Desde 1900, cuando las minas de plata se secaron, el condado Alpine de California, en la frontera con Nevada, no logró atraer habitantes. A finales de la década de 1960 era un territorio perdido en la Sierra Nevada, con una población de 500 almas acostumbrada a inviernos bajo cero y votante masiva de los republicanos: en 1964, por ejemplo, Barry Goldwater, quien perdió ante Lyndon Johnson, obtuvo el 57% de los votos, la cifra más alta de todo el estado. Las protestas contra la guerra de Vietnam eran noticias lejanas de lugares que llegaban de San Francisco y no había un hippie en cientos de kilómetros a la redonda.
Don Jackson se convenció de que Alpine County era el punto perfecto de los Estados Unidos para fundar una colonia donde la comunidad LGBTQ pudiera vivir en paz.
“Imaginen un lugar donde no haya discriminación laboral, acoso policial ni prejuicios”, dijo el 28 de diciembre de 1969 durante un discurso en la Conferencia sobre Liberación Gay que se hizo en Berkeley, California. “Un lugar donde un gobierno gay pueda sentar las bases para una contracultura gay floreciente”, agregó.
La elección de Alpine County, por extraña que parezca desde el punto de vista de la composición demográfica, le parecía una idea a prueba de balas. En aquel momento sólo contaba con 384 votantes registrados. Una migración interna de unas 500 personas permitiría imponer en los comicios a candidatos propios —alcalde queer, sheriff queer, jueces queer, etcétera— en los apenas 90 días de residencia que el condado exigía antes de empadronarse.
Pocos meses antes, la revuelta de Stonewall, en Nueva York, había impulsado la movilización de la comunidad LGBTQ. Distintos activismos habían asomado, desde los más pragmáticos hasta los que pedían el “poder gay”, como el Frente de Liberación Gay (GLF) al que pertenecía Jackson, en la rama de Los Angeles. No obstante, en la multiplicidad de perspectivas que se aceleraron hacia 1970, el separatismo sólo era una de ellas.
Según el historiador Jacob Carter, autor de Gay Outlaws: The Alpine County Project Reconsidered (Bandidos Gay: una reconsideración del proyecto del condado Alpine), ese movimiento ha sido mal entendido. “El separatismo gay se conceptualiza mejor como un continuo que existe tanto como estrategia concreta e idea abstracta”, explicó. “La creencia prevaleciente entre los separatistas gay es que dentro de la sociedad estadounidense no es posible la libertad de los homosexuales y que por ende es necesario crear esferas definidas, liberadas y gay. En su extremo, la estrategia implicaba separación tanto física como psicológica de la sociedad dominante”.
Para muchos, la visión de Jackson era un poco demasiado. Otros la descalificaron porque, según contó el hombre de 38 años en su ponencia —que recibió el apodo de “Nación Stonewall” mientras rodaba de boca en boca— le había llegado en un sueño.
Mensaje del inconsciente
Había soñado con un médico que se había suicidado luego de perder su matrícula por haberse expresado públicamente como homosexual. “Ven, te mostraré un lugar”, le había dicho, y el entorno se había convertido en una montaña, a cuyos pies se veía un valle pequeño y hermoso. Un conjunto de casas de colores pastel se agrupaban al lado de un riachuelo.
Al despertar se quedó pensando en las imágenes y así concibió “la idea de una colonia gay”, como “un camino más rápido hacia la libertad”. Un centro global para la cultura de la inclusión, donde todas las personas pudieran ser quienes eran sin temor. “Un símbolo esplendoroso de esperanza para todas las personas gay del mundo”, dijo en una entrevista antes de desaparecer de la vida pública a finales de los ochenta.
Según escribió Matthew Algeo en LA Magazine, Jackson había leído El manifiesto gay, de Carl Wittman, quien había argumentado que “para que los homosexuales seamos realmente libres debemos tener nuestro propio gobierno, darnos nuestras propias instituciones, defendernos a nosotros mismos y emplear nuestras energías en mejorar nuestras vidas”. Su sueño encajaba con esas ideas. El interés que su discurso tuvo en Berkeley lo impulsó a conectarse con otros grupos LGBTQ de San Francisco y sus alrededores. Quería buscar voluntarios para la migración a Alpine County.
