El día anterior, cuando una mujer había hecho exactamente lo mismo, los SS dispararon una ráfaga de ametralladora contra el grupo donde ella estaba. Por eso todas las detenidas que marchaban con zuecos o descalzas, desde el campo de Ravensbrück hacia la nada, forzadas a desalojar el lugar porque los nazis comenzaban a ocultar su barbarie ante la inminente derrota, se aterraron cuando la vieron salirse de la fila, arrojarse sobre un sembrado de colza y comerse unas flores.
Sin embargo, nada sucedió.
Nadie pareció haberla visto.
—¡Es ahora! —dijo Hélène a Jacky.
—Pero íbamos a esperar hasta que oscureciera.
—¿No ven? ¡No hay guardias!
—Es nuestra mejor oportunidad —dijo Zinka mientras le tomaba la mano a Zaza.
Otras mujeres comían flores con desesperación; en cambio, Hélène, Jacky, Zinka, Zaza, Nicole, Lon, Guigui, Josée y Mena saltaron ordenada y disimuladamente, una tras otra, a una zanja. Se quedaron allí, atrincheradas, inmóviles como los tantos cadáveres que habían visto mientras caminaban, hasta que la interminable fila de prisioneras se extinguió en el horizonte. Entonces las Nueve —como se llama el libro de Gwen Strauss, The Nine, que cuenta el increíble escape de estas mujeres de la marcha de exterminio tras el cierre del campo de Ravensbrück— salieron de la acequia y se acostaron sobre las flores, demasiado agotadas para siquiera llevárselas a la boca. Miraron al cielo y se rieron.
“¡Lo habían logrado! ¡Se habían escapado!”, escribió Strauss.
“Pero ahora se hallaban en el medio de Sajonia y enfrentaban a pobladores alemanes asustados y hostiles, SS furiosos en plena huida, el ejército ruso y los bombarderos de los aliados sobre sus cabezas”, recordó. “Los estadounidenses estaban cerca, en algún lugar, esperaban. Tenían que encontrar a los estadounidenses o morir en el intento”.
The Nine cuenta la historia de la tía abuela política de Strauss, Hélène Podliasky, y otras ocho mujeres de la resistencia francesa (Jacqueline Aubéry du Boulley, Renée Lebon Châtenay, Suzanne Maudet, Nicole Clarence, Madelon Verstijnen, Guillemette Daendels, Joséphine Bordanava e Yvonne Le Guillou) que, por la intensidad que la Segunda Guerra Mundial dio a su vínculo, se ayudaron entre sí a sobrevivir al campo y escapar de la marcha de la muerte en abril de 1945. Luego de casi 10 días de huida por las líneas del frente, lograron encontrar a un grupo de soldados estadounidenses.
Hélène tenía 24 años cuando fue arrestada; las demás, entre 22 y 29. Eran seis francesas, dos holandesas y una española; dos provenían de familias judías y no lo habían revelado en Ravensbrück, para evitar males mayores que las atrocidades que ya les tocaban como detenidas políticas. Sólo dos estaban casadas y una de ellas había dado a luz una niña, a la que llamó Francia, en una cárcel; la niña le fue quitada por la policía francesa a los 18 días y creyó, hasta que Strauss la encontró, a los 70 años, que su madre la había abandonado. Zinka, en realidad, llevó consigo una única posesión durante su huida: la foto minúscula de la cara de su bebé.
Estas mujeres de la resistencia francesa contrabandearon armas por toda Europa, alojaron figuras importantes que escapaban de los nazis, facilitaron las comunicaciones entre las regiones y escondieron a niños perseguidos por ser judíos. “Se sabe que muchas de las personas que trabajaron para la maquinaria nazi dijeron ‘Yo sólo cumplía órdenes’. Bueno, pero contra eso tenemos gente que hizo lo que tuvo que hacer para salvar a otro”, dijo Strauss a inews. Como ejemplo, en su libro recordó los gamelles de la solidarité, los cuencos de la solidaridad que organizaron en Ravensbrück:
Cuando comían su único plato, las mujeres se pasaban un cuenco y, aunque estaban famélicas, todas ponían una cucharada dentro de ese cuenco, que se daba a la persona que más lo necesitaba ese día. Para mí, eso es algo extraordinario: esa solidaridad fue verdaderamente una herramienta de supervivencia.
