La Fundación PROA reabre hoy tras el segundo cierre obligado por pandemia con novedades varias. La principal, como espacio de arte, es que lo hace con nueva e interesante muestra, La suite, donde reúne una selección de obras y artistas pertenecientes a las colecciones FRAC (Fonds regional d’art contemporain – Fondos Regionales de Arte Contemporáneo de Francia), que durante julio puede ser visitada gratuitamente, pedido protocolar de reserva mediante.
En este regreso, además, el espacio tuvo una renovación en detalles que la vuelven más atractiva para los públicos, como una reformulación de la zona de la librería -con una sección especializada en niños, por ejemplo- como de su Café, con el balcón que fue elevado para que mientras se degusta algún plato se pueda apreciar su privilegiada ubicación en La Boca, con el Riachuelo y aquel imaginario arquitectónico que Quinquela Martín hizo lienzo.
Ahora, La Suite. La exposición, curada por Sigismond de Vajay -artista, curador y editor- y Juan Sorrentino -artista sonorovisual- se presenta en 5 etapas: Preludio, Pulso, Scherzo, Andante y Coda, y si bien esta conformación refiere a una pieza musical con una estructura que se compone de movimientos breves, además la elección del nombre puede ser tomada desde la expresión francesa “comment vient la suite” (“qué va suceder”), en pos de la incertidumbre sobre el porvenir de los tiempos pandémicos, como de su ascepción de habitación, de espacio que contiene.
Y hay algo de todo eso a lo largo de una exhibición coral y de tipo collage que incluye fotografías, instalaciones, esculturas, videos, pintura, arte sonoro y piezas site-specific, a partir de las cuales se problematiza sobre esta época excepcional atravesada por el coronavirus desde distintas perspectivas: tanto desde lo simbólico, lo referencial directo, como sobre el sistema de reproducción del arte, los nuevos desafíos, como los de montar una muestra con obras de otros países en un mundo cerrado y cambiante.
La muestra comienza a corporizarse haciendo visible lo etéreo y lo infinito, con una impresión en vinilo de Peter Kogler, hecha específicamente para la fundación, que envuelve toda la recepción a partir de líneas que se ramifican, ensanchan y cruzan sobre paredes y techo, como representación de las ondas de sonido que atraviesan el espacio y el tiempo.
La impresión que integra el Preludio se presenta así en tanto ingreso a uno de los sentidos de la puesta, el del sonido, y también como puente a la alegoría de la caverna platónica, explican los curadores, “dado que allí se genera una total inmersión, una apariencia de cambio en las proporciones de la figura humana”.
Durante agosto, en la explanada de ingreso, se instalará Púrpura profundo (Deep Purple), de Tom Burr, una obra que se apropió del concepto de la famosa Tilted Arc de Richard Serra, realizada en los ’80. La pared púrpura de madera y acero pintado de Burr -la de Serra fue realizada en acero corten, que tiene la propiedad que la oxidación natural (y buscada) proteja a la pieza- funciona en varios sentidos: por un lado como una suerte de pared acústica simbólica y se sumerge de pleno en la cuestión de la tradición posmodernista de la apropiación.
Y es que una de las características de la muestra es que sus participantes, salvo Gordon Matta-Clark, está compuesta por todos artistas vivos, y a partir de la mirada curatorial se logra un corpus poético para representar un presente que se vuelve singularisimo históricamente, si tenemos en cuenta que es la primera vez que el arte -que no piensa en términos pictóricos o escultóricos tradicionales- enfrenta un escenario pandémico común en lo global.
Qué se dirá sobre este momento del arte en el futuro no solo pasará por las obras realizadas como manifestación inevitable del contexto, sino también pensando cómo ese contexto produjo una ruptura más profunda aún de lo que se considera una obra única, irrepetible, intransmutable.