Avanzó entonces hacia Los Angeles. Y allí se encontró con Morris Kight, fundador de la rama angelina del GLF.
“El activismo de Kight se concentraba en las campañas públicas de agitación: por ejemplo, escenificar besos en comercios hostiles para protestar contra sus políticas discriminatorias”, contó Michael Waters en Atlas Obscura. “Esperaba que estas protestas atrajeran la cobertura de los medios, de manera tal que él pudiera difundir su mensaje principal: quería que todo el mundo supiera que las personas gay se estaban organizando y que eran una fuerza a enfrentar. Pero cuando las manifestaciones del GLF no conseguían titulares, se frustraba”.
Entonces apareció Jackson con su idea de la utopía LGBTQ.
Si bien Kight se había reído de la propuesta de Jackson en la conferencia, ya avanzado 1970 lo escuchó con atención. Una colonia queer sin dudas atraería el interés de la prensa.
“Alpine es helado. No es un lugar donde querríamos vivir. Pero fingiremos ir en serio”, le dijo Kight a sus amigos, según The Gay Revolution, de Lillian Faderman. En esta versión del relato, Kight sólo pensó en usar a Jackson a los fines de agitprop.
Otra versión, que recogió Algeo, presentó el interés de Kight como honesto: “Epa, esperen un momento”, recordó el activista veterano. “Don Jackson tiene una idea capital, y debemos capitalizarla”.
En cualquier caso, Kight lo convenció de promover la idea. El periódico underground Los Angeles Free Press tuvo la primicia.
Noticia bomba
Pocos días después, la oficina del GLF recibió una llamada de Lee Dye, periodista de ciencia y salud de Los Angeles Times. “Sus temas incluían la actualidad gay, dado que, en aquel momento, la homosexualidad se consideraba en general una enfermedad mental”, recordó el texto de LA Magazine. Atendió Don Kilhefner, activista del grupo, quien por esos días vivía en la oficina debido a su precaria situación económica y social.
—Vi que hay algo llamado el proyecto de Alpine County. ¿De qué se trata? —preguntó Dye.
—Qué coincidencia: mañana brindamos una conferencia de prensa —mintió Kilhefner—. A las 10. Sí, aquí: avenida North Vermont número 577½, East Hollywood. Lo esperamos.
El GLF comenzó a organizar el encuentro con los medios —resultó ser, previsiblemente, sólo el LA Times— a toda velocidad. Jackson no podía asistir, pero otros miembros llegaron hasta el edificio decorado con fotos del Black Panther Huey Newton, el intelectual y ex esclavo Frederick Douglass y el revolucionario sudamericano Ernesto Guevara en las paredes. Aquí y allá se guardaban los carteles que se empleaban en las marchas: un puño en alto, un símbolo de la paz. Kilhefner y otros dos oradores acomodaron una mesa junto a un afiche que decía “¡Victoria gay!”.
El 20 de octubre de 1970 Kilhefner anunció públicamente el plan de convertir Alpine County en “un refugio donde los homosexuales podamos vivir sin acoso”, que ya contaba con 479 voluntarios para instalarse y había hecho dos expediciones exploratorias.
“No será sólo una sociedad masculina: muchas de nuestras hermanas se nos unirán“, dijo. Ya tenían algunos profesionales queer, buscaban otros en especialidades como ingeniería civil y enfermería. La fecha de la migración sería el 1 de enero de 1971. El condado de Alpine estaba destinado a convertirse en “una Meca para los homosexuales” con “gobierno gay, servicios civiles gay y un departamento de bienestar social que ofrezca asistencia pública a los refugiados de la persecución y los prejuicios”. Tendría también el primer museo de arte LGBTQ y en el verano ofrecería conciertos de rock.
