Anticipo de “Mínimos peces”, el libro autobiográfico de la hija de Steve Jobs

Infobae Cultura publica dos capítulos de las memorias de Lisa Brennan-Jobs, primogénita del magnate informático y cofundador de Apple

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Tres meses antes de que mi padre muriera, empecé a robar cosas de su casa. Deambulaba por allí descalza y me guardaba cosas en los bolsillos. Me llevé polvo de rubor, pasta de dientes, dos cuencos descascarados de celadón azul, un frasco de esmalte de uñas, un par de zapatillas de ballet gastadas y cuatro fundas de almohadas blancas, desteñidas, del color de una vieja dentadura.

Después de robar, me sentía satisfecha. Me prometía que iba a ser última vez. Pero enseguida, como el efecto de la sed, volvía el impulso de llevarme algo más.

Entré en puntas de pie a su habitación, con cuidado de no pisar las maderas de la entrada, que crujían. Aquella habitación había sido su estudio cuando todavía podía subir las escaleras, pero ahora dormía allí. Estaba repleta de libros, correspondencia y frascos de medicamentos; manzanas de cristal, manzanas de madera; premios y revistas y pilas de papeles. Había unos grabados de Hasui, enmarcados, del crepúsculo y la puesta del sol en los templos. Una mancha de luz rosada se extendía sobre la pared a su lado.

Estaba recostado en la cama, en pantalones cortos. Tenía las piernas descubiertas y delgadas como brazos, extendidas como las de un saltamontes.

—Hola, Lis —dijo.

Segyu Rinpoche estaba a su lado. Había estado aquí hace poco, cuando vine de visita. Rinpoche, un hombre bajo, oriundo de Brasil, de ojos castaños brillantes, era un monje budista de voz áspera, que usaba túnicas pardas sobre un vientre redondo. Lo llamábamos por su título. Hoy en día los hombres santos también nacen en Occidente, en lugares como Brasil. A mí no me parecía un santo: no parecía distante ni inescrutable. Junto a nosotros, una oscura bolsa de nutrientes zumbaba al ritmo de un motor y una bomba, mientras la sonda desaparecía en algún lugar debajo de las sábanas.

—Es una buena idea masajear los pies —dijo Rinpoche, colocando las manos sobre uno de los pies de mi padre—. Así.

No entendí si tenía que masajear los pies de mi padre, los míos, o los de ambos.

—De acuerdo —dije, y tomé el otro pie, envuelto en un calcetín grueso. Era raro ver el rostro de mi padre, porque cuando hacía una mueca de dolor o de disgusto, su expresión se parecía a cuando esbozaba una sonrisa.

—Se siente bien —dijo él, cerrando los ojos.

Miré la cómoda y luego los estantes al otro lado de la habitación, en busca de algo que quisiera llevarme, aunque sabía que no me iba a atrever a robar algo estando él allí.

Mientras mi padre dormía, yo deambulaba por la casa, buscando no sé bien qué. Había una enfermera sentada en el sofá de la sala de estar, con las manos apoyadas sobre el regazo, a la espera de que mi padre la llamara. La casa estaba tranquila, los sonidos apagados, las paredes de ladrillo pintadas de blanco tenían pequeños agujeros, como almohadones. El piso de terracota estaba fresco bajo los pies, salvo en los lugares donde el sol lo había calentado a la temperatura de la piel.

En el mueble del cuarto de baño, cerca de la cocina, donde solía haber un ejemplar deshojado del Bhagavad Gita, encontré un vaporizador de loción facial bastante caro. Con la puerta cerrada y la luz apagada, sentada en la tapa del inodoro, rocié el aire y cerré los ojos.

El agua cayó sobre mí, fresca e inmaculada, como si estuviera en un bosque o en una vieja iglesia de piedra.

