“¿Y este hombre escribió estas cosas porque las vio con sus propios ojos?”, habrá pensado el actor Warren Beatty hace 40 años al leer acerca de los días previos a la Revolución Rusa en el libro Diez días que estremecieron al mundo, del cronista estadounidense John Reed, que allí estuvo, que allí vio, escuchó y entrevistó y después escribió su legado para la historia, aún sin saber que su libro, un bestseller instantáneo cuando se editó en Norteamérica, se transformaría en un clásico del periodismo y de la crónica. ¿Pero qué había leído Beatty -eterno galán de Hollywood que había debutado en cine con el film Esplendor en la hierba, junto a Natalie Wood y dirigidos por Elia Kazan; que había saltado al estrellato con la película Bonnie and Clyde, en la que interpretaba, junto a Faye Dunaway, a la pareja de asaltantes que había conmocionado a la sociedad en los años 30 y conmocionaría el séptimo arte desde las pantallas de las salas, donde fue un éxito; ah, y hermano menor de Shirley MacLaine- que lo impresionó tanto?
Reed había viajado a Rusia ante las noticias que anunciaban un clima convulsivo, aún más convulsivo que el que generara la Revolución de Febrero de 1917 que derrocaría al zar e implementaría una república. Viajó junto a Louis Bryant, su pareja, y vieron carteles con este texto en los cafés y restaurantes: “Aquí no se admiten propinas” o “Si un trabajador tiene que servir la mesa para ganarse el pan, eso no es motivo para que se lo ofenda con la limosna como propina”. Reed supo de la insurgencia de los soldados en el frente, que se negaban a continuar una guerra -la Gran Guerra- en condiciones infrahumanas, sin pan, sin vestimenta adecuada a los fríos polares y sufriendo abusos de los generales de las tropas, que usaban el fusilamiento como forma de escarmentar y ejemplificar a los soldados rebeldes. Reed fue testigo de la frenética actividad que se desarrollaba en el Instituto Smolny, donde cada partido político tenía un espacio para sus deliberaciones internas, a la vez que era la sede del Soviet de Petrogrado, un organismo legislativo y ejecutivo a la vez donde estaban representados los obreros de los diferentes gremios de la región y que era presidido por León Trotsky.
Reed, por tanto, también pudo dar cuenta de la clandestinidad en la que se movía Lenin, con orden de captura del gobierno “socialdemócrata” menchevique y que, sin embargo, publicaba sus textos en el periódico bolchevique El obrero y el soldado, dado que el diario Pravda (La verdad) había sido clausurado por una decisión de censura del gobierno, que incluía a ministros de los partidos tradicionales y monárquicos y cuyo presidente era Kerenski, del ala derechista de los mencheviques. John Reed no fue indiferente a los Guardias Rojos, que empuñaban fusiles expropiados de la fábrica de armas de Petrogrado y que estaban compuestos por jóvenes, hombres y mujeres, que aprendían a defender sus ideas con ideas, pero también con la fuerza. Reed vio a esas mujeres entrenar. Y fue testigo de esta escena entre un Guardia Rojo y León Trotsky:
Cierto día, al llegar al Smolny, vi delante, junto al portón exterior, a Trotsky y a su esposa. Los había parado el centinela. Trotsky se registraba todos los bolsillos, pero no podía encontrar el pase.
-No importa -acabó por decir-, usted me conoce. Soy Trotsky.
-¿Dónde está el pase? -respondió terco el soldado-. No puede pasar, yo no conozco a nadie.
-Pero si soy el presidente del Soviet de Petrogrado.
-Bien -contestó el soldado-, si es usted una persona tan importante debe llevar encima algún papel.
Trotsky tenía mucha paciencia.
-Déjeme que vea al comandante -dijo.
El soldado titubeó y gruñó que no había que molestar al comandante por cualquiera que llegase, pero finalmente llamó al cabo de guardia con un movimiento de cabeza. Trotsky le expuso su problema.
-Me llamo Trotsky -repetía.
