Carlos Gamerro: “Creo tanto en la literatura que no me satisface ningún otro modo de conocimiento”

El escritor argentino habla de su reciente novela “La jaula de los onas”, en la que cuenta la historia del indio Kalapakte, un integrante de la tribu de los selknam de Tierra del Fuego quien, junto a once compañeros, es enviado a la Exposición como espécimen del grado más inferior de la evolución humana

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Carlos Gamerro.
Carlos Gamerro.

París, 1889: la Exposición Universal se muestra en todo su esplendor. París es el centro del mundo y en torno a ella se organiza la periferia: no solo el orden político, sino, sobre todo, las jerarquías raciales, la evolución, la idea de desarrollo y la crueldad del progreso.

La nueva novela de Carlos Gamerro, La jaula de los onas (Alfaguara), habla de esa época en que Buenos Aires se autodenominaba como la París de Sudamérica, pero los parisinos no hacían ninguna distinción y tenían por los argentinos la misma consideración que por todos los sudamericanos: todos hombres de segunda.

Con un estilo exuberante, desenfrenado y trágicamente cómico —tal como nos tiene acostumbrados—, Gamerro presenta al arquetipo del porteño atildado que intenta ser la quintaesencia del afrancesado, pero que no es más que una caricatura que parece salida de alguna historieta al estilo de Isidoro Cañones. Y, mientras muestra a ese personaje desencajado, aparece otra historia: la del indio Kalapakte, un integrante de la tribu de los selknam quien, junto a once compañeros, es enviado a la Exposición como espécimen del grado más inferior de la evolución humana. La imagen no puede ser más vehemente: doce selknam encerrados en una jaula junto a la Torre Eiffel iluminada. Podríamos hablar sobre cómo pervive todavía hoy cierta idea de evolución en la presencia de indígenas en museos de Ciencias Naturales, pero alguien abrió la celda y liberó a los indios por Europa. Y ahora estos “caníbales” andan sueltos.

Carlos Gamerro habló con Infobae Cultura de su nueva novela y de cómo vuelve con sus libros a la dicotomía de civilización y barbarie.

“Cuando escribía los capítulos pertinentes del Facundo o Martín Fierro”, dice ahora Gamerro, “me puse a pensar de modo más consciente sobre la cuestión viendo si, antes que zafar de la dicotomía de Sarmiento, se la podía atravesar. Trascenderla”.

¿Se puede?

—Bueno, en el Facundo o Martín Fierro, doy el ejemplo de Arlt, que directamente ignora el siglo XIX. Luego, es interesante lo que hace Timerman en Preso sin nombre, celda sin número, que empieza proponiendo a Los siete locos como la clave para entender lo que pasaba en la Argentina con el gobierno de Isabel, López Rega y los militares, y de repente dice que quizá haya que volver a Civilización y barbarie. Intenta agarrarse de Arlt, pero después vuelve a Sarmiento. Una de las cosas que me sedujo en La jaula de los onas fue que, en Tierra del Fuego, la historia argentina empieza de nuevo. Prácticamente la Argentina y Chile llegan a Tierra del Fuego como Estados nacionales una vez que han completado la conquista del desierto y la pacificación de la Araucanía. No hay historia previa, no hay colonización española, no hay lucha por la independencia, no hay guerras civiles y tampoco hay conquista del desierto en el sentido estricto, porque el Ejército no interviene en la usurpación de las tierras de los indígenas, sino que lo hacen estancieros con sus matones.

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TELAM 15052021 En su novela "La jaula de los onas", en la que Gamerro narra las peripecias de un clan de indígenas de Tierra del Fuego exhibidos como exponentes de "antropófagos patagónicos" en la Exposición Universal de París de 1889. (Télam/ foto Raul Ferrari Cbri)

¿Tampoco se da el movimiento de gauchos, como se cuenta en el Martín Fierro?

—Es que realmente es otro proceso. Así como no hay frontera tampoco hay alianzas. No hay cautivos, no hay posibilidad de pasarse a los indios como hacen Fierro y Cruz. Los selknam eran como una tribu aislada en el Amazonas. No tomaron nada de la cultura blanca. No adoptaron el caballo ni tenían ganado, vivían como cazadores recolectores, como probablemente lo hicieran desde que llegaron a Tierra del Fuego diez mil años antes. Y así seguían hasta llegan los hombres blancos y los matan o se los llevan a las misiones de los salesianos o, como en este caso, se los llevan a París. El tema de civilización y barbarie aparece en la novela pero con otras inflexiones. Por ejemplo, se ve en el terror de los argentinos en Europa a ser reconocidos como sudamericanos y, por lo tanto, despreciados.