También había un pequeño tubo plateado de brillo de labios con un extremo en forma de pincel y el otro con un mecanismo que enviaba líquido hacia el centro del aplicador. No tenía más remedio que llevármelo. Me guardé el brillo en el bolsillo antes de volver al departamento de una habitación en Greenwich Village que compartía con mi novio; si alguna vez estuve segura de algo, fue de que ese brillo iba a llenar mi vida. Mientras evitaba cruzarme en la casa con la empleada doméstica, con mi hermano, mis hermanas y mi madrastra, de modo que no me descubrieran robando o me mortificaran al no reparar en mi presencia o no devolverme el saludo, y me rociaba con loción en la oscuridad del baño para atenuar la sensación de estar desapareciendo —porque dentro de la nube de rocío sentía que volvía a adquirir relieve—, los esfuerzos por ver a mi padre enfermo en su habitación empezaron a parecerme una carga, una molestia. Durante el último año lo visité un fin de semana cada dos meses, o algo así.

Había renunciado a la posibilidad de una reconciliación a lo grande, como en las películas, pero de todos modos seguía yendo a verlo.

Entre una visita y otra veía a mi padre por toda Nueva York. Lo veía sentado en un cine: la curva exacta de su cuello, su mandíbula y sus pómulos. Lo veía mientras corría junto al Río Hudson; en invierno, sentado en un banco, mirando los botes amarrados; también lo veía en el subterráneo, durante los viajes al trabajo, perdiéndose en el andén a través de la multitud. Hombres delgados, de piel cetrina, de dedos finos y muñecas delicadas, de barba incipiente que, vistos desde cierto ángulo, se parecían a él. Cada vez que me acercaba a alguien para comprobar si era mi padre, el corazón me daba un vuelco; sabía que no podía ser él, porque estaba enfermo en una cama, en California.

Antes de esto, durante los años en los que apenas hablábamos, había visto fotografías suyas por todas partes. El hecho de ver sus fotografías me provocaba un raro entusiasmo. Una sensación similar a la de ver mi propio reflejo en un espejo al otro lado de la habitación y confundirme con otra persona, para luego comprender que era mi rostro: allí estaba él, mirándome desde las revistas, desde los periódicos y las pantallas de cualquier ciudad en la que estuviera. Ese es mi padre y nadie lo sabe, pero es verdad.

Antes de despedirme fui una vez más al baño a rociarme con loción. Era una loción orgánica, de modo que después de unos minutos ya no olía vivamente a rosas, sino a pantano fétido y apestoso, cosa que no advertí en ese momento.

Cuando entré en la habitación él estaba poniéndose de pie. Lo vi aferrarse las piernas con un brazo, girar noventa grados empujándose contra la cabecera con el otro brazo, y luego usar ambos para levantar las piernas sobre el borde de la cama hacia el piso. Cuando nos abrazamos sentí sus vértebras, sus costillas. Olía a humedad, a sudor de las medicinas.

—Volveré pronto —le dije.

Nos separamos y empecé a alejarme.

—¿Lis?

—¿Sí?

—Hueles a inodoro.

Steve Jobs junto a su
Steve Jobs junto a su hija mayor, Lisa

Hippies

Cuando tenía siete años mi madre y yo nos habíamos mudado ya trece veces.

Alquilábamos de manera informal; un día nos quedábamos en la habitación amoblada de un amigo y otro día en uno de esos lugares temporarios. El último sitio dejó de ser apropiado cuando alguien, sin previo aviso, decidió vender la heladera. Al día siguiente mi madre llamó a mi padre, le pidió más dinero y él accedió a aumentar el monto de la cuota alimentaria a doscientos dólares mensuales. Volvimos a mudarnos, esta vez a un departamento en la planta baja de un pequeño edificio en la parte trasera de una casa en la Avenida Channing, en Palo Alto, el primer lugar que mi madre alquiló a su nombre. El departamento era sólo para nosotras.

La casa frente a nuestro departamento era de estilo artesanal, de color marrón oscuro, con una hiedra cubierta de polvo donde alguna vez pudo haber crecido la hierba, y dos arbustos bajos, inclinados, que casi tocaban el suelo. Las telarañas se extendían entre los árboles y la hiedra, recolectando polen que resplandecía de blanco brillante bajo el sol. Desde la calle no se veía el complejo de departamentos que había detrás de la casa.

