Ernest Hemingway no necesitó de la literatura del yo para expoliar sus fantasmas, ni siquiera para disimular su ego. Aunque su presencia en sus obras es voraz, como las ramas de un árbol que golpean un techo, pero del que solo vemos una sombra, desnuda. Esa necesidad autorreferencial, oculta en sus personajes, lo ayudó a construir la figura de no solo uno de los grandes autores de la historia, sino también uno de los mitos del siglo XX. Lo que Hemingway escribía era posible, por que él lo hacía posible o porque así lo decía, al menos.
Publicó 7 novelas en vida -otras 3 salieron de manera póstuma-, tres libros de ensayos y varios de cuentos, aunque si figura ha sido tan (o más) magnética que su obra, con alrededor de una veintena de biografías. En una de ellas, Anthony Burgess, escribió: “Conocemos a Hemingway, el hombre, no a través de cartas o diarios, sino de historias recontadas a su vez por otros, reminiscencias que sirven para alimentar la leyenda y que -haciéndose cada vez menos fiables según su personaje queda atrás en el tiempo- aún continúan apareciendo”.
“Hemingway no estaba satisfecho con la simple excelencia como cazador, pescador, boxeador y jefe guerrillero. Tenía que convertirse a sí mismo en un mito homérico, lo cual significaba posar y mentir, tratar la vida como si fuera una ficción, y, aun cuando algunas de sus mentiras son transparentes, es difícil deslindar su autofabricada leyenda, de una realidad menos deslumbrante”, sostuvo el autor de La naranja mecánica.
El Nobel de Literatura colombiano, Gabriel García Márquez, nunca ocultó su admiración por dos autores: William Faulkner y Hemingway. Al segundo, relata en una evocación, lo cruzó una vez en París en el ‘57 y solo se animó a gritarle “Maeeeeeestro” desde la vereda de enfrente, a lo que el estadounidense le respondió levantando una mano y devolviéndole un “Adiooooós, amigo”.
Para Gabo, el también Nobel de Literatura y ganador de Pulitzer fue sobre todo el más grande cuentista de su tiempo. Así lo expresa: “Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no rebasarlos”.
Para Burgess, por su parte, “convirtió la narración en prosa en un medio físico limpio de todo lo que fuera cerebral o fantástico, apto para el héroe hemingwayano: duro, estoico, resistente,exhibiendo esa clase de valor hemingwayano que hemos aprendido a denominar ‘elegancia en el sufrimiento’”.
Si bien es recordado por novelas como Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas o El viejo y el mar, los relatos breves de Hemingway sintetizan lo mejor de un estilo que cambió la literatura occidental y que tuvo -y tiene- múltiples imitadores en la que realizó un desmalezado con la palabra justa, la combinación de oraciones cortas y largas, la metáfora poética sin arabescos, la muerte de la floritura por la floritura misma. La breve vida feliz de Francis Macomber, Las nieves del Kilimanjaro, Gato bajo la lluvia, Los asesinos o Montañas como elefantes son una muestra perfecta de ese “misterio y belleza” como de esa “elegancia en el sufrimiento”.
Hace 60 años, el escritor acababa o agigantaba su mito, según se lo mire, disparándose en la cabeza. A continuación una serie de historias y cómo se relacionaron con su obra:
El amor después del dolor
Su primer gran amor fue Agnes von Kurowsky, a quien conoció durante los seis meses de recuperación que necesito tras ser herido en la Gran Guerra. La enfermera, que inspiró el personaje de Catherine Barkley en la clásica novela, Adiós a las armas, lo dejó por un militar italiano, aún cuando habían decidido casarse en 1919. El regresó a EE.UU., donde la esperaba, pero ella, vía carta, le dio las noticias: se había comprometido con otro.
De acuerdo a Jeffrey Meyers, en Hemingway: A Biography, el dolor causado por el rechazo de Agnes modeló sus siguientes relaciones, en las que el escritor se convirtió en el que abandonaba sistemáticamente siempre con una infidelidad de por medio. Así, el autor se casó cuatro veces: Hadley Richardson (1921-1927); Pauline Pfeiffer (1927-1940), Martha Gellhorn (1940-1945), y Mary Welsh (1946-1961), aunque es el vínculo con Gellhorn el más controversial y famoso.
Gellhorn es una de las corresponsales de guerra más importantes del siglo XX y a ella le dedicó Por quién doblan las campanas. La conoció en el ’36 y tuvieron un affaire hasta que el autor se separó de Pfeiffer y finalmente se mudaron a Cuba, donde compraron la hoy emblemática casa-museo Finca Vigía, a 24 kilómetros de La Habana.