Impulsado por su propia fantasía, Kilhefner se dejó llevar: “Esperamos expandir este concepto a todo el país. Casi todos los estados de la unión tienen un condado como Alpine”.
Al día siguiente la nota de Dye se tituló: “Homosexuales describen un plan para tomar el poder en Alpine County”.
Hubo una cascada de artículos de prensa similares: “La cosa no está muy gay en Alpine, todavía”, en el St. Petersburg Times, o “Confirmado el plan de los gays para tomar el poder”, en el Long Beach Independent. La cadena NBC cubrió el tema dos veces y la revista Time contó que durante años leñadores, pescadores y montañistas habían conservado “la pureza pionera de su existencia independiente” en la región, pero que de pronto se veían amenazados “por la fuerza más improbable que se pudiera imaginar: los homosexuales militantes del GLF”.
Hasta Bob Hope, en un especial para televisión, incorporó el tema de actualidad: “Tuvieron una manifestación en el condado y la policía debió dispersarla, así que en lugar de gas pimienta usaron Chanel Nº5″.
Mientras tanto, en Alpine County...
Según la investigación de Carter, algunos residentes de Alpine no tuvieron más que indiferencia por el proyecto, mientras que otros, como el presidente del ayuntamiento, Herbert Bruns, lo rechazaron: “Estamos muy preocupados. Desde luego, haremos todo lo posible por impedir que alguien tome el control de nuestro condado”. Luego convocó a una reunión del concejo “para conversar sobre la infiltración de gente ‘indeseable’”y “para coordinar los planes y las actividades” que tratarían de detenerlos.
Se llegó a pensar en legislación de emergencia para disolver la jurisdicción de Alpine y fusionarla con el condado vecino de El Dorado. Una delegación, encabezada por Bruns, viajó a Sacramento, la capital de California, para pedir la intervención del gobernador, Ronald Reagan; pero Richard Turner, secretario legal del futuro presidente de Estados Unidos, les explicó que no había nada fuera de la ley en el proyecto del GLF.
Ese rechazo fue la contracara de todas las ventajas que la elección de una localidad pequeña ofrecía a la Gaytopía. La mayoría de los residentes empleados de Alpine trabajaban para el gobierno local, en la ciudad cabecera, Markleeville: en el sistema judicial, en la cárcel, en la escuela. Había una oficina de correos y apenas dos moteles, dos restaurantes, una tienda de ramos generales, una de venta de bebidas alcohólicas, una taberna, un lavadero, una gasolinera, un banco privado y un agente inmobiliario. Esa estrechez hacía que el pueblo mereciera subsidios federales; con el doble de población, eso podía cambiar.
A finales de octubre hubo una intervención anónima en la señalización de las calles del condado. Un cartel que advertía sobre el potencial cruce de animales en la carretera quedó así: “Esté atento a los ciervos, atropelle queers”. El cartel que indicaba el camino a la carretera amaneció indicando “Gayrretera”; el de la taberna, “Casa de las hadas”; el del límite del condado, “Queer County”. En el bar del Alpine Hotel se colgó un cartel hecho a mano que decía: “Se venden licencias para la caza de homosexuales”.
Uno de los potenciales colonos, que ya poseía una cabaña y un pequeño lote en la Sierra Nevada, hizo un informe sobre la geografía, la infraestructura y las perspectivas para los residentes, al que le agregó un segmento sobre los habitantes que se consideraban hostiles al proyecto. Era una lista más larga que la de quienes lo apoyaban: el sheriff Stuart Merrill; el editor del periódico Alpine Beacon; el agente inmobiliario Chris Mann; el desarrollador Bruce Orvis; la señora Brown de la oficina postal, quien dijo “los vamos a detener con una escopeta si es necesario”, entre otros.
