Hace una hora que estoy tarareando que para enamorarse bien hay que venir al Sur. Es curioso, porque yo ya estoy en sur, tan al sur que casi no hay más espacio en el mapamundi en el que enamorarse.
Suelo ser bastante memorioso sobre los hechos de mi infancia, pero sin embargo no logro situar en espacio tiempo aquella tarde noche en la que, en la tele blanco y negro de mi casa, una rubia de flequillo impecable y silueta magnética apareció en la pantalla y arrancó a dictar un número telefónico que empezaba en cero y seguía en tres, mientras unos muchachos apenas vestidos con unas calzas que insinuaban aspectos bastante intimidantes le bailaban alrededor y la alzaban desde la piernas y la cola de una manera que yo no recuerdo haber visto antes.
Llevo escritos apenas dos párrafos pequeños y ya siento que me será imposible ocultar que Raffaella, puesto que de ella estamos hablando, fue mi novia. Pero no una novia de besitos y manitos y miradas de enamoramiento, no señoras, no señores. Cuando digo novia digo novia de esas de verdad, de a los bifes, de sexo descontrolado hasta altas horas de la noche, de proyecto de vida. Será por eso que no me gustaba que le dijeran “la Carrá” y menos aún que mis compañeros de colegio comentaran al día siguiente lo buena que estaba, porque Raffaella era mía, en los cánones de posesión aceptable del patriarcado infantil de la década del 70. A cambio, puedo asegurarles que yo también era suyo. Es verdad que antes había coqueteado fuerte con La Mujer Maravilla y que pasé varias noches en vela por la prima Daisy de los Dukes de Hazard, pero las dejé por ella. Por Raffaella me desenredé del lazo de la verdad y me bajé para siempre del General Lee, para entregarme de cuerpo entero, muy entero, a la pasión blanca y descontrolada de esa fantástica fiesta romana en la que Raffaella y yo bailábamos pegados, ella me sonreía con su boca enorme que me comía, yo le devolvía el beso que tanto había ensayado en el espejo y al fin encontraba una verdadera mujer.
Hoy leo con dolor que mi novia amante murió. Miro con bronca los grupos de WhatsApp de mis amigos contando que “le dedicaron una”. Quiénes se creen, quienes se creen, manga de malditos, para ponerse en el medio de ella y yo, que fuimos fieles compañeros de baño y cama, de noches y amaneceres, mientras nos íbamos cada vez más al sur, más enamorados, más de fiesta.
Ciao, Raffaella. Desde esta noche cambiará mi vida.
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