Durante medio siglo, uno de los aspectos más representativos de Frida Kahlo se mantuvo oculto de todas las miradas. El guardarropa completo de la artista plástica más célebre de la historia latinoamericana permaneció escondido en la famosa Casa Azul de Coyoacán por decisión de su marido, el muralista Diego Rivera, a quien se le ocurrió que todo debía quedar sepultado en un baño junto a sus fotos, documentos, medicamentos y aparatos ortopédicos hasta que se cumplieran 50 años de su muerte, acaecida el 13 de julio de 1954. El ostracismo no logró disimular sin embargo el hecho de que la pintora mexicana entendía a su vestimenta como un auténtico manifiesto político y cultural que merece ser redescubierto.
“No estoy enferma, estoy rota”, decía Frida. Muchos sostienen que su vestir era una manera de ocultar esa rotura, su cuerpo lacerado por la polio y por el accidente que la dejó malherida. Otros afirman que su vestimenta sólo buscaba seducir al muralista Rivera, su esposo, ya que antes de conocerlo solía lucir prendas masculinas como las que retratará su padre en una fotografía de 1926 que la desnuda vanguardista, audaz y provocadora. Sin embargo la teatralidad de sus ropajes es eso y más: conforma un grito de fuerza vital.
Fue muy poco después de tomarse aquella foto andrógina cuando una Frida de 22 años inició su relación con el ya célebre Rivera, uno de los tres grandes muralistas mexicanos. Eran tiempos dorados en la cultura mexicana, con José Vasconcelos como Ministro de Educación y mecenas del muralismo. Un grupo de machotes gestaba la idea de un México con identidad anclada en el sincretismo entre las tradiciones precolombinas y la vanguardia europea. Era el contexto para que Frida inaugurara con su ropa un nuevo estilo de mujer libre, que veneraba las raíces vistiendo con una gracia sin precedentes trajes típicos regionales de los atuendos prehispánicos.
La prenda más representativa de ese guardarropa inédito es el huipil, una suerte de túnica sin mangas propia que caracteriza a las mujeres tehuanas -originarias de una zona de Oaxaca- desde tiempos precolombinos. Se confecciona en base a un par de rectángulos o cuadrados solapados, un diseño sencillo que contrastaba fuerte con la moldería europea. A este patrón básico se lo decora con trenzas, cintas, bordados y encajes. Si bien su largo depende de la ocasión para la cual se lo porta, Frida solía combinar huipiles cortos con grandes faldas sin darle importancia al significado.
Muchas veces introducía el huipil dentro de la falda y el resultado era un atuendo funcional para los momentos en los que estaba postrada en la cama o en la silla de ruedas. Uno de los más emblemáticos se puede ver en su autorretrato Recuerdo (el corazón), donde la artista pintó su corazón destrozado por la infidelidad de Diego Rivera con su hermana, Cristina Kahlo. Allí se la ve hierática, en el medio del lienzo, con el pelo cortísimo, exhibiendo un vestido blanco con una chaqueta por encima y cierto estilo europeo. Colgado a su derecha hay un traje de falda y un huipil en colores granate y oro, uno de los muchos que poseía.
En ciertas ocasiones Frida reemplazaba el huipil por unas blusas típicas de México surgidas de una combinación entre la blusa española y la túnica precolombina: de la primera toma unas pequeñas mangas cosidas bajo la sisa y de la otra conserva los adornos y parte de la forma. Muchas comunidades indígenas la adoptaron (y adaptaron) fabricándola con telas satinadas en colores brillantes, organdí, popelina o percal. La blusa con escote cuadrado, como el que se puede apreciar en el autorretrato Yo y mis pericos (1941), es típica de la zona de Puebla.
Un denominador común en las prendas de Frida es que prácticamente todas están bordadas con el estilo mexicano, resultado de una antigua tradición ancestral que usaba un asombroso conocimiento del color para gestar piezas únicas en el mundo. En uno de sus retratos más famosos, realizado por su amigo Nickolas Muray, la artista demostró que podía combinar siglos de esta identidad en un solo atuendo.