Dado que no había tiempo para entrenar a la gente que se sumaba a la resistencia, un destino común solía ser el que les tocó a las Nueve: detención por la policía francesa, tortura a manos de la Gestapo, prisiones en la Francia ocupada y finalmente deportación a algún campo en Alemania. Pero mientras que el heroísmo de los hombres fue celebrado, el de las mujeres no tanto: hubo rechazo social a quienes habían sido prisioneras de los nazis porque el machismo etiquetaba a una víctima de violación como “mercadería dañada”, y por eso se cancelaron bodas. Cuando Charles de Gaulle creó los Compagnons de la Libération para los resistentes, sólo seis de los 1.038 honrados fueron mujeres.
”Hélène me contó su historia un día, bastante casualmente, mientras almorzábamos”, destacó Strauss en diálogo con Zack Rogow. “Se acercaba al fin de su vida y estaba lista para hablar. Dado que yo era una familiar más o menos lejana, sintió que se podía abrir conmigo. Ni siquiera le había contado la historia a su propia hija. Esto es algo que encontré una y otra vez al conocer a las familias de estas mujeres: les contaban a sus nietos o a sus sobrinas o sobrinos, pero casi nunca les hablaron a sus propios hijos sobre la experiencia de los campos de concentración. Y la mayoría habló a una edad avanzada”.
En la familia se sabía que Tante Hélène, como la llamaban, había sido condecorada como Officier de la Légion d’Honneur, y que tenía la Medalla de la Resistencia y la Medalla de la Francia Libre. Pero si bien todos se sentían orgullosos, rara vez hablaban de lo que ella había hecho en la guerra. Escribió en The Nine:
Como sucedió en muchas familias luego de la guerra, la gente quería dejar atrás esos días oscuros. Se pensaba que olvidar el pasado era lo mejor para todos. No hablar de él. No mortificarse con las tinieblas. También se daban la culpa del sobreviviente y las lagunas de la memoria causadas por el trauma, por las maneras inefables en que alguna gente se había portado. Hélène quería ahorrarle a su familia los detalle sombríos.
Así el heroísmo de Hélène quedó dentro de un capullo de silencio, hasta que un día, entre un “pásame la sal” y un “¿te gustaría un postre?”, le contó que se había escapado de los nazis junto a otras ocho detenidas.
“Atónita, le pregunté si podría grabar una entrevista con ella para conocer la historia entera”, agregó Strauss, escritora de poesía, ensayo y libros para niños, actualmente directora de la Casa Dora Maar, un programa de residencia para artistas en Ménerbes, Francia. La tía accedió y, pocos días más tarde, se encontraron en su casa de Neuilly, cerca del Arco de Triunfo y del Bois de Boulogne.
Peinada, maquillada, con las uñas arregladas y con una falda y una chaqueta de Chanel, le ofreció té y le preguntó:
—¿Qué sentido tiene esto?
—Es importante —improvisó Strauss, de pronto avergonzada de su entusiasmo y su vida cómoda.
—Esta historia sólo puede contar el destino de un puñado de seres humanos entre muchos otros que se esforzaron por vivir con dignidad a pesar de la degradación posible, a pesar de los esfuerzos de los nazis que trabajaban para destruirlos —dijo Hélène, y a Strauss le pareció una frase que había pensado mucho y memorizado.
Entonces comenzó a recordar.
Primero le explicó que en general prefería no hablar del pasado a pesar de que —o precisamente porque— pensaba en la guerra todo el tiempo, todos los días. Con el paso de las horas le brindó parte del material para The Nine y una serie de pistas para lo que sería una larga investigación en varios países. Quedaron en volver a grabar otra vez, pero nunca más volvieron a hablar del ayer.
Dos años después de entrevistar a Hélène, Strauss encontró el libro de Zaza, Neuf filles jeunes qui ne voulaient pas mourir (Nueve muchachas que no querían morir). Si bien había sido escrito en los meses siguientes al escape de Ravensbrück, sólo fue publicado en 2004, 10 años después de la muerte de ella. Maudet misma lo había llevado a la revista Marie Claire en 1961, pero los editores lo rechazaron.
“Los detalles del libro de Zaza me condujeron al hallazgo de otro relato, escrito por Nicole Clarence para la revista Elle en 1964, en el vigésimo aniversario de su deportación”, describió Strauss sus primeros pasos. “A partir de este artículo descubrí unas pocas entrevistas que Nicole había dado en radio. Y justo antes de que Hélène muriera en 2012 dos cineastas holandesas, Ange Wieberdink y Jetske Spanjer, hicieron un documental llamado Ontsnapt (Fugadas) en el cual Hélène se reunió con Lon Verstijnen”.