Antes de casarse, viajaron juntos a España para cubrir la guerra civil, y luego ella reportó la llegada al poder de Hitler y cubrió la Segunda Guerra desde Finlandia, Hong Kong, Birmania, Singapur e Inglaterra. A diferencia de sus anteriores esposas, Gellhorn no se subyugaba a los deseos y presiones de su esposo, y durante lo que duró la relación él no soportaba que ella dedicara tanto tiempo a su profesión: “¿Eres corresponsal de guerra o esposa en mi cama?”, le dijo en el ’43, cuando partió para el frente italiano.
Cuando se produjo el Día D, el desembarco en Normandía, la relación estaba rota. Ambos fueron a cubrir el evento, pero con grandes diferencias. El usó su influencia para que ella no recibiera su credencial de prensa, por lo que tuvo que esconderse en el baño de un barco hospital que cargaba explosivos y, al llegar a Inglaterra, de donde partieron a Francia, se hizo pasar por camillera.
El, por su parte, viajó en avión hasta las islas. Gellhom narró los eventos desde el campo de batalla, Hemingway se mantuvo en una lancha a distancia y el biógrafo Kenneth Lynn asegura que su cobertura en tierra del desembarco son pura ficción, otro paso en la construcción del mito homérico.
Al año siguiente de la separación, se casó con Welsh, corresponsal de la revista Time en la Segunda Guerra. Pero la periodista no fue su último amor, sino la noble y poeta italiana Adriana Ivancich, hermana de su amigo Gianfranco, a la que le llevaba tres décadas, y la que conoció en Venecia en un viaje junto a su esposa.
Como se revela en Autumn in Venice: Ernest Hemingway y His Last Muse (Otoño en Venecia: Ernest Hemingway y su última musa), del italiano Andrea di Robilant, la joven fue la musa de dos de sus novelas tardías, las últimas que se publicaron con él en vida.
Por un lado, la entonces muy criticada Del otro lado del río y entre los árboles, situada en el Veneto y en la que Adriana inspiró el personaje de Renata. De hecho, Hemingway prohibió su publicación en Italia durante al menos dos años para proteger a los Ivancich del escándalo que igualmente causó cuando salió a la calle en 1965. La otra obra, ya sin referencias directas a la muchacha, pero realizada durante el período más fértil de la relación, fue la obra clásica y ganadora del Pulitzer, El viejo y el mar.
Más vidas que un gato
Hemingway se codeó con la muerte en varias oportunidades. La primera fue con 18 años, cuando como conductor de ambulancias para la Cruz Roja en Italia durante la Gran Guerra. Por su hereditario problema visual -por parte de su madre- no era apto para combatir, por lo que la experiencia de un amigo como socorrista lo motivó para abandonar Kansas, donde sobrevivía en su primer trabajo como periodista.
Una noche que llevaba chocolate y cigarros a los soldados en las trincheras en medio del fuego cruzado, un mortero austríaco explotó en las cercanías. Cargando con un herido en una arnés de bombero fue alcanzado por una ráfaga de metralleta en la pierna izquierda. En ese estado, llevó al soldado a salvo y se desmayó, lo que le valió la Medalla de Plata al Valor Militar del gobierno local.
Por otro lado, estuvo envuelto en una serie de accidentes de tránsito, el primero en el ’30 en Wyoming cuando para no chocar de frente con un camión volcó en una zanja y se rompió el brazo en dos partes, no pudiendo escribir por un tiempo. Otro fue antes de partir hacia el Día D, por el tuvo un traumatismo por el que anduvo con venda en la cabeza por un tiempo, y otro luego de la guerra, cuando por exceso de velocidad se rompió la rodilla y se produjo una herida profunda en la frente.
Aunque este último incidente no fue el que produjo su característica cicatriz, esa que parece una especie de chichón, la cual no se originó con el “glamour” que a él le hubiera gustado contar en alguna historia: el corte fue realizado por un accidente doméstico antes de abandonar los años de la Generación Perdida en París, en 1928: en un cuarto de baño, cuando un tragaluz se le vino encima. Siempre fue reacio a hablar sobre esta experiencia.
Sin dudas los accidentes más graves fueron en 1954, cuando casi murió en dos accidentes aéreos sucesivos. El 21 de enero partieron junto a su última esposa del aeropuerto de Nairobi Oeste con destino al Congo belga. Cuando atravesaban las cataratas Murchison una bandada de ibis cruzó la ruta del avión y el piloto para evitarlos terminó golpeando un alambre telegráfico abandonado, dañando la hélice. El aeroplano cayó a unos 5 kilómetros de las cascadas.
Nadie resultó gravemente herido y el autor se dislocó el hombro. Como la radio no funcionaba, debieron pasar la noche en una colina junto al fuego, hasta que por la mañana vieron un bote blanco al que le hicieron señales. El dueño de la embarcación, rápido de reflejos, le sacó una buena suma por cabeza, ya que sabía que los blancos pagaban bien y más cuando estaban desesperados: cuatro años antes, le había alquilado el bote a John Huston, mientras filmaba La Reina de África.
