Era el año 1996. Los norteamericanos Richard Levins y Richard Lewontin escriben un artículo desafiante. “Hace una generación atrás, el sentido común reinante entre los líderes de la salud pública era que las enfermedades infecciosas habían sido radicadas”, afirmaba la dupla de científicos de Harvard. Sostenía que esa generación optimista con los avances de la ciencia médica y el desarrollo económico se equivocó ante la propagación de tantas epidemias desde 1961 como el cólera, la tuberculosis, el ébola o el SIDA, entre otras. “¿Por qué la salud pública fue tomada totalmente por sorpresa?”, se preguntaban.
Levins y Lewontin adjudicaban la estrechez de la mirada a sus colegas del campo. Decían que su paradigma impide que los ministerios de Salud “hablen” con los de Agricultura. No se observa que detrás de las enfermedades infecciosas hay una historia social y evolutiva del ser humano, donde los vínculos que se establecen con la ecología, el suelo y otras especies son relevantes. Se olvida, dicen los autores, que no solo hechos como la conquista europea y la revolución industrial diseminaron pestes en su tiempo, sino que eventos cotidianos de la civilización, como el chorro de agua que emiten los duchadores en el baño, le permiten a determinadas bacterias alcanzar a los pulmones.
“Tenemos que afirmar que cada cambio de envergadura que se produce en una determinada sociedad, población, en el uso de la tierra, que todo cambio en el clima, la nutrición o la migración es también un evento de salud pública que viene de la mano con su propio patrón de enfermedades”, dice el artículo.
El texto, que apareció hace 25 años, está incluido en La biología en cuestión (Ediciones IPS), un libro publicado recientemente con 31 ensayos de la autoría de ambos científicos. Las más de 400 páginas constituyen un ejercicio ensayístico que involucra un período de 20 años de trabajo académico en la ciencia, la biología, la ecología y la salud pública, pero también de participación en el activismo político.
El trabajo conjunto de los científicos abarcó objetos tan disímiles como las enzimas, la mosca de la fruta, el maís, las hormigas, frecuencias génicas y naranjos. Almas universales, revolucionarios en su campo disciplinar y en lo político, advertían que su punto de vista “siempre estuvo influenciado por cómo vemos al mundo en su conjunto”.
“Cuando era un niño, siempre di por sentado que de grande sería científico y de izquierda”, anticipa Levins en uno de sus textos autobiográficos. Neoyorkino, recuerda cómo en Brooklyn, el barrio en el que nació, “las escuelas quedaban vacías el 1 de mayo y donde conocí a mi primer republicano a la edad de 12 años”.
La crítica a la salud pública
“La ciencia a menudo se equivoca porque estudiamos lo desconocido creyendo que es como lo que conocemos”, dicen los autores en El retorno de la viejas enfermedades y la aparición de nuevas patologías. Lewontin y Levins, uno biólogo evolutivo genetista, el otro ecólogo, biomatemático y agricultor, apuntan al convencimiento que tenían los epidemiólogos y profesionales de la salud que contaban con las “mejores armas” para enfrenar la “guerra contra las enfermedades”. La tasa de mortalidad estaba decayendo y el desarrollo económico en el mundo parecía alumbrar un futuro dónde las enfermedades infecciosas serían un problema menor. Los preconceptos eran creíbles.
La realidad demostró lo contrario, aún antes de la llegada del COVID-19. Según los investigadores, el error de ese prejuicio es que se consideró un tiempo demasiado breve. Los cambios históricos en la humanidad fueron alterando las condiciones de vida. El primer brote de una plaga, la peste negra, se registró en la época del emperador Justiniano en plena decadencia de Europa. Distintos hitos, de grandes modificaciones estructurales, conllevaron sus propias pestes.
En segundo lugar, Levins y Lewontin rechazaron el enfoque médico y de salud pública limitado al diagnóstico de las personas. “Si hubieran consultado a los veterinarios, a los patólogos de plantas, hubieran podido ver nuevas enfermedades que afectan a otros organismos: la fiebre porcina africana, la enfermedad de la vaca loca en Inglaterra (...), entre otras, “hubieran dejado en evidencia que algo andaba mal”.
Tampoco se prestó atención a “la evolución” o “la ecología de las interacciones de las especies”, resaltan los científicos. Para ellos, fenómenos como el parasitismo es un aspecto universal de la evolución de la vida. “Por lo general, los parásitos no se las arreglan muy bien viviendo en la tierra o en el agua, por lo que se adaptan en ambientes especiales, el interior de otro organismo”, recuerdan. Desde esa perspectiva, los parasitores requieren de un medio interno, al igual que sus condiciones de transmisión y supervivencia. “Las grandes aglomeraciones de cultivos, animales o personas son nuevas oportunidades para las bacterias, los virus y los hongos, y ellos tratan de aprovecharlas”, agregan. Y todo ello pese a que ya era conocida la resistencia de los gérmenes a los fármacos desde fines de 1940, lo mismo que los pesticidas.
