En las entrañas del Pasaje Rodrigo, Skay comandaba como podía los ensayos y grabaciones. Beto Verne en guitarra, Pepe Fenton en bajo, Bernardo Rubaja en piano y los hermanos Ricky (violín) y Basilio Rodrigo (guitarra) eran parte de un elenco nunca estable. El objetivo era interpretar musicalmente los climas oníricos de los relatos del Indio y Guillermo. Primero sonorizaron las películas y después hicieron la música. Una vez concluido el trabajo, quedó montado un estudio de una calidad considerable. Los chicos se quedaban tocando, sacando temas ajenos, garabateando temas propios.
—Fenton: En ese instante nacen los Redonditos. El equipamiento del estudio estaba muy bien y nos juntábamos a zapar con cierta periodicidad. A veces venía Alejandro Medina, que estaba casado con una chica de La Plata. Alguien preguntó… ¿Y si armamos una banda? Yo tomé el rol de bajista, pero no tenía ni idea. Medina me pegaba con una regla en los dedos para que tocara bien.
Las canciones salían como consecuencia del relajo de las jam. Entre bases y punteos sin destino más que el de producir una música de clara impronta progresiva y psicodélica, se colaba alguna melodía, algún estribillo, se definía una estructura cercana a la canción. Muchos esqueletos de esas canciones se perdieron irremediablemente, otros apenas nutrieron los primeros conciertos y un pequeño porcentaje sobrevive en la discografía oficial de los Redonditos. El Indio aparecía poco. Dentro de la falta de organicidad, emergía con nitidez el liderazgo de Skay. Era el único que proponía que las ideas llegaran a un puerto musical. Su célebre silbato para darle paso a intervenciones de solos era el perfecto símbolo de la autoridad de su rol.
—Fenton: La primera canción que tuvimos más o menos lista fue un blues llamado “Honolulu”. También me acuerdo de un tema que era una especie de reggae, con música de Skay y letra de varios. Guillermo estaba viviendo en Venezuela. Por eso compusimos un reggae que se llamó “No solamente vos estás en el Caribe”, y se lo mandamos. Después pasó a llamarse directamente “El reggae”.
Algunos llegaban con discos importados de Bob Marley y de Peter Tosh. Por esos años, Tosh empezaba a coquetear con Mick Jagger y Keith Richards y desde los guetos jamaiquinos de Londres el reggae torcía la raíz de los “dos tonos” del punk original. El sonido de la banda todavía era difuso, un territorio bastardo donde entraban Frank Zappa, el rock and roll estadounidense a lo Tom Petty, el reggae, el punk y la new wave. Faltaba para la alquimia, pero ya se advertían los elementos que bullían en la sala. En tanto, los popes de aquel tiempo –Charly García y Luis Alberto Spinetta– indagaban las posibilidades del rock progresivo y sinfónico en un caso (La Máquina de Hacer Pájaros) y de cierto rock inclinado al tango en el otro (Invisible). El dato es significativo. Estaba instalada la idea de que el baile era sinónimo de frivolidad y la complejidad una muestra de inteligencia, intelecto y sensibilidad. Los cuerpos del rockero eran como cárceles: siempre ateridos en las butacas durante los shows. Las tendencias musicales de las grandes capitales del Norte llegaban con un delay considerable: cuando el punk barría con el rock ampuloso, aquí mandaban los sintetizadores y el virtuosismo interpretativo. Lateral e irónicamente, los Redonditos tratarían la cuestión en no de los hits de su etapa under, un rock and roll titulado “Algo escandaloso sucedió en el bazar de Wakeman & Fripp”. En los sótanos del Pasaje Rodrigo se miraba otro canal. “Hay una historia oficial del rock nacional que se ha escrito desde Buenos Aires. Pero en La Plata o en Rosario, ciudades de clase media urbana, estaban pasando cosas importantes a fines de los 60 y comienzos de los 70”, diría Solari.
—Guillermo Migoya (baterista): Todo nos marcaba. Éramos un grupo heterogéneo. A mí me gustaba King Crimson, a otros Alice Cooper, Allman Brothers, Rolling Stones, Bob Dylan, Led Zeppelin… Pero a la hora de tocar y componer esas influencias no tenían mucho peso, ya que el resultado de la banda era completamente diferente.
