Esta misma mañana, como todas las mañanas, Azucena Salpeter salió al patio. Se arrodilló frente a su huerta bajo el sol límpido de Tolosa y observó con paciencia de artista que todo estuviera bien. La albahaca, el orégano, los zapallos, la lechuga, el ajo porro, el ají, todo lucía colorido y vigoroso. También las frutillas que, cuenta, “dieron casi todo el año”. Se levantó, hizo unos pasos y contempló a las vedettes del jardín: “mis dos rosales preciosas”. Después fue hacia el quincho, que se encuentra en el fondo de la casa, ahí donde jugaban sus hijos cuando eran niños y bailaban de adolescentes, y ahora es su atelier. Se sentó en una banqueta y siguió trabajando en una pintura que hace días la tiene ensimismada. Ahí, en ese “desastre”, como ella llama a su tallercito, entre varios libros apilados de distintos colores y grosores, está su último poemario. A sus 79 años, Azucena Salpeter acaba de publicar Gringa formoseña, su quinto libro.
Cuando Javier Cófreces —director de Ediciones en Danza, sello que publicó el libro— leyó algunos poemas de Azucena, quiso publicarla. “Yo le dije que no, que no tenía ganas de andar haciendo un libro. Él me dijo: ‘Aunque sea dejáselo para tus nietos’. Cuando me dijo eso me tocó el sentimiento”. Finalmente la convenció. Pero Azucena tenía todo escrito en carpetas. “Javier, me va a llevar un trabajo enorme pasar todo”. Todos los días Azucena se sentaba en su computadora y tipeaba sus poemas. Los corregía, los cambiaba, los recortaba, los extendía: los reescribía. Lo que parecía ser un libro más bien breve terminó siendo una obra dividida por capítulos, por temas, por conceptos. En el prólogo, Cófreces dice que se trata de un “auténtico tesoro”, un “antídoto en tiempos de peste”, porque “sin altisonancias ni pompas la poeta trasluce su interioridad, sin pretensiones ni ambages, con una delicadeza lírica particular que conmueve y sacude”.
Los primeros recuerdos que tiene de la poesía son de Formosa. En la escuela le pedían que pasara al frente y recitara en voz alta. Escribir, dice, escribió toda la vida. “Lo más difícil de mi vida fue venirme a La Plata. Resulta que...”, y se zambulle en el mar de sus recuerdos, en los años finales de la década del cincuenta. Tenía quince años. Su hermana estudiaba Farmacia en Tucumán. Ella estaba en el secundario y pronto se anotaría en Medicina. Entonces su padre dijo: “Si se van las dos hijas a estudiar afuera nos vamos todos”. La idea era vender la casa que tenían en Formosa y comprarse, con ese dinero, una en La Plata. Su hermana podría terminar la carrera allí y Azucena empezaría en tiempo y forma. Pero no la podían vender, no aparecía comprador. “Estaba por empezar el ciclo lectivo y a mí se me ocurrió la brillante idea de venirme, que total me las iba a saber arreglar”, dice y se ríe como quien recuerda un viejo chiste.
Tenía un tío en Buenos Aires que, a su vez, tenía parientes en La Plata. Esa era la conexión. Unos amigos de su padre que viajaban a Buenos Aires la llevaron. Su tío la alcanzó hasta La Plata y ahí empezaría las clases. “Pero se equivocaron en Formosa y me hicieron un pase para un colegio que era el peor de La Plata. Yo quería inscribirme en el colegio de Bellas Artes, que depende de la universidad. No hubo forma. Terminé en ese colegio rasposo, pero ahí aprendí a sobrevivir. Estaban las chicas más bravas de La Plata. Yo era una campesina, una tonta total, pero había que defenderse. Como les soplaba cuando tenían que dar la lección, porque nunca sabían nada, me tenían respeto”, cuenta. “A esa edad tenía la idea de que iba a escribir. Iba a la Biblioteca de la Universidad y me sacaba cinco libros, que era lo que te prestaban por semana, y me los leía y los devolvía. Y así fui expandiéndome más porque es muy necesaria la lectura. Me fui orientando sola”.