Hay una palabra que dicen: “rastacueros”. ¿Vendría a ser una especie de “sudaca”?

—Es el gran temor de Marcelito, el protagonista del primer capítulo. Que, por otra parte, se indigna porque a los estadounidense no los llaman así, cuando son igual de vulgares que los sudamericanos y, según su óptica es peor, porque no tratan de pasar por franceses o europeos. Pero fijate que el sustrato ideológico de estas conceptualizaciones de civilización y barbarie que vemos como muy argentinas se dan en todos los países, con la adopción de distintos modelos de paradigmas racistas. Y digo paradigmas porque la clasificación por razas era la base de las formas del saber, que obviamente estaba vinculada al fenómeno del colonialismo.

”La flecha del progreso”.

—La famosa carga del hombre blanco de Kipling. El primero que empieza a desarmar eso, por lo menos en la literatura, es Joseph Conrad con El corazón de las tinieblas.

Justamente iba a preguntarte por Conrad, porque todavía sostiene una mirada racista.

—Lo dice muy sucintamente Jorge Fondebrider en el prólogo a la nueva traducción que acaba de publicar. La diferencia no estaba entre quienes consideraban a las otras razas como inferiores o iguales, sino entre quienes las consideraban inferiores y se las podía explotar y quienes las consideraban inferiores y había que protegerlas. A Conrad, entonces, lo podríamos poner en el segundo grupo. Después de Darwin se reconceptualiza el modelo evolutivo, pero queda el consenso absoluto de que Europa y Norteamérica marcan el punto más alto de la evolución y todas las otras culturas se pueden clasificar en una escala en la que siempre el piso inferior está ocupado por dos o tres grupos: los aborígenes australianos, algunos africanos como los otentotes y los fueguinos. Los fueguinos exhibidos en una jaula al pie de la torre Eiffel recién construida inevitablemente muestra el modelo de civilización y barbarie.

Todas tus novelas tienen un componente político, a veces incluso más de lo que la propia novela quisiera. ¿La jaula de los onas, que está situada en 1890, puede discutir la configuración de la Argentina de hoy?

—No voy a abundar en lo obvio de que toda lectura del pasado está hecha en el presente y que, a veces, las novelas que transcurren en el pasado terminan siendo más actuales que las que intentan atrapar la actualidad de modo directo. Quizá cuando dije que en Tierra del Fuego la historia argentina empieza de nuevo tiene que ver un poco con eso: con volver a pensar dónde empezamos. La historia de Tierra del Fuego empieza cuando ya terminó el gran período de formación al cual se vuelve una y otra vez: Rosas, Sarmiento, la lucha contra el indio, la gauchesca. Es una Argentina moderna con las clases dominantes unificadas. Pero también hay continuidades históricas.

¿Como cuáles?

—Hay varios ejemplos. Uno: las misiones salesianas se apropiaban de los niños para darles una educación cristiana. No es tan distinto a lo que se hizo en la última dictadura. Otro: la misión salesiana del lado chileno que estaba en la Isla Dawson —y hay que considerar que no había frontera entre Argentina y Chile—, más allá de las buenas intenciones en las cuales creo, terminó funcionando como un campo de concentración y exterminio. No fue una decisión de nadie, sino que el indio moría al poco tiempo por las enfermedades, las condiciones de hacinamiento y la mala alimentación. ¡Isla Dawson fue usada como campo de concentración de Pinochet! Ahí llevaron a todos los miembros del gobierno de Allende.

¿Kalapakte es Martín Fierro, es Ulises, es un conquistador al revés?

—Hay un paralelo que se me impuso, que es Ulises y la Odisea. Pero para Kalapakte era todavía más difícil porque Odiseo sabía a dónde ir y él no. Kalapakte tiene que descubrir dónde está su Ítaca y, para eso, tiene que descubrir quién es él, según los términos de aquellos que puedan ayudarlo. Supongo que la mayoría de los lectores —como yo mismo mientras escribía—, pensó en el regreso de Kalapakte como el regreso a su tierra, pero, en realidad, a lo que vuelve es al hain, a la ceremonia que lo convierte en selknam. Eso es lo que está buscando. Una vez que terminó el hain, puede ir a cualquier lado. Volviendo a la lectura del pasado y presente, me incomodaba la idea tan convencional de querer volver a su tierra. Es una idea con poca fuerza en el mundo de hoy. Vivimos en un mundo absolutamente nómade. En ese sentido, no se me ocurrió pensar según la lógica de Joyce, en el sentido de replicar los episodios de la Odisea. A veces me encontré con coincidencias, como la leyenda selknam del gigante que devora carne humana y lo terminan cegando con hondas, pero eso está en las leyendas selknam. No pensaba en Kalapakte como un nuevo Ulises. Espero que sea un personaje original.