En ese sentido, la propuesta de PROA también indaga en la incorporeidad del arte, en la expresión espiritual y en lo fluido de la tecnología, en que la que cada pieza puede viajar en tanto información y convertirse en tanto física, a miles de kilómetros de donde fue pensada como sitio específico y, así, generar la apertura para nuevos paradigmas.
La exhibición fue pensada en 2019, cuando el mundo era el viejo mundo, y con la pandemia no solo se postergó un año, sino que además se alteró la idea original. Lo que iba a ser el tradicional transporte de obras desde las distintas jurisdicciones FRAC, se convirtió -en tiempos de fronteras intermitentemente cerradas y altos costos de transporte, seguros, etc- en un pase de instrucciones y fórmulas, práctica que, sin dudas, llegó para quedarse en el mundo del arte y que fue utilizada, por ejemplo, en varias piezas que se presentaron en Cuando cambia el mundo, realizada en el Centro Cultural Kirchner en marzo de 2021.
Volviendo. En la primera sala, Pulso, el sonido de un golpeteo persistente pero no maquinal, por ende humano, en el video Martilleando (un viejo argumento) de Monica Bonvicini, genera la atmósfera para las otras dos piezas que parecen a punto de perder el eje: la Rueda de Vincent Ganivet y los Dos barriles en una mesa partida, a modo de planos inclinados, de Zwei Fässer.
El pulso podría ser entonces no solo ese estímulo periódico corto que late oculto a primera vista, sino también aquello -lo invisible otra vez- que mantiene un equilibrio sobre las estructuras que por su forma circular -o sea, por lo inevitablemente gravitacional- deberían caer, deberían rodar, sin embargo persisten, desafiando a la lógica física, proponiendo una lectura sobre la continuidad de las cosas -para bien o para mal- aún cuando se las encuentre imposibles.
El Scherzo, nombre de la segunda sala, es un movimiento fijo, rápido, que compone a la sinfonía y es entonces el espacio más desarrollado en esta estética de collage musical de toda la muestra.
La Tribuna libre, realizada con cajón verdulero, de Séverine Hubard remite a los espacios culturales inhabitados, a los espectáculos vacíos, a ese público ausente a través de un dispositivo que -al presentar cada eslabón por su boca y no por su base- manifiesta un objeto que rechaza, que no está preparado.
Más allá de la mirada actual, esa ausencia en las tribunas no es solo la de la pandemia, ya que en el conjunto de obras que la rodean resuena una pasividad social hacia distintas problemáticas que remarcan un mundo herido por la industrialización ciega, la sobrepoblación y la reproducción indiscriminada de basura.
Veamos. En el centro de la escena se encuentra el Jardín de basura: depósito de desechos, de Michel Blazy, donde la espuma desborda un contenedor industrial. La espuma, asociada a lo limpio, a lo estético y por qué no a lo inocente, avanza indiscriminadamente, brota sin pausa y solo estamos allí como espectadores maravillados por su avance, sin un sentido crítico de su expansión.
En dos videos - El final del día, de Matta-Clark y Pasajes III, de Sebastián Díaz Morales- se problematiza sobre la destrucción de las fábricas muertas y la continuidad de la vida desenfrenada -en este caso en Yakarta- donde Díaz Morales sigue a un caminante solitario que se atreve a atravesar un mar de motos, caminar por autopistas y calles en las que otros transportes parecen devorar la escena. Es el cuerpo que se expone, que se presenta indómito, móvil, pero a la vez se encuentra rodeado.
Otros tres piezas de videos (Viento, de Joan Jonas; Las manos, para mi ojo, la mano de mi cuerpo reconstituye mi retrato, de Geta Brătescu, y Una milla de cruces sobre el pavimento, de Lotty Rosenfeld) también recorren la cuestión del cuerpo como medio, contra la naturaleza, contra uno mismo, contra el sistema político.