Así que los tres fueron hasta Butiaba, Uganda, donde sucedió algo aún más increíble. Volvieron a subirse a otro avión con destino a Entebbe y cuando la nave comenzó a despegar, hizo unos metros, y se estrelló para incendiarse. Esta vez las heridas fueron severas: pérdida temporal de la visión en un ojo, pérdida de audición, parálisis del esfínter, quemaduras de primer grado en cara, brazos y cabeza; brazo derecho y hombro izquierdo, dislocados; una vértebra aplastada; hígado, bazo y riñón, desgarrados.
Hemingway se enteró entonces que la noticia de su posible muerte ya era vox populi e incluso salió publicada en algunos periódicos. Un buscador enviado por la British Overseas Airways Corporation había encontrado el primer avión, sin restos de vida y encendió la alarma. Se recuperó leyendo los obituarios.
Un mes después en Mombasa, Kenia, quiso ayudar a apagar unos matorrales y cayó dentro del fuego, produciéndose quemaduras de segundo grado en piernas, vientre, pechos, labios y en una mano y antebrazo.
Adiós a las armas
Clarence Edmonds Heminngway enseñó a su primer hijo varón todo lo que necesitaba para sobrevivir allí afuera: pescar, manejar herramientas y armas, talar árboles, y cocinar en la intemperie. Había sido criado por un soldado de la guerra civil y conocía la importancia de la rudeza, aunque le inculcó que solo se mataba animales para comer, algo que su hijo no cumplió.
Cuando el joven Ernest marchó hacia Kansas con 17 años, Ed lo acompañó hasta el tren, escena que recreó en Por quién doblan las campanas, relatando que el personaje se sintiera “súbitamente mucho más viejo que su padre y tan penado por él que apenas podía soportarlo”.
Cuando volvió de la Gran Guerra, su padre lo cobijó, orgulloso, mientras que su madre al tiempo lo echó de la casa por haragán. La relación siguió epistolar en el tiempo y si bien en varias entrevistas el autor le gustaba diferenciarse de su progenitor, incluso mostrar rechazo, la realidad es que lo unía un fuerte vínculo.
En 1928, Ed estaba deprimido por la diabetes, una angina de pecho crónica y la imposibilidad de realizar las actividades de otrora, por lo que tomó una pistola de la guerra civil y se disparó en la cabeza. En la última carta a Ernest le había comentado su preocupación por su situación económica, a lo que el joven respondió que ya no debía hacerlo, que la fortuna, finalmente, se estaba poniendo de su lado. Esa carta llegó dos días después del suicidio.
Aquel fue un golpe muy fuerte. Si bien hacía poco había vuelto a ser padre, el escritor ya transitaba una insatisfacción por la vida que ningún lugar parecía apagar, siquiera el prestigio de Fiesta y el éxito de Adiós a las armas. “Probablemente voy a ir de la misma manera”, le habría dicho a su primera esposa, quien conocía ese dolor, ya que su padre se había ido de la misma manera.
Hemingway se suicidó casi como su padre, casi, porque eligió una escopeta para hacerlo. Sus últimos meses fueron una pesadilla. Cuando abandonó Cuba para siempre en el ’60 se entristeció porque sabía que nunca recuperaría los escritos de su caja fuerte. Ya no podía escribir como antes, le costaba ordenar las ideas en los textos, necesitaba asistencia.
Luego fue a España, para ser fotografiado para un artículo de Life Magazine. A los días la prensa aseguraba que estaba a punto de morir. Se pasaba los días en la cama. Viajó hasta Nueva York, seguía en cama, le aseguraba a su esposa que el FBI lo vigilaba (algo que se confirmó en 1980), lo creyeron paranoico.
Fueron hasta Idaho. Luego fue internado anónimamente para tratar su depresión por medicamentos en la clínica Mayo, en la que recibió terapia electroconvulsiva hasta 15 veces en diciembre de 1960, para luego recibir el alta en un estado moribundo en enero de 1961.
Regresó a Ketchum, a los días su esposa lo encontró con una escopeta en la cocina. Otra vez lo internan y recibe electrochoques. Tras recibir el alta la madrugada del 2 de julio de 1961, se escabulle de la cama, para dispararse con su escopeta favorita. Abrió la bodega del sótano donde guardaba sus armas, subió las escaleras hacia el vestíbulo de la entrada principal, colocó el extremo del cañón en su boca y apretó el gatillo. Por cinco años, fue un accidente doméstico, hasta que su esposa aceptó el suicidio en una entrevista. Adiós a las armas.
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