cosa del destino, fuimos también los que quedábamos quienes llegamos a Plaza de Mayo en esa noche de diciembre con rabia por todo, ahora pienso que también protestábamos por nuestros jueves perdidos), pasaron los años. La mesa primero fue manteniéndose como militancia, después como capricho, y así fue quedando cada vez más espaciada, hasta que se hizo el silencio. También la piedad tiene patas cortas. La tecnología, para qué lo vamos a negar, ayudó para seguir conversando cada tanto, aunque de manera más difícil entre todos, con la imposibilidad de ese minué de antaño de comentarios, opiniones y retruécanos, discusiones, abrazos y muchas risas. Pero eso era el purgatorio frente a lo que habrán vivido generaciones previas de expulsados, que se iban de sus amigos con la seguridad de que nunca jamás los volverían a ver. Sin ir más lejos, mi papá fue uno de ellos. Era un pequeño con uso de razón y con la hambruna de la guerra al que trajeron para la recóndita Argentina desde su Casacalenda natal, un diminuto pueblo del Sur de Italia en la región molisana, provincia de Campobaso. Él no quería venir, a él lo obligaron, repetía siempre como descargo. “Es muy duro el desarraigo” (me lo decía con la mezcla justa entre el resentimiento, la pena y la retórica pedagógica para el que siempre se quedó).

Pero volviendo a nosotros, mucho tiempo después (ocho o doce años de la diáspora), nos cruzamos como tantas veces con G., uno de los decanos de la mesa de los jueves, para almorzar. Solíamos encontrarnos ahora en algún restaurante del centro, en calles donde deambulábamos por responsabilidades distintas: G., como abogado con su estudio frente al Palacio de Tribunales; yo, qué decir, profesor, trabajador de la burocracia pública, escribidor con su hija Julia. Esa vez quedamos en el por entonces coqueto restaurante del Club del Progreso, un día martes, lo recuerdo bien por lo que voy a contar. Entre tema y tema de la deriva de cualquier almuerzo amistoso, G. me dijo que lo que más quería era que algún día nos reuniéramos como antes, pero pronto, en algún lugar.

-¿Trapiche? -le pregunté, en relación a nuestro tradicional restaurante de los jueves perdidos.

-No, es un lío que todos vengan para acá -hizo un silencio-. Juntémonos mejor en Sicilia, ¿qué te parece?, es la capital de nuestro nuevo mundo. Que sea el jueves que viene, porque a este no vamos a llegar con los trámites.

En estos casos, ante ciertos espasmos de la voluntad, uno se enfrenta al difícil trance de decidir si lo que escuchó se trata de algo en tono serio, y uno echarlo por tierra por la poca confianza, o viceversa, y hacerle fiesta y quedar como un ingenuo, de esos que en el barrio hacían creerle lo del hombre de la bolsa.

-Yo me comunico con todos. El jueves que viene, en Fiumiccino. Y de ahí vamos para abajo hasta Palermo.

G. tiene esas cosas y yo lo seguí.

Lo primero fue decirle a mi familia. Después el pasaporte, que hace unos años no salían por un tubo como ahora y yo no era una persona viajada. La tercera, el pasaje. La cuarta, ya ese otro miércoles por la tarde, esperar en la puerta de mi casa que me pasara a buscar G. Como Thelma y Louise, pero en taxi, salimos al aeropuerto. Tomamos un avión de la línea de bandera. En el grato vuelo no hablamos demasiado y algo leí. Después fue aterrizar en Italia, comenzar la espera de los primeros ahí en el hall internacional. Así fue que llegó O., desde Montreal, vía Casablanca. Después M., desde Alicante; también F., que vivía en Buenos Aires pero venía de no sé dónde. Trepamos el auto y comenzamos la travesía: primero, como corresponde, a pasear como locos por Roma; y ahí empezar a bajar hacia Nápoles, dormir en Salerno y, cuando al desayuno emprendíamos la carrera hacia el estrecho de Messina para cruzar en el Ferry, al sur del sur, hice un pedido especial mirando al mapa:

-A mí me gustaría pasar por Casacalenda, no nos desviamos mucho, ¿puede ser?

-¿Por dónde?

-Casacalenda, en Molise, ahí nació mi papá, no queda nadie pero quiero visitar.

Era una manera de tomar revancha, sembrar de recuerdo ahí donde no había quedado nada y, de alguna forma, también reconocerme como un hijo de ese lugar recóndito, el final de un eco cuando casi ni se escucha el rebote. Los amigos dijeron que sí con resignación y ahí fuimos. Hacía un calor duro y enfilamos con el auto para allá. La señora española del GPS estaría desorientada por el destino extraordinario que le escribimos y el auto andaba por las rutas meridionales.