Vivió un año en la casa de esos parientes, “que no eran muy simpáticos”, hasta que sus padres vendieron la casa de Formosa y se fueron a La Plata. “Y por fin nos reunimos con mi hermana, que se vino de Tucumán”. ¿Por qué Medicina? “Yo quería seguir artes plásticas, cinematografía, era hermoso el panorama para mí. Además había empezado a estudiar violín porque mi mamá era violinista, además de odontóloga. Estudié en Bellas Artes violín y el profesor quería que siguiera, pero empecé Medicina porque quería darle una alegría a mi papá. ¿Viste cómo son esas cosas? Él quería una hija médica. Esas cosas de los viejos. Y yo dije: si me gusta dibujar, escribir, pintar, lo puedo hacer igual... voy a darle el gusto. Y le di el gusto”. Así se convirtió en médica especializada en Ginecología y Obstetricia. Mientras tanto, la sensibilidad artística seguía ahí, adherida a su vida como una enredadera. Escribía todo el tiempo: en su casa, en la facultad, en las guardias.
Publicó su primer libro, El pescador de sombras (1979), mientras estudiaba. Trabajaba en un instituto biológico y pidió un adelanto del sueldo: lo editó ella misma. “Es muy sencillo y nostálgico de toda mi Formosa querida, de la infancia. Está muy lindo ilustrado por una artista que ya falleció, Graciela Pizarro, que nos hicimos muy amigas y ella entendió muy bien mi nostalgia porque ella era de una zona campestre alrededor de La Plata. Salió un libro humilde, chiquito, pero era mi orgullo. Pero cuando más logré escribir fue cuando conocí a Ana Emilia Lahitte, acá en La Plata. Ella tenía un taller que era muy conocido, traía poetas de Buenos Aires. Ahí se me despejó el campo. Yo ya estaba recibida, ya era médica, tenía mis hijos, tenía mucha actividad pero igual iba al taller de Ana Emilia. Ese fue el empujón más fuerte. Ella era una persona encantadora, siempre me estuvo estimulando, eso fue una gran ayuda”. Así salió Y el cielo sonrió (1989).
El trabajo que se apilaba de a toneladas la distanció del taller, más no de la escritura. Decidió que era hora de empezar otro, pero de narrativa. Se anotó en el que daba el escritor Gabriel Bañez. “Ahí aprendí muchísimo y me amplió el panorama porque después escribí una novela, La mitad del cielo, que sacó el segundo premio de Novela Mercosur en 1998. Después falleció Bañez, se suicidó, y no fui a ningún taller, seguí escribiendo por mi lado”. Para entonces ya se había separado hacía rato, fue al poco tiempo de que nació su segunda hija, hace ya más de cuarenta años. “Una vez y suficiente”, bromea sobre el matrimonio. Después de atender en el Sanatorio Argentino de La Plata y en su consultorio durante años, se dijo a sí misma: “¿Por qué sigo trabajando?” Tomó la decisión y se jubiló. La idea apareció como una revelación. En una semana, dice, ya estaba jubilada. Ahora, con la pandemia, una prima fue a vivir con ella. Eran unos días y se terminó quedando, “gracias a Dios, sino estaba sola”.
“Me cuido mucho, no quiero enfermar. Como todos, ¿no? Pero hago todo lo posible para que ese virus de miércoles no entre en mi casa”. La casa donde vive, en Tolosa, a unos pocos kilómetros del centro de La Plata, desde donde habla con el teléfono pegado a su mejilla, fue construyéndose de a poco. “Al principio era un rancho, una casa antigua, pero pude reconstruirla con mi trabajo. Es grande: tiene consultorio, sala de espera, jardín, todo lo que a mí me gustaba. Tardé como diez años. Y en un momento hice el quincho al fondo donde festejábamos los cumpleaños. ¿Viste que los chicos jovencitos hacen sus bailongos y esas cosas? Todo ahí. Después mis hijos se casaron y quedó vacío el quincho. Entonces hice mi atelier, que es un desastre”. Cuida mucho su hogar: “cambié las tejas y siempre pinté yo mi casita. Últimamente no pude porque tengo un problema en las piernas que me hace perder el equilibrio, así que no me dejan subir al techo”.