Lon también había escrito un libro, supo Strauss: Mijn Oorlogskroniek (Mi crónica de guerra). Algunos años más tarde el hijo de Guigui, Marc Spijker, le prestó a Strauss la traducción al inglés que la propia Lon había hecho de su libro para que lo pudiera leer su amiga. Lon, la última sobreviviente, murió en 2017.
“Fue un trabajo de detective descubrir quiénes eran”, contó Strauss en su sitio: casi una década de búsqueda de datos. “Investigué en los archivos de cuatro países, entrevisté familiares y amigos de las nueve mujeres, viajé a Alemania varias veces, me encontré con grupos de sobrevivientes y leí testimonios de primera mano de luchadoras de la resistencia francesa para poder reconstruir la historia de estas mujeres increíbles”. Casi no creyó cuando logró encontrar a la hija de Zinka:
—Te he buscado durante tanto tiempo —le dijo, llorando.
—Imagínate cómo me siento yo —le respondió France— al descubrir todo esto sobre mi madre luego de 70 años.
Así se fueron tejiendo los capítulos de The Nine, que cuentan el detalle de los días de la huida con una mezcla infrecuente de “exactitud histórica y profunda empatía”, según calificó a la obra Agnès Triebel, secretaria general del Comité Internacional Buchenwald-Dora. El libro, que acaba de salir en los Estados Unidos, se publicará pronto en el Reino Unido, Canadá, Holanda, Italia, Finlandia, Brasil, República Checa, Japón, Polonia, Lituania y Hungría, a la vez que la dramaturga Ella Hickson trabaja en el guión para una serie televisiva.
El trabajo le facilitó a Strauss un gran caudal de información sobre las mujeres en la resistencia, como Milena Jesenská (ex novia de Franz Kafka), Marie Madeleine Fourcade, Danielle Cassanova, Geneviève de Gaulle-Anthonioz (sobrina del general), Germaine Tillion y Odette Rosenstock. “Podría haber escrito sólo sobre todas estas heroínas de algún modo olvidadas”. Al escribir sobre las Nueve, lo hizo también.
Su tía, por ejemplo, se sumó a la resistencia en 1943, a los 23 años, cuando estudiaba física y matemática en la Sorbona, algo que les dijo a sus padres que seguía haciendo, para protegerlos. Trabajó para el equipo de operaciones aéreas (BOA) como contacto entre las Forces françaises de l’Intérieur (FFI, el nombre que De Gaulle daba a la resistencia) e Inglaterra. Su área de operaciones fue Normandía, Bretaña y Anjou: “En los meses frenéticos alrededor del Día D, la región de Hélène era un hervidero de actividad tanto de la resistencia como de la Gestapo”.
Le tocaba, por ejemplo, encontrar sitios adecuados para recibir armas y municiones en descargas en paracaídas; armar equipos para recoger y distribuir esos materiales de inmediato; decodificar los mensajes que se enviaban en la transmisión “Les Français Parlent aux Français” (Los franceses les hablan a los franceses) en la BBC. En una ocasión alojó a uno de los líderes de la resistencia, a Valentin Abeille, quien tiempo después fue capturado por la Gestapo y asesinado mientras intentaba escapar.
Por fin ella misma fue detenida cuando se disponía a entregarle un mensaje al general Marcel Allard. Fue torturada de numerosas maneras, de las cuales le resultó particularmente aterradora la inmersión de la cabeza en el agua hasta la asfixia, le supplice de la baignoire. Luego de pasar por varias prisiones, la mandaron como mano de obra esclava a la fábrica de armas HASAG Leipzig. Allí se encontró con las ocho restantes de las Nueve, y comenzó a forjarse la amistad que les salvaría las vidas.
“Ravensbrück, abierto de 1939 a 1945, fue el único campo de concentración alemán construido exclusivamente para mujeres”, describió Strauss. “La mayoría de las prisioneras, como las Nueve, pasaron por Ravensbrück camino a uno de los cientos de campos de trabajo esclavo o de exterminio. Pero muchas fueron asesinadas allí. Los nazis quemaron la mayoría de los registros de Ravensbrück en las semanas finales de la guerra. Pero gracias a los historiadores y a ex prisioneras como Germaine Tillion, una etnóloga formada que pudo tomar notas detalladas en los meses finales, se ha reunido mucha evidencia sobre el campo”.
Pasaron por allí aproximadamente 123.000 mujeres y niños, además de 20.000 hombres que se ubicaron en uno de los 40 campos satelitales al central. Entre ellos había un campo de trabajo de Siemens y el de Jóvenes de Ückermark, que era el de exterminio. Según las fuentes, la cantidad de muertes en Ravensbrück oscila en 40.000 personas o podría llegar a 90.000. Esa cifra no cuenta lo que sucedió en los últimos meses, ni las mujeres gaseadas en camiones, ni los niños que al comienzo se ahogaban en un balde tras nacer.