-Trotsky… -el cabo de guardia se rascó la nuca-. He oido ese nombre en algún sitio… -pronunció lentamente-. Bueno, pase, camarada.
Y John Reed vio cómo se gestó la toma del poder cuando comenzó a sesionar el Congreso de Soviets, que recibía a representantes de esos organismos de todo el país, y que bajo la consigna “Todo el poder a los soviets” trazó un norte, penetró en el ánimo de los operarios, soldados y una parte importante de los campesinos y desalojó del Palacio de Invierno a los gobernantes de siglos y siglos con bajas que no alcanzaron a una decena. Nunca antes una revolución de esa magnitud se había realizado en forma tan pacífica. Nunca antes una revolución había sido protagonizada por la clase obrera, que triunfaba.
Y, claro, Warren Beatty dijo: “¡Pero esto es una película!”. Y claro que lo era. Pero ya Sergei Eisenstein había filmado Octubre en 1927 contando la revolución (contó con toda la ayuda del Estado, que llegó a apagar las luces de Leningrado -nuevo nombre de Petrogrado- para la filmación de escenas nocturnas y también con su censura, ya que Stalin ordenó que se eliminaran los fotogramas que incluían a Trotsky- y no era la intención de Beatty rodar el mismo film redivivo. Quería a Reed. Y qué mejor que contar a un personaje que atraviesa acontecimientos decisivos de la historia mediante una historia de amor. La que unía a John Reed con Louise Bryant, una periodista de ideas marxistas y origen proletario. Ya estaba. Ese iba a ser el núcleo. Warren Beatty ya tenía en su cabeza su película, que llamaría Reds. No podía ser de otro modo, en español Reds significa “rojos”.
Mientras terminaba de afinar las cuestiones de la elección del reparto (procedimiento llamado “casting”) o le daba las últimas pinceladas a su guión, Warren Beatty se ocupó de buscar y entrevistar a militantes comunistas de aquellos años o personas, ya ancianas, que hubieran conocido a Reeds. Era una época difícil para una producción cinematográfica de este estilo: Ronald Reagan había asumido la presidencia de los Estados Unidos un año antes y comenzaba entonces lo que se dio en llamar “la revolución conservadora”, a la vez que la Guerra Fría entre la entonces estalinista Unión Soviética y los Estados Unidos cobraba bríos inusitados, que concluirían una década después con la caída de la nación comunista. Una vez terminada y antes de su estreno, Ronald y Nancy Reagan solicitaron ver el film en la Casa Blanca (Nancy, la primera dama, era adepta a ver estrenos en la residencia presidencial: una película que no le había gustado para nada era El beso de la mujer araña, basada en la novela del argentino Manuel Puig, debido a la temática homosexual de la trama). De cualquier modo, y a pesar de que Beatty era un demócrata de izquierda (digamos que hubiera votado a Bernie Sanders en la interna de su partido), vio la película junto a la pareja presidencial. Reagan le dijo, mientras caían los títulos del final, que le había gustado, aunque hubiera esperado un final feliz para Reds.
No, el film de tres horas y media, con intervalo para que el público tome un tentempié y todo, no tendría un final feliz, porque feliz no fue el final de Reeds. Luego de publicar los Diez días… el cronista y Bryant regresaron a su querida Nueva York, más específicamente, el Greenwich Village, reducto desde siempre de artistas y fuente de las vanguardias. Allí se habían conocido, luego de que Reed viajara a México y escribiera Hija de la revolución, sobre el movimiento emancipatorio del país del sur. En el Village se codeaba con escritores y uno de ellos era el dramaturgo Eugene O’Neill, más tarde premio Nobel de Literatura, que mantuvo un romance con Louis Bryant y que fuera interpretado por Jack Nicholson. Nicholson le había dicho a Beatty que no daba con el phisyque du rol para el papel, ya que la figura de O’Neill era alta y flaca. “Tranquilo, cuando hayas hecho de O’Neill, la gente pensará que O’Neill es como tú”. Ese año Nicholson fue nominado al Oscar por su interpretación.