Cuando alguien de su familia o algún amigo cumple años, Azucena le regala un poema. Esa es su forma de llevar la poesía como una bandera que hondea hermosa en lugares tan cotidianos como un living con globos, sanguchitos y gaseosas. “Nunca me interesó tener libros ni curriculum ni editar, no tenía esa ambición”. En ella la poesía es una casa, dice, “una casa que te alberga”. Y en su casa, en su universo poético, el de Gringa formoseña, “la historia es íntima” y “el poema despliega sus criaturas amorosas recién destetadas”, hay un “jazmín irrepetible”, “un yaguareté anda suelto por colonia Guaycolé”, “el eco levanta murallas” pero también, de vez en cuando, “los imperios desaparecen”, se acostumbra a “beber nenúfares del Nilo” y un mecánico “maneja la llave cruz como quien canta gospel”. Es un universo cotidiano, que por momentos roza la trascendencia. Es, como dice Cófreces, “una delicadeza lírica particular que conmueve y sacude”.
“Ese mecánico vive a tres casas de acá. Se mete abajo de los autos y me resulta una esperanza verlo así, gordo, diabético, hecho pelota, pero siempre trabajando. Es alguien que repara algo, ese es el sentido. Es un personaje como pueden haber miles que conocí y me conmovieron. Él sabía que yo escribo. A veces charlamos desde la puerta. Él me decía que sí, que le gusta la poesía pero que no le da la vista”. También recuerda a la mujer del poema que da título al libro —ilustrado por una pintura suya que se titula igual—: “Había que levantarse muy temprano para verla pasar. Era alta, flaca, usaba un sombrero de paja y el canasto lleno de yuyos. Era una película de arte. Un personaje que me caló hondo. Lo escribí y lo mandé a Formosa. Una vez en una reunión en una biblioteca lo leyeron y después me mandaron un agradecimiento con una lapicera de regalo. Y por eso hice la pintura. Ese poema es el más antiguo, es de 1988; el resto son de 2018 y 2019″.
¿Cómo convivieron la médica y la poeta? Primero duda, piensa, luego recuerda —y lo dice— que la poesía le “ayudó muchísimo a soportar, porque es muy difícil la vida del médico que se dedica”. De pronto viaja al pasado: “Y más obstetricia: atender una embarazada, un parto, estás entre la vida y la muerte. Si se te muere un bebé, ¿qué hacés? Es terrible. Y escribía poesías sobre los días que estaba de guardia. Son poesías antiguas. Por ejemplo, de una mujer que se llamaba Florentina y que vino a tener un parto en la ciudad, el primero, todos los demás los había tenido en su rancho. Esas cosas. La poesía te ayuda en el sentido de que lo sublimás. Yo creo que la poesía es una conmoción que debe llegar al otro, sino no tiene sentido. Y a su vez te ayuda a vos mismo”. “Todo lo que me impactó en algún momento o me impacta lo meto en la poesía. Es como un homenaje que uno hace, ¿no?”, agrega.
En Gringa formoseña aparecen postales cinéfilas, también escritores como Manuel Puig y Olga Orozco, hay anécdotas, escenas, muchas escenas, algunas extrañas, otras cotidianas, y en todas se percibe un halo sensible, un filo poético. “La poesía son unos cuantos / que se bañan desnudos / en ríos de oro”, se lee, pero ahora prefiere esta definición: “La poesía es una casa que te alberga. Siempre te va a enriquecer, de alguna manera, aunque no lo publiques, aunque no te lo lean, pero el solo hecho de concentrarte y de sacar algo de adentro, que sea algo espiritual y traducirlo en palabras, ya eso es un crecimiento. A veces me pasa, a la noche, que escribo algunas palabras desarticuladas y al otro día las leo a la mañana y me digo: ‘¿qué miércoles quise escribir acá?’ Después lo guardo, no lo tiro. Y después alguna de esas cositas va a arrancar un poema. Por eso es inesperado, no se sabe por qué lado va a aparecer, pero aparece, siempre aparece, hay que tenerle paciencia”.
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