Antes habíamos vivido en pueblos cercanos —Menlo Park, Los Altos, Portola Valley—, pero Palo Alto llegaría a ser nuestro hogar. Aquí la tierra era negra, húmeda y fragante; debajo de las rocas había pequeños insectos rojos, gusanos rosados y cenicientos, ciempiés delgados, y bichos bolita de color pizarra que se contraían en sus esferas acorazadas cuando los molestaba. El aire olía a eucalipto y a tierra templada por el sol, a humedad, a hierba recién cortada. Las vías férreas dividían la ciudad; junto a ellas se encontraba la Universidad de Stanford, con su gran óvalo de hierba y su capilla rematada en oro al final de un camino bordeado de palmeras.

El día que nos mudamos, mi madre estacionó frente a la casa y llevamos nuestras cosas: utensilios de cocina, un futón, un escritorio, una mecedora, lámparas y libros.

—Por cosas así los nómades nunca terminan nada —dijo, arrastrando una caja a través de la puerta, con el pelo revuelto y las manos salpicadas de fijador blanco—: no se quedan en el mismo lugar el tiempo suficiente como para construir algo que dure.

La sala de estar tenía una puerta de vidrio corrediza que daba a un pequeño porche. Más allá del porche había una parcela de hierba seca y cardos, un arbusto bajo y una higuera —ambos largos y delgados— y una fila de bambú, del que mi madre dijo que era difícil deshacerse una vez que echaba raíces.

Cuando terminamos de descargar, ella permaneció de pie allí, con las manos en la cintura, e inspeccionamos la habitación: incluso con todas nuestras cosas, la casa seguía pareciendo vacía.

Al día siguiente, llamó a mi padre a su oficina para pedirle ayuda.

—Elaine vendrá con la camioneta... Iremos a lo de tu padre a buscar un sofá —me dijo unos días más tarde. Mi padre vivía cerca de Saratoga, en Monte Sereno, un suburbio a media hora de distancia. Yo nunca había ido a su casa u oído hablar del lugar donde vivía... sólo lo había visto a él un par de veces.

Me dijo que él le había ofrecido un sofá que no usaba. Pero, agregó mi madre, si no íbamos pronto a buscarlo él acabaría deshaciéndose del sofá o retiraría la oferta. ¿Y quién sabía cuándo volveríamos a tener a nuestra disposición la camioneta de Elaine?

Yo iba a la misma clase de primer grado que los mellizos de Elaine, un niño y una niña. Elaine era mayor que mi madre, tenía el cabello negro ondulado y algunos mechones sueltos que, bajo cierta luz, creaban un halo alrededor de su cabeza. Mi madre era joven, sensible y luminosa, y no tenía ni el marido, ni la casa ni la familia de Elaine. Pero me tenía a mí, y yo tenía dos tareas: en primer lugar, protegerla, de manera que ella pudiera protegerme a mí; en segundo lugar, forjarla y endurecerla para que pudiera enfrentarse al mundo, exactamente del mismo modo que lijamos una superficie para que pueda adherirse la pintura.

—¿Izquierda o derecha? —preguntaba una y otra vez Elaine. Estaba apurada, tenía una cita con el doctor. Mi madre, que es disléxica, insistía en que esa no era la razón por la que evitaba los mapas.

Decía que llevaba los mapas adentro de ella; podía encontrar el camino de vuelta a cualquier lugar donde hubiera estado, aun cuando tuviera que dar algunas vueltas para orientarse. Pero a menudo nos perdíamos.

—A la izquierda —dijo—. No, a la derecha. Espera. De acuerdo, a la izquierda.

Elaine estaba un poco molesta, pero mi madre no se disculpó. Actuaba como si fuéramos iguales a las personas que nos salvan.

El sol me doraba las piernas. El aire estaba húmedo y pesado y me hacía picar la nariz con el fuerte aroma del laurel y de la tierra. Las colinas de los pueblos vecinos de Palo Alto se habían formado a través de desplazamientos subterráneos, a través de la fricción de las placas.

—Debemos estar cerca de la falla —dijo mi madre—. Si ahora mismo hubiera un terremoto, nos tragaría.

Encontramos el camino y luego la entrada arbolada, con hierba en el extremo, de la casa de mi padre. Un círculo de césped radiante con pequeños brotes que debían sentirse suaves bajo los pies. Era una casa de dos pisos, con techo a dos aguas y tejas oscuras sobre estuco blanco. Las grandes ventanas hacían centellear la luz. Era el tipo de casa que yo solía dibujar en mis cuadernos. Tocamos timbre y esperamos, pero no atendió nadie. Mi madre intentó abrir la puerta.