Las escenas rusas fueron rodadas en España. En cierto momento, para compenetrar a los centenares de extras con el rol que cumplían en el film, Beatty tomó un megáfono y explicó la lucha de Reed, que además de escritor era militante socialista y que tomó abierto partido por el gobierno de los bolcheviques. Les explicó los derechos laborales por los que el protagonista del film peleaba. Dicho y hecho, los extras eligieron delegado y presentaron un pliego de reivindicaciones salariales y no le quedó otra a Beatty que aumentarles el salario. Quizás entre los alborotadores cinematográficos hubiera un argentino: Martín Caparrós.
El escritor argentino, en aquellos años exiliado en España, cuenta a Infobae Cultura: “A mí me pareció graciosa la idea de un gringo bonito haciendo la película sobre John Reed, sobre la Revolución soviética, pero todo eso fue secundario. En 1981 vi un anuncio El País en el que solicitaban gente de aspecto caucásico para hacer de extras en una película norteamericana y que había que presentarse en tal lugar y a mí, que estaba sin un mango, me pareció interesante y dije: ‘Bueno, voy y me presento’”.
–No sabía que era para el film Reds.
–Sí, me habían dicho que podía ser, pero no estaba seguro, había un rumor en Madrid de que estaban buscando extras y que los extras eran para eso, pero hasta que fui y me presente a la cita, que era una vieja estación de tren en Madrid donde hacían filmaciones y cosas por el estilo, no estaba seguro. Cuando llegué pregunté y efectivamente sí, y entonces me dieron muchas más ganas de que me eligieran porque en esa película actuaba la mujer de Warren Beatty, que era Diane Keaton, de quien yo estaba locamente enamorado hasta que me dí cuenta de que se parecía mucho a mi mamá.
–Ay, el Edipo...
–Bueno, sí, pero ahí tenía que empezar a disimular. En ese entonces no lo disimulaba, Me dije: “Uy, voy a ver a Diane Keaton de cerca, qué momento”, qué sé yo. Me presenté y fue muy gracioso porque una especie de gran patio de tierra detrás de la estación, un lugar donde arreglaban trenes y demás, y en el medio del patio estaba la gente de producción, todos gringos y demás, y alrededor habíamos, qué se yo, 200, 300 personas, la mayoría de los cuales tenían un aspecto caucásico que consistía en medir un metro sesenta y tener la piel olivácea del buen jornalero andaluz, así que a mí se me veía de lejos, yo era rubito y era un poco más alto, así que más o menos rápidamente alguno de los que estaba en el estrado me señaló. Cuando te señalaban significaba que tenías que ir a un lugar y te confirmaban que estabas contratado.
–Bueno, el impulso mayor era Diane Keaton, pero usted tenía un sesgo izquierdista o izquierdizante.
–Lo tengo, no es un sesgo, me considero de izquierda.
–Me parece muy bien, ¿quizás había leído Diez días que estremecieron al mundo?
–Sí, por supuesto que lo había leído, lo que pasa es que no tenía mucha confianza en lo que pudiera hacer Hollywood con eso. Me parecía un pequeño disparate. Después debo confesar que cuando ví la película tuve que reconocer que estaba equivocado porque la película está muy bien hecha.
–Está muy bien hecha y además tiene esa búsqueda que hacen de viejos comunistas, de gente muy grande ya, que recuerda a John Reed y también al momento del movimiento comunista. Entonces le gustó finalmente. Pero dígame, le dijeron: “Venga para acá, lo contratamos”, y qué le dijeron que hiciera.