La fiesta ocurría en la oscuridad. Al Indio Solari le gustaba decir, en referencia a la tensa relación entre las juventudes políticas y los rockeros: “Nosotros no queríamos tomar el poder; queríamos cambiar la vida”. Décadas más tarde, en “Tomasito, ¿podés verme? ¿Podés oírme?” –título que alude a una de las canciones principales de la ópera rock Tommy (1969), de The Who– escribió que “los 60 fueron tres putos años nomás”. Agriamente, Solari apuntaba a los que observan la década del 60 como un sueño dorado y compacto, cuando fueron años plenos de matices. En la Argentina los 70 aparecen, en contraste, como una década marcada por sensaciones abismalmente contradictorias que fueron de la esperanza del retorno de Perón al terrorismo de Estado, pasando por los papelitos del Mundial ’78. Los 70 fueron incluso más que diez años y se despedazaron de la peor manera posible: en 1982, con una guerra. Uno de los últimos combates de la Guerra Fría.
Fueron los años en que Patricio Rey blindó su ideología y paulatinamente puso en marcha, logro a logro, la configuración definitiva en banda de rock and roll. La necesidad de producir música incidental para las exploraciones audiovisuales del Indio y Guillermo Beilinson fue el primer paso hacia una vaga idea de profesionalismo. A grandes rasgos, y con la perspectiva del tiempo, esta etapa operó como un filtro: solo seguirían adelante los que estaban convencidos de que este “rejuntado de drogones” tenía una dirección, una meta. Podía haber futuro. La intención era conformar una banda que con criterios propios, alternativos, lograra evitar la fugacidad de tantos otros grupos de pop y rock. Faltaba para que se solidificara la mesa chica de la célebre dupla de tres formada por Indio Solari, Skay Beilinson y Poli Castro.
Fue el fin de la inocencia, en varios sentidos. Adentro de la kermés todo era sexo, drogas, happening y rock and roll; afuera se desplegaba la cacería política. Habría diásporas, desafíos, estrategias; el poder había puesto la lupa en varios integrantes de la troupe y el desmarcarse se transformó en una cuestión de supervivencia. Poli y Skay vivieron en diferentes casas –en nervioso zigzag, una táctica que aplicaban los grupos guerrilleros– y en un momento se refugiaron a trabajar en los campos de porotos y zapallos en Salta del padre de Skay donde, de paso, en otras condiciones, podrían intensificar las prácticas de autogestión estrenadas en Pigüé. El Indio Solari administraba el hostal El Alex de Valeria y Guillermo Beilinson era un blanco móvil que alternaba La Plata y Pinamar con una estadía en Venezuela, donde aspiraba dedicarse a la producción de cine.
Ninguno perdía contacto con La Plata: iban y venían, y en cada ir y venir Poli se encargaba de coordinar fechas y agendas para mantener la mística del encuentro. La banda tenía un funcionamiento espasmódico, el ritmo estaba signado por las urgencias de los tiempos políticos: una guerra de guerrillas rockera, un grupo que aparecía furtivamente, perpetraba su delirio y volvía a dispersarse. En La Plata, una ciudad concentradamente ideologizada, el concepto de que la Triple A y luego la dictadura no perseguían al rock era discutible. Desde 1968 operaba en las facultades la CNU (Concentración Nacional Universitaria), una fuerza de choque de la derecha peronista que, a partir de mediados de la década del 70, se transformó prácticamente en una célula paraestatal. Un famoso asado en City Bell fue interrumpido por grupos parapoliciales, y la picana corrió dura y pareja para el Indio Solari, para Skay, para todos.
—Rocambole: Se habían apoderado de la universidad. Estábamos todos en las listas. A mí me detuvieron dos veces. La peor fue con el Ejército. Me cazaron junto a tres integrantes de La Cofradía y estuvimos cinco días desaparecidos. Todos cayeron alguna vez en esos años. Nos dieron el tratamiento que les daban a los subversivos. Fue terrible.