El informe sugería que se enviara a “personas que hablen con propiedad y parezcan heterosexuales” para dialogar con los vecinos y asegurarles que nada malo les iba a pasar sino que, al contrario, el cambio traería prosperidad. Según Carter, durante el otoño boreal de 1970 algunos “grupos de exploración” hicieron eso, y a veces entregaron materiales de lectura sobre la realidad de la comunidad LGBTQ.
El contraataque cristiano
Días antes del comienzo de noviembre, mientras unos 120 voluntarios se reunían en la sede de Los Angeles del GLF para formar cinco comités, discutir planes y distribuir las tareas para ponerlos en marcha, en la otra punta de los Estados Unidos, el predicador Carl McIntire de Collingswood, Nueva Jersey, atacaba el proyecto Gaytopía en su programa de radio La hora de la Reforma del Siglo XX, que en realidad duraba 30 minutos, según precisó Algeo. Se emitía cinco veces a la semana en más de 600 estaciones del país y de Canadá.
“El día del silencio ha pasado”, dijo el evangelista de 64 años, “y es inconcebible que los cristianos de los Estados Unidos se queden quietos y permitan que un condado se convierta en un estado homosexual para avergonzar a esta nación ante el mundo”. Agregó: “Un nuevo orden, impuesto luego de que hayan repudiado nuestro sistema de moralidad, bien podría alumbrar el primer condado ateo y comunista del país”.
McIntire encarnaba un compendio de lugares comunes del cristianismo: predicaba contra el comunismo, contra el liberalismo, contra la igualdad étnica, contra la educación sexual, contra la teoría de la evolución, contra la iglesia católica y contra el agregado de flúor al agua. Cada tanto se le escapaba una observación antisemita o una racista, al punto que en julio de 1970 lo habían suspendido del aire brevemente. (Uno de esos casos escalaría, y terminaría con su programa.)
Estaba acostumbrado a las trifulcas. Lo habían expulsado de una orden presbiteriana por su oposición al liberalismo teológico; por su convicción pro-guerra, había organizado dos manifestaciones en Washington para celebrar victorias en Vietnam; había intentado asumir el poder del Consejo Estadounidense de Iglesias Cristianas en una reunión de sus representantes, por lo que su grupo terminó expulsado de la organización. Pero con su programa obtenía más de USD 3 millones anuales en donaciones, así que continuó su camino propio de fundamentalismo ultraconservador.
“Hay que enfrentar a la homosexualidad con el Evangelio, y cualquier intento de dignificarla y legalizarla sólo corromperá aún más a la sociedad”, tronó McIntire, y prometió que movilizaría a Alpine County una cantidad suficiente de “nuestros cristianos” para impedir que “los homosexuales obtengan la mayoría” en el gobierno local. Vivirían en casas rodantes y misionarían para “ayudar a mantener una autoridad responsable”.
La utopía separatista
Mientras la prensa continuaba con una cobertura sensacionalista —”Cómo los gays planean apoderarse de Alpine County”, “Amenaza Gay”, “La gran conspiración gay” son algunos de los títulos que destacó Carter— numerosas personas, desde Hawai hasta Holanda, llamaban al GLF para preguntar por los requisitos para la migración.
Las ideas separatistas de Wittman volvieron a circular: los roles sociales de género eran inherentemente opresivos por lo cual debían ser abandonados, y lo primero que había que hacer era “liberarnos a nosotros mismos, esto es, limpiar nuestras cabezas de la basura que se ha vertido en ellas”, para lo cual un primer paso era “dejar de imitar a los heterosexuales y dejar de censurarnos”.
Craig Schoonmaker, del grupo Homosexuales Intransigentes (HI!) de Nueva York propuso la creación de “distritos donde seamos la población y definamos las instituciones”, a lo cual llamó “una doctrina política brotada de la desesperación”. Lo citó Gay Outlaws: “Si la sociedad hubiera sido tolerante con la homosexualidad desde el comienzo, aquellos que nos hemos convertido en separatistas acaso nunca hubiéramos encontrado la necesidad de hacerlo”.