En la novela hay una profusión de géneros: epistolar, diálogos, sainete, crónica. Al final no sé si creés mucho en la literatura o, al contrario, como no creés tenés que llenarla de géneros y voces.

Creo tanto en la literatura que no me satisface ningún otro modo de conocimiento. Con Cardenio empecé investigando en libros de historia cómo era la vida cotidiana en tiempos de Shakespeare y no me pasaba nada. No era ni remotamente lo que necesitaba para entrar en ese mundo. Hasta que me puse a leer los textos de esa época; sobre todo las obras de teatro. Para entrar en una época, imaginar historias, vivencias y más aún, narradores que hablen desde ese lugar, no hay otro camino que no sea el de la literatura. Para La jaula de los onas fue fundamental El último confín de la tierra, de Lucas Bridges. Sin ese libro no podría haberla escrito. Siendo que, en este caso, también había un desafío importante que era no tener ninguna historia de los selknam contadas por ellos mismos.

Insisto con el Ulises: ¿la idea de trabajar con tantos géneros distintos es también la persecución de cierto universalismo? Empecé preguntando por Sarmiento pero creo que Joyce también se impone.

—Tengo una historia larga con el Ulises que no ha terminado; ahora mismo estoy escribiendo un texto sobre el capítulo 9, que es el de Shakespeare y me fascina. El año que viene son los cien años del Ulises. Ciertamente, el modelo de un libro hecho de texturas heterogéneas es algo que me gusta y, por otra parte, el Ulises salta muy a la vista como modelo. Pero la novela moderna empezó así: el Quijote es una mezcolanza de cuanto estilo andaba suelto por la España de ese tiempo. Aquí, a pesar de que el modelo es ése, me doy el gusto de escribir una novela del siglo XIX.

Gamerro vuelve a interrogarse por
Gamerro vuelve a interrogarse por los conceptos de civilización y barbarie, como en libros anteriores

Pero las novelas del siglo XIX mantenían un mismo registro.

—Son de textura homogénea, sí. Dickens empieza y termina en un determinado registro, lo mismo que Tolstoi. Pero hay excepciones: Moby Dick es totalmente heterogénea. Moby Dick se parece a Tristram Shandy, que por algo dicen que es la precursora del Ulises. La diferencia que siento es que en el Ulises hay un juego absolutamente fascinante con la arbitrariedad del estilo mientras que yo buscaba qué estilo contaba la época.

¿Por eso el capítulo escrito como sainete?

—La pregunta que me hice fue qué estilo pedía esta parte del mundo, esta época, esta situación. Estoy en Buenos Aires a principio de siglo: ¿qué literatura se hizo cargo del estallido lingüístico y cultural de la inmigración? El teatro popular: el sainete, el grotesco y antes el circo criollo. Leés esas obras ahora y son malas, pero también son malas muchas obras que leí para Cardenio. Y, sin embargo, me dieron una entrada en ese mundo y sus personajes son maravillosos. Cuando escribía me decía “¿Funcionará el sainete?”. No tenía otra. No había otra narrativa que se hiciera cargo de ese universo.

En el epílogo contás que la idea del libro te convocó hace muchos años, más de treinta. ¿Qué te hizo decidirte a escribirla ahora y cómo hiciste para que la ansiedad no te ganara?

—Hay dos o tres novelas que, creo, tienen un proceso parecido. Cardenio se me apareció también a los veinticortos. Leía el Quijote y una nota al pie decía que había una obra de Shakespeare basada en ese episodio. Era demasiado bueno para dejarlo ir. La aventura de los bustos de Eva, me da vergüenza confesarlo, fue con un libro de Luis Majul, Los dueños de la Argentina, donde me entero que, además de los 60 millones de dólares para liberar a los hermanos Born, Montoneros pidió que pusieran bustos de Perón y Eva Perón en los distintos edificios y oficinas. ¡Qué más se necesita para escribir una novela! Y la historia de los Selknam llevados a París la encontré en La Patagonia trágica, también a los veinticortos, y fue la sensación de que esa historia está buenísima. ¿Por qué llevó este tiempo? No lo sé. Creo que tenía que encontrar un cierre —por lo menos temporario— con el ciclo que nació con Las Islas. Ahora que la escribí, tengo la sensación de que antes no estaba preparado para escribirla. Me gusta la forma que tomó.

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