—Poli: Todos caímos. Una vez nos allanaron la casa y nosotros no estábamos. Algo habíamos intuido, y nos quedamos a dormir en la casa de Pipo Lernoud. Cuando volvimos habían roto el candado, habían entrado, y dejaron los pasaportes nuestros sobre la mesa. Revolvieron toda la casa. Ese fue el primer allanamiento. Después hubo otro. Hasta nos dejaron nuestros pasaportes sobre la mesa. No nos quedó otra que irnos…
Los momentos de encuentro eran –y más en ese contexto opresivo– memorables. Todos la pasaban bien zapando. Ingresaban gentes de diferentes ámbitos: músicos que provenían de la experiencia de Diplodocum o de La Cofradía, estudiantes, amigos de amigos. Del Pasaje Rodrigo pasaron a reuniones en casas, pero incluso las residencias más espaciosas empezaron a quedar chicas. Guillermo y Poli, junto con Skay y Fenton, surcaron la ciudad en busca de una sala. Y dieron con Carlos Mariño, compañero de la escuela primaria de Guillermo, que en ese momento estaba administrando el Teatro Lozano, ubicado en 11 entre 45 y 46.
—Carlos Mariño: Yo tenía una pequeña empresa de producciones. Organizábamos recitales, y manteníamos alquilado el Teatro Lozano desde principios del 70. Era un sitio interesante, de resistencia. En plena dictadura tocaban las mejores bandas del under de La Plata, Berisso y Ensenada, bandas como Ataúd, Liverpool, Cruz de Cemento y hasta Dulcemembriyo de los Moura. Era como una vidriera. Y los Redondos, que todavía no eran los Redondos, querían tocar.
Simultáneamente, Mariño atendía los fines de semana un cabaret de su tía que quedaba en 1 y 61. Se llamaba Sandra Tango Club. Los domingos las chicas descansaban y el espacio se abría para el rock. Para allí fue la caótica banda. Algunos creen que esas noches inspiraron el título de la canción “Masacre en el Puticlub”.
Guillermo puso el dinero para alquilar el Lozano, Mariño se hizo cargo del sonido y el primer concierto fue el 26 de noviembre de 1977. Hubo algunos más allí, no muchos, pero lo suficientemente importantes como para que se transformaran en el kilómetro cero. Pasaron a la historia como Los Lozanazos. Guillermo decidió filmar los recitales. Durante décadas ese material permaneció en una caja de seguridad.
—Poli: Todavía no teníamos nombre definitivo. No éramos Patricio Rey ni nada.
—Guillermo Beilinson: En esas noches todo era una improvisación constante. Era un fluir que pasaba de clima en clima. Quedó todo grabado, también están las cintas del sótano. Hay temas muy interesantes que surgieron ahí, porque cuando apareció la idea de ir a Salta sabíamos que necesitábamos tener temas. La mayoría de las canciones eran del Indio, la letra y la música; también había algunos temas de Skay, de Beto Verne, de Basilio Rodrigo (“El Supersport”). Yo creía que había que ensayar lo mejor posible porque arriba del escenario no sabías lo que podía pasar. Más o menos tenías que saber dónde caer: en esa cosa de la marihuana, del alcohol, de lo que pudiera haber arriba del escenario o adentro de la persona, había que saber qué era lo que tenías que hacer.
Los Lozanazos fueron la consumación festiva y desaforada que se extendió hacia el viaje a Salta, otro hito de la mitología. En esa fechas del Lozano se definió el “espíritu de Patricio Rey” tantas veces declamado, la idea de lo orgiástico y lo pagano. El escenario era un corredor por donde circulaba tanta gente como dosis de ácido lisérgico. No había distancias entre la banda y las butacas. Poli compraba gallinas en una granja vecina, y se liberaban en medio del show. Las canciones se sucedían, desprolijas, como maquetas mejoradas. “Mariposa Pontiac”, “Un tal Brigitte Bardot”, “El gordo tramposo” (dedicada al Gurú Maharashi), “Maldición va a ser un día hermoso”, “Honolulu”, “Espiroqueta”, “Blues del noticiero”, “Algo escandaloso sucedió en el bazar de Wakeman & Fripp”, “La chica de la cafetería”, “Rock 18”, “El Hidromedusa” (inspirado en el texto del poeta surrealista francés Guy Cabanel). Había algunos temas de Beto Verne como “La roca bestial” y “Petit Suisse”, uno de Morci Requena (“Crecer crecer”) y el rock “Imperialismo espacial”, también de Morci, con letra de Rocambole.