El cartel de Casacalenda fue el primer impacto que me estalló adentro. Las palabras a veces condensan un cúmulo de significados que muy pocas cosas traen en tan poco espacio. Avanzamos por el camino interior, serían las tres de la tarde. Poca gente en las calles, poca cosa abierta, pocos espacios más que el propio para justificar los momentos de estar ahí ante mis amigos. Ahí, a la vueltita de la Comune (cerrada también), había un bar abierto. Era lindo. Los invité a todos a tomar un breve café. Lo tomamos y por primera vez hablé con el primer joven (llamaba la atención esa juventud en un paisaje tan envejecido) que nos atendía. Le dije qué era lo que nos traía hasta ahí a Italia en general y en particular a Casacalenda. Me pidió perdón pero no sabía de nadie con mi apellido ni con los nombres de pila de mi padre y mi abuelo. Nos cobró y volvió atrás de la barra. A la salida del bar, una señora enlutada mostró un gesto de pánico extremo cuando nos acercamos como si fuésemos aparecidos. Nos retiramos de ese vereda con la cautela de no volver a espantar.

Recuerdo que pedí a mis amigos la última vuelta por las calles y los pasillos para despedirme, de alguna manera, y mirar mucho las fachadas de las casas que, aunque no supiera cuál había sido, quizá posaría los ojos sobre el comienzo de esta historia. Así bajamos a la última escalera y encontramos la calle angosta donde teníamos estacionado el auto. Estábamos por ir hacia ahí cuando la vi parada, muy digna, una joven que a los gritos discutía hablando desde una casilla telefónica con un desconocido diciendo que che, que pibe, que acá, que boludo. En ese marco, ese acento criollo llamaba la atención y me obligó a acercarme. Quería saber quién era, quería saber qué hacía otra argentina en el pueblo de mi papá. Esperé a que colgara el teléfono con paciencia mientras jugueteaba con el pie y una piedrita del suelo seco. Ella hablaba mucho sin parar y sin mirarme a mí ni a nada, parecía poseída por la rabia con los ojos fijos en el aparato de teléfono cuadradote que tenía adelante. Yo no sabía qué hacer para matar el tiempo y que mis amigos no me mataran a mí. Fue cuando la chica de los gritos se agachó para arreglarse el zapato o algo así que los vi. Eran cuatro señores sentados sin hablarse entre sí, en un banco frente a una iglesia. Abandoné la piedra, me acerqué y le dije al primero que estaba buscando a alguien que conociera a Pascual Niro o a Domenico Niro. Me miró como miran las personas mayores, que parece que ven desde más adentro de los ojos, e hizo un breve silencio. Pensé que mi italiano chapucero no había sido comprendido y, cuando quise aclarar, él me preguntó de qué año era Domenico, mi papá. Me llamó la atención la pregunta.

-Del 39- le dije.

Hizo un nuevo silencio, abrió a boca y me dijo que él había sido amigo su amigo, que habían ido juntos hasta segundo grado, que la maestra era la esposa de un veterinario y que había sido él quien lo había acompañado hasta la estación de tren cuando Domenico se fue a Buenos Aires en el año 47.

Mis amigos que estaban por ahí se acercaron y yo estaba petrificado. El hombre tenía los ojos transparentes, entornados. Me dijo que se llamaba Giovanni y me dio la mano. Los otros tres no decían ni palabra. Se hizo un silencio que me espabiló de repente de ese impacto y miré a la cabina de teléfono y vi que no había nadie, que estaba ahí el tubo colgado en su lugar como si hiciera cien años que nadie lo tocaba siquiera.

-¿Qué hacemos ahora? -me preguntó O., uno de mis amigos.

-No sé.

-Grabalo -me dijo G.

-Giovanni, ¿le podría mandar un saludo a mi papá, a su amigo, a Domenico, que lo va a ver en Buenos Aires?

Miró a la cámara sin perder la compostura, casi sin cambiar el ceño, solo la boca que decía lo que tenía que decir de aquel instante de hacía más de 60 años. ¿Cómo es el recuerdo de la vida?

La historia después siguió su curso, como estaba previsto. Los amigos nos sentamos todos en una mesa de un restaurante pintoresco de Palermo. De una ventana se veía la bruma del mar Tirreno. Adentro nos reíamos de todo y hablábamos desmesuradamente. Nos hubiese gustado que el tiempo no pase.

Volvimos cada uno a su pago. Como quien dice, estuvo bien mientras duró, aunque como esas cosas, quedó lo suficientemente guardado para ir y venir por el recuerdo y las conversaciones a cada paso. Tambien en nuestras cámaras algunas fotos, y filmaciones de las ciudades y los reencuentros. Y esa otra, la de Giovanni, que le llevé sin anticiparle nada a mi papá. Nos sentamos los dos y lo puse grande en el televisor.

-Mirá bien, que hay un amigo que quiere mandarte un saludo.

Cuando terminó, apagué con el control remoto y lo noté aturdido.

-¿Qué me contás? -le pregunté.

Abrió la boca un par de veces antes de decir, por fin:

-¡Qué viejo que está Giovanni!

SEGUIR LEYENDO