Esa política se cambió cuando, mayormente debido a las violaciones que sufrían las detenidas, hubo numerosos embarazos: según los registros que quedaron, unos 600 bebés nacieron entre septiembre de 1944 y abril de 1945. Sin embargo, en el momento de la liberación la Fundación para la Memoria de los Deportados contabilizó apenas 31 niños sobrevivientes.
Cuando las Nueve llegaron a Ravensbrück, el campo construido para 3.000 prisioneras tenía 30.849, lo cual sólo hacía más enorme el sufrimiento. Al entrar juntas, Hélène y Zaza entregaron sus últimas pertenencias personales: una pulsera, un reloj y setenta centavos, la una; el anillo de matrimonio y cinco francos la otra. Desnudas en la ducha, mientras miraban los agujeros en el techo, Zaza le preguntó a su amiga: “¿Qué saldrá? ¿Agua o gas?”. Tiempo más tarde, cuando Hélène intentó contactarse con la sobrina de De Gaulle, la interceptaron dos SS que le arrancaron una muela como entretenimiento.
El 14 de abril de 1945 a las 2 de la mañana, apenas semanas antes de la derrota del Tercer Reich, los guardias sacaron a las Nueve y casi 5.000 otras detenidas más de sus barracas y le ordenaron marchar hacia el Este. “Éramos como hormigas sorprendidas por la destrucción del hormiguero”, dijo una de las mujeres. Lo que seguía era la muerte por hambre, por extenuación, por enfermedad o por decisión de un SS. No había destino final, sólo la voluntad de los nazis de eliminar todas las pruebas posibles de las masacres de millones.
Hélène sufría un dolor constante en una pierna y en la cadera; Jacky había contraído difteria; a todas les sangraban los pies ampollados. Pero a ninguna se le ocurrió separarse en grupos más pequeños: juntas habían sobrevivido y juntas se escaparían. Tenían un plan.
Y de pronto, una circunstancia fortuita les permitió adelantarlo: un momento sin vigilancia.
Ronald Rosbottom, autor de When Paris Went Dark: The City of Light Under German Occupation, 1940-1944 (Cuando París se apagó: la ciudad luz bajo la ocupación alemana, 1940-1944) consideró en WSJ que la juventud de estas prisioneras fue clave para que sobrevivieran “el maltrato devastador que sus cuerpos sufrirían antes y durante su escape”, al atravesar a pie un país en trance de perder la guerra.
“Una vez libres del campo, las mayores amenazas de su odisea fueron el hambre y los hombres”, resumió. “Nunca sabían, al golpear la puerta de un granjero, si las ahuyentarían o les darían una comida. El temor constante de ser violadas, golpeadas o asesinadas las debilitaba tanto como el sufrimiento físico”.
Sólo una vez un campesino y su hija les ofrecieron “hospitalidad genuina”; el clima era tan frío para abril que no pudieron deshacerse de los sacos que las identificaban con una X blanca pintada en la espalda; lo único que arrastraban a su paso —terriblemente lento, comprobó Strauss al recorrer el camino: estaban en tan mal estado que sólo podían avanzar unos cinco kilómetros por día— era una olla, un trípode y un saco de patatas. Hélène logró engañar a unos policías alemanes para obtener un mapa del lugar —les dijo que eran trabajadoras extranjeras y necesitaban entender qué sitios evitar para no toparse con los combates— y con ese impreso oficial como pase avanzaron hasta dar con las líneas de los estadounidenses.
“Las Nueve debieron contar cada una con la otra para sobrevivir, y ese vínculo fue algo que les resultaría difícil de reproducir luego en la vida normal”, escribió Strauss. “La intensidad de su amistad fue una parte esencial de la experiencia”. Sobre ese punto, la reseña de The Guardian destacó: “Buscaron a las familias y los seres queridos que habían dejado atrás, sufrieron pesadillas y las relaciones se les hicieron difíciles. Seis de las nueve se casaron con otros sobrevivientes. El grupo se separó y en su mayoría no se mantuvieron en contacto”.
Con The Nine, Strauss volvió a reunirlas de algún modo. Y encontró que, si bien todas las protagonistas han muerto, el encuentro tiene sentido: “Las guerras realmente no terminan nunca”, pensó en un viaje que hizo para hablar con la familia de Zaza, que coincidió con el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial, por el cual la ciudad estaba embanderada. “Reverberan a lo largo de generaciones”.
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