“Ciudad Santa”: una colección de amigables monstruos de Buenos Aires

El periodista y escritor argentino, considerado uno de los grandes maestros del género negro, repasa las claves de esta obra que se reedita

“Ciudad Santa” (Tusquets), de Guillermo Orsi

¿Cuándo nace una historia? Para un fundador, una ciudad nace cuando elige un lugar y coloca la primera piedra. Para un novelista, una ciudad nace cuando lleva cinco siglos de fundada. O puede suceder, como le pasó a Borges, que se le haga cuento que se fundó Buenos Aires.

Y es que el tiempo es en toda ficción un juego de espejos, un caleidoscopio de sensaciones e imágenes donde la historia pierde la contundencia de los sucesos y las fechas. Así, Buenos Aires ya no es “la CABA” -como en un abuso del lenguaje catastral la llaman desde hace unos años. Tampoco la Reina del Plata a la que le cantó Gardel, junto a Tito Lusiardo, apoyados los dos en la borda del barco que los traían de regreso de París. Entre aquella Buenos Aires de celuloide en blanco y negro y discos de pasta, y la que décadas más tarde incorporó a Puerto Madero como escenario de crímenes y polémicos suicidios, se sube el novelista que, lanzado pocos años antes a la novela negra, entre medianoches y gallos maldormidos decide dedicarle su propia historia.

Porteño de nacimiento y residente contumaz, el novelista encuentra un pequeño espejo de la megalópolis sobre la costa del río inmóvil, el mar dulce que confundió al despistado Solís. Ese retazo de cristal azogado es una réplica a mínima escala, y construida con carta pesta, de Jerusalén. ¿Acaso el novelista se propone escribir sobre Jerusalén? No lo veo apto ni interesado en tamaño desafío. Quiere, sí, escribir una historia que tenga a Buenos Aires por protagonista. Nada original, por cierto, ni guiado por algún delirio fundacional. Tampoco habría nada excepcional en que lo fuera, en un país al que cada nuevo gobierno se propone refundar, reconstruir, para acabar renunciando a sus pretensiones y retirarse en derrota, dejándole a sus sucesores la consabida tierra arrasada. Pero no es el caso del novelista en cuestión: no lo inspiró Jerusalén ni la melancolía urbana de los poetas mayores del tango.

Ciudad Santa es, como todo lo que escribo, una puerta entreabierta por la que me asomé sin plan previo a un escenario al que había que poblar y dar letra. Al nacer aquí heredé el teatro, su estructura edilicia, su caprichosa geografía de cemento y plazas históricas, el ruido ensordecedor de sus mitos, sus madrugadas, la subrepticia huida del soñante y los regresos en puntas de pie y entre los escombros de cada última noche.

Nunca parto de un plan previo. Si lo hago, me lleva al fracaso. Un plan previo de escritura es un contrato con un editor en el que te comprometés a que tal personaje viva tal aventura y que no lo maten, porque si la novela tiene éxito, el personaje deberá seguir con vida, ya que la resurrección es copywright del cristianismo.

Guillermo Orsi

Esa libertad inicial tiene un riesgo: que la trama se vaya al carajo y no tengas cómo volver, o que se abra de tal manera que acabes escribiendo sobre el efecto de la ayahuasca en la inspiración literaria.

En nuestro género negro da buenos dividendos la invención de un personaje que se suba al bondi de una serie –detective, policía, periodista-, que se repetirá en varios libros, creando una “zona de confort” para lectores adictos. Célebres autores han seguido la receta y obtuvieron con ella los jugosos premios que reparten los grupos editoriales como parte de sus estrategias de marketing.

Como no la voy de impoluto, confieso haber intentado esta variante con un ex policía, aficionado al tango, al que le fue tan mal con las mujeres que sigue aferrado al recuerdo de la que peor lo trató. Tuve suerte con las dos primeras entregas de Gotán (Pablo Martelli, cuando viste las ropas de un Clark Kent policial). Gané un buen premio dinerario con Nadie ama a un policía y fui finalista del honorífico Hammett con Prisioneros del desierto. Como ambas novelas no pasaron desapercibidas, arranqué con una tercera. Pero llegando a las cien páginas perdí la netbook en un taxi que se fue lejos y para siempre. Por supuesto, no había hecho copia y en la nube sólo quedó mi devastado cerebro.

Tal vez vuelva con Gotán, después del éxito de ventas que espero conseguir en Argentina con esta reedición de Ciudad Santa. O tal vez no. Puede que Gotán se me haya vuelto en contra, se haya mal acostumbrado a salir con vida de sus peripecias y tema que lo liquide en la tercera. Que es la más temida atribución del autor sobre sus personajes exitosos: ametrallarlos en cualquier esquina, arruinarles el hígado con una borrachera que, tras su último fracaso amoroso, lo tumbe como un disparo en la nuca.

Ciudad Santa no tiene un comisario, tiene varios. Ninguno sobresale por sus virtudes cívicas, aunque uno de ellos intente que el tiro del final astille la ventana de su departamento y no su cerebro.

Si tuviera que definir esta novela, diría que es una colección de amigables monstruos, de fantasmas visibles sólo a la luz del día, de sombras en la noche de la violencia urbana.

Y por fin, como todas mis novelas negras, una historia de desolado amor.

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