–Estuve en un par de escenas. Me dijeron que tenía que ir dos días después o algo así a una especie de nave industrial en un galpón, en una zona de los alrededores de Madrid, y me tenía que presentar ahí. Luego me vistieron de campesino ruso, de mujik, que eran los campesinos ricos rusos, eso fue lo que me dijeron que era, además de delegado al segundo congreso de la III Internacional. Me vistieron, me arreglaron un poco la ropa y después me dijeron que nos iban a enseñar a cantar La Internacional, porque en nuestra escena se cantaba La Internacional, y yo dije que conocía La Internacional, que la sabía, entonces dijeron que necesitaban gente que la cantara en distintos idiomas porque era un congreso internacional, entonces, iba a sonar en varios idiomas al mismo tiempo. Preguntaron quién la podía cantar en italiano, y había muy poca gente, muchos de los extras eran básicamente mujeres, las mujeres eran esposas de militares americanos de la Base de Torrejón de Ardoz, que era una base aérea que había en los alrededores de Madrid y que se ve que estaban ahí, qué se yo, estaban aburridas y las fueron a buscar ahí, algunos eran incluso americanos de la base pero entonces la cosa era que no había muchos que cantaran en italiano. Entonces dije: “Dejá, yo lo puedo cantar en italiano”, clásico argentino chanta. Nos pusieron a aprender a cantar La Internacional en italiano, hecho que siempre me pareció meritorio que un maestro de canto pagado por Hollywood me haya enseñado a cantar La Internacional en Italiano con mi traje de campesino ruso, pero bueno, esos eran detalles menores. Después tuvimos dos jornadas de grabación, de filmación en una especie de gran escenario, de gran decorado, que habían armado en unos galpones en las afueras de Madrid, que reproducía este congreso, y yo ahí ya estaba como más ambicioso, que por un lado me había enterado de que Diane Keaton probablemente no fuera, con lo cual habían destruido mi ilusión amorosa. En medio de esa desilusión amorosa, recuerdo que al mediodía nos soltaban un rato y nos íbamos a dar una vuelta y el primer día nos fuimos con unos extras que hacían de soldados de la Guardia Roja a un supermercado que quedaba a tres cuadras a comprar Coca Cola, no sé a qué mierda fuimos al supermercado a comprar, y hubo escenas de pánico cuando vieron entrar el pelotón de la guardia roja con sus máuser, imaginate, era España del 1981, con toda esa cosa del peligro rojo.
La película es altamente meritoria. Muestra a Reed ya como militante profesional de su organización Partido Comunista de los Trabajadores en los Estados Unidos buscando el reconocimiento como sección de la Tercera Internacional, muestra las mil peripecias que atravesó Louise Bryant para buscar a su pareja en un viaje infinito desde los Estados Unidos hasta la naciente Unión Soviética. Muestra los nacientes rasgos burocratizantes de la URSS en la figura de Zinoviev, presidente de la Tercera Internacional (una década después, fusilado por Stalin), muestra el amor bolchevique entre Reed y Bryant, testigos privilegiados de unos días que convulsionaron al mundo y a la historia. Muestra a Reed, enviado como delegado, a la Conferencia del Lejano Oriente, de mayoría musulmana, que escucha “Jihad” en la voz del intérprete cuando Reed dice: “Lucha de clases”.
Y ahí están los militantes socialistas en los Estados Unidos, contemporáneos a la toma del poder por parte de los obreros y campesinos rusos, que dan sus testimonios de aquellas épocas pretéritas frente a cámara para que sean guardados para la posteridad.
Warren Beatty ganó el Oscar a mejor director por esta película. En su discurso de aceptación del premio, dijo: “Desde esa torre del capitalismo que es la Gulf+Western se ha financiado un romance de tres horas y media que intenta mostrar, por primera vez, simplemente algo del origen del socialismo y del comunismo estadounidenses”.
John Reed murió de tifus, una vez reencontrado con Louis Bryant, a los treinta y tres años en la naciente Unión Soviética, en 1920.
Su cuerpo reposa en el mausoleo destinado a los grandes revolucionarios en el Kremlin. Cerca suyo, se encuentra el cuerpo embalsamado de Vladimir Ulianov Lenin.
Reds se puede ver en la señal Star Premium.
La última edición de Diez días que estremecieron al mundo, anotada y con anexos documentales y fotográficos, fue publicada por Marea Editorial en 2017, año del centenario de la revolución de octubre, y se consigue en librerías o a través de la editorial.
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