En un habitáculo independiente, se presenta En nuestros tiempos de Shilpa Gupta, un subibaja con micrófonos en los extremos, que en la voz de la artista recitan de manera aleatoria y desordenada textos de la independencia de India y Pakistán, y ahondan en la cuestión de la palabra como eje de construcción de sentidos necesarios, aún en la inestabilidad.
La sala se bifurca para introducir un video musical y coreografiado de Clément Cogitore, Las Indias galantes, donde la obra maestra barroca de Jean-Philippe Rameau se presenta en clave de street dance y continúa en otra salita para las fotografías, siempre shockeantes, de Joel-Peter Witkin.
La muerte, cadáveres (o partes de ellos), como enanos, transexuales, hermafroditas o personas con deformaciones físicas son capturadas en obras que componen escenas bíblicas, mitos o pinturas famosas, con el procedimiento de gelatino-bromuro, utilizado a fines del siglo XIX. Los cuerpos son, ahora, atravezados por los relatos culturales, aún aquellos que no se encuentran dentro de una estética aceptada.
Andante, el tercer espacio, hace referencia al tempo, la velocidad con la que se ejecuta una pieza. El Ventilador de Gabriel Orozco que aparece en la entrada parece excitar al aire, convertirlo en viento y afectar la superficies de las otras obras hasta hacerlas vibrar, como en el Canal de olas de Carsten Nicolai, en el que de menos a más se pasa de la calma a la oscilación, algo que se reproduce en el video Destello, de Jennifer Douzenel, donde una toma de trípode fijo captura en plano cerrado el ondular de la luz en la bamboleante superficie del mar.
El cuerpo resurge en la video-instalación de La secuencia de la bahía negra de Elina Brotherus en el que una mujer ingresa al agua en diferentes momentos del día y en Domingo, de Denis Savary, una pieza fílmica de toma abierta y distante, donde una multitud transita una tierra desértica y blanca como en figuras realizadas por Brueghel el viejo.
En el extremo, una serie de cubos blancos se entrelazan, parecen desprenderse de la pared, surgir como minerales geométricos rompiendo con la linealidad del cubo, con el orden. Es AR.07, de Vincent Lamouroux, una de las piezas de mayores dimensiones, que sugiere una realidad alternativa.
En la escalera hacia Coda, el último espacio, la fotografías de Arno Rafael Minkkinen, en la que unos pies parecen caminar sobre el agua y en la que unas manos introducen hacia la naturaleza, proporcionan la transición justa, ya que la sala del segundo piso es una suerte de ecosistema que cierra el concepto de Scherzo, al inicio de la muestra.
Los Tocones de árbol (Souches) de Laurent Perbos realizados con cortes de mangueras nos hablan de esa sustitución de los productos de la tierra por lo industrial, haciendo juego con el mural oscuro de Pauline Fondevila, 13 lunas en el Riachuelo.
Un poco más allá, los tubos Azules del cielo, de Patxi Bergé, nos reflejan las derivas cromáticas de un firmamento que puede ser moldeado, modulado, reconvertido y que aún así nos es reconocible.
Frente a ellos se encuentra la pieza sin título de Céleste Boursier-Mougenot, en la que dos estanques circulares contienen toda una serie de cuencos que la artista afinó personalmente para que cada uno generase una nota musical diferente. Así, a partir de la circulación de agua, se van moviendo de manera aleatoria y generando pequeñas sinfonías al contacto, como en una reformulación del cuenco tibetano o rin gong -pero en porcelana- que depende del caos para existir, pero que genera un efecto de relajación similar.
El cierre se encuentra en la librería con La dulce utopía, del dueto Maurizio Cattelan - Philippe Parreno, una esfera de vinilo color rosa chicle, que a modo de globo aerostático parece elevarse por el aire caliente que genera candelabro antiguo.
*La Suite, en Fundación Proa, Av. Don Pedro de Mendoza 1929, La Boca CABA. Desde hoy hasta el octubre, entrada gratuita en julio. Click aquí para reservar entradas
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