William Burroughs, una figura clave con otro beatnik, Allen Ginsberg, en el activismo LGBTQ de aquellos días, incorporó el tema del separatismo en su novela Los chicos salvajes, de 1971. Poco después de la salida comentó en una entrevista: “Bueno, dado que nos han empujado a la misma posición que los judíos, quizá deberíamos dictar la misma estrategia. Deberíamos tratar de tener nuestro propio estado, como Israel. Creo que se debería permitir que los gays vivieran en una comunidad exclusivamente gay”.
Incluso se llegó a teorizar sobre una economía mercantil LGBTQ: Gary Alinder, citó Carter, publicó el detalle en un artículo de 1969, “Cultura alternativa”. Proponía: “El establishment capitalista controla el dinero, y mientras dependamos de su dinero dependeremos de él. Nuestro objetivo sería reducir nuestros gastos básicos a casi nada. Cuantos más de nosotros podamos liberarnos de sus ‘trabajos’, más fuerte será nuestra comunidad. Tenemos muchos que aprender. Por ejemplo, cómo vivir en comunas que reducen la renta y nos permiten conocernos mejor. O cómo obtener alimentos baratos y saludables. Hacer nuestra ropa y compartirla. Organizar más conciertos, bailes, fiestas, proyección de películas gratuitos”.
El fin
Una expedición el Día de Acción de Gracias quiso ser simbólica y a la vez práctica, y halló que las temperaturas en invierno eran muy adversas para comenzar la migración. Mejor: si se hacía en primavera o en verano habría más tiempo para juntar fondos, acumular alimentos y coser frazadas.
Sin embargo, las semanas pasaban y el plazo de llegada a Alpine County se postergaba, hasta que por fin hacia octubre de 1971 el sheriff Merrill dijo: “Me parece que se han dado por vencidos”.
Jackson, que a esas alturas imaginaba “un territorio liberado, un bastión de libertad en el mar estatista, sostenido en la básica doctrina libertaria de que una persona tiene derecho a hacer lo que desea en tanto no le haga daño a terceros”, según le escribió en una carta a Kight, cayó desde muy alto al saber que, en realidad, el veterano activista y Kilhefner habían estado siempre de acuerdo en que la toma de Alpine no sería más que una gran operación de propaganda para atraer la atención a la liberación LGBTQ.
“Kight no quería arriesgarse a que el plan se arruinase si le contaba a Jackson que su intención verdadera era usar Alpine County únicamente como herramienta de agitprop”, escribió la biógrafa del activista, Mary Ann Cherry, en Morris Kight: Humanist, Liberationist, Fantabulist (Morris Kight: humanista, liberacionista, fantabulista). Muy dolido por lo que consideró una traición, Jackson se alejó del GLF. Su relación con Kight “nunca se recuperó”, según Cherry. “Kight hirió más que un puñado de personalidades y se ganó unos enemigos muy serios en el camino a la liberación gay”.
Kilhefner, que se convirtió en psicólogo jungiano, dijo a LA Magazine que nunca existieron los 479 voluntarios, mucho menos los profesionales, y que ni él ni Kight habían pensado en el detalle de la crudeza del invierno el 1 de enero simplemente porque jamás habían considerado seriamente esa fecha, o cualquier otra, para el inicio de la migración. “Lo concebimos como teatro político”, explicó. “Pero alguna gente se lo tomó en serio”.
Mucha gente, en realidad, se sintió defraudada; muchos dijeron que el plan era la única esperanza que tenían y que se habían comprometido en cuerpo y alma. Algunos, incluso, le quitaron méritos a los logros reales del GLF, como el primer desfile del orgullo en Los Angeles, por el caso de Alpine County.
Hasta su muerte en 2003, Kight lo consideró un éxito. La enorme difusión, que mereció titulares en todo el país y hasta en Europa, permitió que las personas LGBTQ se reconocieran en el sueño de una gaytopía y que comprendieran que no estaban solas y que juntas podían lograr mucho, argumentó. La palabra gay, además, entró al vocabulario masivo gracias al episodio.
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