El limbo entre el concierto de rock y el happening fue el cenit de la ideología ricotera, el origen de un discurso que dominó los años 80. Ampliamente, una filosofía del placer. Pero también una sugestiva forma de actuar en los márgenes, en una semiclandestinidad tan heroica como desquiciada. El discurso caló hondo en la gente. La inspirada idea de crear un misterioso personaje-deidad que manejaba los destinos de esos pobres diablos, títeres de ese ser superior, hizo el resto. Patricio Rey funcionó durante años como un ente real, o al menos posible: un juego jugado con seriedad. El periodista y poeta Pipo Lernoud considera que esa característica viene de las creencias chamánicas que tenía el Indio en aquellos tiempos, en su convicción de que podían existir sujetos que operaban como médiums.
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota no era un baile de máscaras; era un baile de identidades. La confusión –buscada– duró mucho tiempo, el suficiente para cimentar el mito. Años más tarde, en una entrevista radial de Tom Lupo, el Indio llevó la fantasía al paroxismo. Patricio Rey existe. Patricio Rey es una persona. Yo digo lo que sé. Yo estoy convencido de que existe y hasta me atrevería a decirte que más de una vez se ha dirigido a mí y a otros amigos o gente que conozco. Aparte de la cosa nihilista, hay un personaje que de pronto tiene la facultad de poder dejarte de lado cuando se le da las pelotas. Es un pupilaje; tiene más que ver con la mafia que con las sectas, ¿no? De pronto, a veces viene bien la bola y uno sabe de qué se trata, y a veces viene mal y uno no sabe de qué se trata, porque no llega ninguna nota, ningún telegrama, ningún nada, y nadie lo ve y no sospechamos de nadie.
Lo que carece de identidad es inmortal. De pronto si vos me compulsás mucho, llega un momento en que puedo hablar hasta donde sé, lo mismo Skay y Poli. Yo sé que alguna vez he tenido noticias de Patricio Rey, como me consta que los amigos, incluido Skay y toda esa gente, también han tenido noticias. De pronto tendemos a vernos como poseídos por Patricio Rey o por la indicación de Patricio Rey a alguno de los integrantes o de los que conocemos. Vivimos sospechando que alguien es… En los Lozanazos, ese espíritu alcanzó una expresión catártica. No tenía la estructura de un concierto: no había horarios de comienzo ni de fin. Podía comenzar a las diez de la noche y seguir hasta las tres de la mañana hasta que, como dice Poli, “la gente caía extenuada”. Edgardo “El Docente” Gaudini, el Doce, se deslizaba vestido de sultán rodeado de una corte de efebos y repartía unos buñuelos de ricota que él mismo preparaba. El Indio Solari subía con unos jardineros blancos similares a los que usaban en la NASA, que hizo que lo comenzaran a llamar “El Astronauta Italiano”. El ballet ricotero capitaneado por Cecilia “Monona” Elías era la tentadora oferta femenina.
—Rocambole: El teatro era un territorio liberado. Además de las gallinas sueltas, había quienes gustaban de abrir los matafuegos… Una noche un tipo se afeitó sobre el escenario frente al público.
—Mufercho: Al escenario subían y bajaban unas cuarenta personas, muchos disfrazados. Era un circo. Una vez con Fenton habíamos tomado tanto LSD que no nos dimos cuenta que había entrado la policía, apuntando con las ametralladoras. Me acuerdo que yo le metí el dedo en la ametralladora a uno de los canas mientras le decía: “Yo a vos te conozco de algún lado”.
Se iba 1977, uno de los años más siniestros de la historia. Adentro de esa sala, como un cabaret alemán, un manojo de chicos con los estados alterados planteaba una resistencia que era, también, pura inconsciencia. Ademanes arties de clase media. Aunque en dimensiones mínimas, el viaje a Salta al amanecer de 1978 fue la primera manifestación profesional orgánica de la banda. Luego de un show en el Lozano, sin dormir, la intrépida troupe subió a un micro Volvo rumbo a Salta. Habían sido contratados por el bar El Polaco. El contacto fue a través de gente amiga de Skay y Poli de las incursiones laborales salteñas. Primero necesitaban canciones; las compusieron. Ahora precisaban un nombre. Esa misma madrugada alguien movió los labios para decir dos palabras: “Patricio Rey”. El Indio, Skay, Guillermo y Poli se miraron, y no dijeron nada.
Los esperaba un viaje apasionante.
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