La imagen, tomada en 1939 en el estudio que el fotógrafo tenía en Nueva York, se convirtió en la estampa icónica: Frida está sentada sobre un banco blanco de hierro delante de un fondo verde decorado con motivos botánicos; luce un traje náhuatl con una amplia falda negra y un huipil bordado con punto cruz y un patrón geométrico en una gruesa fila ordenada. Se nota a simple vista que está realizado a máquina: sus prendas solían ser de fabricación comercial, tenía muy pocas artesanales. Bajo la línea del bordado, se llega a ver una pequeña fracción de tela blanca con la que terminaban casi todas las faldas de Frida. Es un listón de lienzo fino que se llama “holán” (u olán) y que suele consistir en una tira de encaje o tejida, fruncida o plegada, que va cosida formando ondas que caen sueltas.
Las puntadas, presentes en casi todos los ítems del guardarropas de la artista, son satinadas, planas o con relieve. Incluso, a pesar de haberse opacado con el paso del tiempo, en algunas se aprecian hilos metálicos. A menudo, como en el huipil amarillo de la foto de Murray, aparecen las flores y los follajes, animales, pájaros o insectos, entre sutiles cambios de color. Los bordados y las estampas presentes en su guardarropas aparecen también dentro de la obra de la artista, lo que permite apreciar una relación entre la vestimenta y su representación que se retroalimenta constantemente.
En el Autorretrato dedicado a León Trotsky, el homenaje que Kahlo realizó a la fogosa relación que tuvo con el político ruso durante su paso por la Casa Azul, se la ve a ella enmarcada entre colosales telones vistiendo una falda rosada con bordados florales, terminada con un voluptuoso holán. Entre las trenzas, como era habitual, lleva un bouquet de flores. Completan la escena sus labios color granate y la célebre uniceja de un profundo negro azabache. Entre las manos, lleva una dedicatoria para Trotsky y, sobre los hombros, un rectángulo de tela, parecido a un chal, llamado rebozo. Esta prenda, que aparece con frecuencia abrigando a la pintora en fotografías, autorretratos y en las representaciones de ella hechas por Diego Rivera (como en Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, mural pintado por Rivera en 1947), tiene un origen masculino. Sin embargo, ya en la época colonial se había convertido en un símbolo de feminidad y nacionalismo. El más famoso de sus rebozos es uno magenta intenso con el que aparece en un semi perfil, con los labios pintados en el mismo tono, en otra de las fotografías que le tomó Murray en 1939.
Pasados los 50 años de confinamiento decretados Rivera, todos estos elementos y muchos otros encontrados en el baño de la Casa Azul se exhibieron allí mismo, en una muestra que los hacía rotar porque eran tantos que no cabían en ninguna habitación en simultáneo. Hace poco más de un año también se mostraron en el Museo de Brooklyn, bajo el título Frida Kahlo: Appearances Can Be Deceiving (Las apariencias engañan) y en el 2018, en una muestra que se llamó Making her self up (Haciéndose a sí misma) en el museo Victoria & Albert de Londres. Faldas, blusas, huipiles, rebozos, algunos sacones franceses de fines del siglo XIX (herencia de su abuela materna) y unas pocas joyas atrajeron a un público masivo en México, en Europa y en Estados Unidos.
Si bien hubo antes varios artistas y personajes que vistieron trajes regionales mesopotámicos, nadie nunca se había apropiado de ellos para crear su propia identidad. Frida pintaba, viajaba en avión, conocía gente, andaba por la Casa Azul, por las calles de París o Nueva York, siempre ataviada en sus telas mexicanísimas, exuberantes, bordadas y plagadas de los colores vibrantes de su tierra.
El escritor Carlos Fuentes, en el prólogo de la edición mexicana del diario íntimo de Frida Kahlo, dice que los encajes, los listones, las rumorosas enaguas, las trenzas, los huipiles, los tocados tehuanos enmarcaban como lunas ese rostro de mariposa oscura, le daban alas.
Cuenta Fuentes que Frida se vestía haciendo uso de un sentido del humor único, que se disfrazaba en la acepción teatral de la palabra. Él interpreta que para la artista el vestido era una forma fascinada del autoerotismo, pero también un llamado a imaginar el cuerpo sufriente y desnudo al cual cubría. Un llamado a revelar los secretos de su cuerpo que, al ser desnudados, permiten adivinar su alma.
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