—Cerrada —dijo—. Maldición. Apuesto que no va a aparecer.

Dio algunas vueltas alrededor de la casa, revisando las ventanas, tratando de abrir la puerta trasera.

—¡Cerrada! —exclamó de nuevo. Yo no estaba segura de que esa fuera realmente la casa de mi padre.

Volvió a la entrada y miró hacia las ventanas, demasiado altas.

—Voy a intentar por allí —dijo. Se paró sobre un aspersor y luego sobre un tubo de desagüe, se aferró al borde del alféizar y se pegó contra la pared. Encontró donde poner las manos y los pies, miró hacia arriba y trepó.

Elaine y yo la observábamos. Me aterrorizaba la idea de que se cayera.

Se suponía que mi padre debería abrir la puerta e invitarnos a pasar.

Tal vez nos mostraría otros muebles que le sobraban y nos invitaría a volver a visitarlo.

Pero, en cambio, mi madre trepaba la casa: como una ladrona.

—Vámonos —grité—. No deberíamos estar acá.

—Espero que no haya alarma —dijo ella.

Llegó a la cornisa. Contuve la respiración, esperando que empezara a sonar una sirena, pero todo siguió tan tranquilo como antes. Quitó el pestillo de la ventana, que se abrió con un chillido, y desapareció, una pierna primero, después la otra, para salir unos segundos después por la puerta de entrada, directo a la luz del día.

—¡Estamos adentro! —exclamó. Miré a través de la puerta: la luz se reflejaba sobre los pisos de madera, en los techos altos. Espacios frescos y vacíos. Ese día, y desde entonces, asocié a mi padre con fuentes de luz proyectada a través de los ventanales, con la sombra en la profundidad de las habitaciones, y con el aroma húmedo y dulzón del moho y el incienso.

Mi madre y Elaine sujetaron el sofá, lo hicieron pasar por la puerta y lo llevaron escaleras abajo.

—No pesa mucho —dijo mi madre. Me pidió que me hiciera a un lado. Una gruesa estructura de rafia tejida sostenía el tapizado de lino. Los almohadones eran de color crema, brillantes, salpicados de flores rojas, anaranjadas y azules: durante años jugué con los bordes de los pétalos, tratando de hundir las uñas en los extremos pintados.

Elaine y ella se movieron rápido y muy seriamente, como si estuvieran enojadas; a mi madre se le soltó un rizo del cabello de la cinta que lo sujetaba. Luego de meter el sofá en la parte trasera de la camioneta, volvieron a entrar a la casa y salieron con un sillón y una otomana que hacían juego.

—Bien, vámonos —dijo mi madre.

La parte trasera de la camioneta estaba llena, así que me senté adelante, en su regazo. Estaban frenéticas. Tenían los muebles y Elaine no llegaría tarde a su cita con el doctor. Eso explicaba mi estado de alerta y preocupación: llegar a este momento y ver a mi madre alegre y contenta.

Elaine salió del camino de entrada y tomó una carretera de dos manos. Un momento después, dos autos de policía pasaron a toda velocidad junto a nosotras, en dirección contraria.

—¡Tal vez nos buscan a nosotras! —dijo Elaine.

—¡Podríamos haber terminado en la cárcel! —respondió mi madre, entre risas.

Yo no lograba entender su actitud desenfadada. Si íbamos a la cárcel, iban a separarnos. Hasta donde sabía, los niños y los adultos no compartían las mismas celdas.

Al día siguiente llamó mi padre.

—Oye, ¿tú entraste a la casa y te llevaste el sofá? —preguntó. Se reía. Dijo que tenía una de esas alarmas silenciosas. Había sonado en la estación de policía local y cuatro patrullas se precipitaron a la casa, justo después de que nos marchamos.

—Sí, fuimos nosotras —dijo ella, alardeando.

Durante años me persiguió la idea de la alarma silenciosa y lo cerca que estuvimos del peligro sin saberlo.

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