“La fe ciega en panaceas que mágicamente permitirían controlar las enfermedades, junto con el difundido uso de metáforas militares (“armas en la guerra contra…”; “ataque”; “defensa”; “vamos a eliminarla”) nos impidieron reconocer que la naturaleza también es activa, y que nuestros tratamientos por fuerza desencadenan determinadas reacciones”, sentenciaron Levins y Lewontin.
Los autores rechazan las antinomias que “oponen lo biológico a lo social, lo físico a lo psicológico, el azar al determinismo, la herencia al medio ambiente, lo infeccioso a lo crónico”. Son marxistas convencidos de la visión diálectica de la naturaleza -cuyas primeras ideas se remontan al siglo XIX desde la obra del teórico alemán del Partido Comunista, Federico Engels-, por lo que es equivocado reducir el análisis a uno o dos factores. Su explicación sobre las chances del cólera para propagarse entre la población exponen esta lógica:
“Es así que se considera que un brote de cólera se reduce al hecho de que la bacteria del cólera afecta a muchas personas. Pero el cólera, cuando no está dentro de las personas, vive entre el plancton que está cerca de las costas. El plancton prolifera cuando los mares se calientan y cuando los desechos líquidos de las cloacas y los fertilizantes agrícolas alimentan a las algas. Los productos del mercado mundial son transportados en buques de carga que usan el agua de mar como lastre, el cual se descarga antes de ingresar al puerto, junto con las criaturas que habitan en él. Los pequeños crustáceos se comen las algas, los peces se comen a los crustáceos y la bacteria del cólera se encuentra finalmente con quienes consumen pescado. Por último, si el sistema público de salud de una nación ya ha sido diezmado por el ajuste estructural de la economía, entonces la explicación completa de la epidemia incluye al Vibrio cholerae y al Banco Mundial”.
De la mosca de la fruta a la crítica del racismo y el ecologismo
Richard Lewontin y Richard Levins son hijos de una generación convulsionada de investigadores comprometidos con lo que pasaba a nivel político. Antes de ellos, en la década de 1930, hubo en Occidente un conjunto de científicos marxistas de cierta importancia. Los británicos J. B. S. Haldane, John Bernal y Joseph Needham fueron los primeros en encarnar esa ciencia “roja”, que ya se preguntaba por el rol social de la investigación y reclamaban una mayor inversión del Estado en las áreas vinculadas al desarrollo científico.
Los neoyorquinos se sumaron a ese torrente de ideas. Su quehacer científico y sus conclusiones no son posibles desligarlas de una profunda crítica social.
Ejemplo de ello es el trabajo de Levins sobre la mosca de la fruta, la drosophila melanogaster. Perseguido por sus ideas políticas, se mudó a Puerto Rico junto a su esposa Rosario Morales. Por sugerencia de la mujer, Levins decidió estudiar a la mosca en su ambiente natural en vez del laboratorio. Allí registró cómo el ambiente impacta en la constitución genética del animal, así como los factores genéticos reducen los efectos ambientales. El problema planteado era identificar cómo las especies pueden adaptarse a un entorno cuando no era el mismo.
“Me quedé perplejo por el supuesto simplimista de que, al enfrentarse a exigencias opuestas (...) un organismo tendría que adoptar algún estado intermedio, como una solución de compromiso. Esto no es más que una extrapolación acrítica de una perogrullada liberal de que, cuando hay visiones contrapuestas, la verdad se encuentra en algún punto intermedio”, señala Levins, que concluyó que “los extremos” aparecen en circunstancias específicas como opciones óptimas en los procesos biológicos. Junto a Lewontin, el investigar solía enfatizar en los aspectos ideológicos de la ciencia como la mecánica cartesiana y newtoniana, que si bien podían ser útiles y explicativos, su poder ilustrativo traía “aparejado grandes peligros”.
“La metáfora cartesiana que entiende al organismo como un mecanismo de relojería ciertamente es válida para los relojes, o para el corazón si lo consideramos una máquina de bombeo, aislada, pero no funciona con los organismos en su conjunto, o la organizción social y económica, o las comunidades de especies”, reflexionan Levins y Lewontin sobre el tema en uno de los artículos.
Otra línea de investigación de Levins es la introducción del concepto de metapoblaciones, una idea forjada en 1969 para describir un modelo de dinámica de poblaciones de insectos pestes de la agricultura, sujetas a la dinámica de colonización, migración y eventualmente extinción. En una suerte de eco de esas ideas, durante el Grupo de Trabajo de Harvard sobre “Enfermedades Nuevas y Resurgentes”, Levins analizó la variación de indicadores de salud y detectó la presencia de múltiples estresores que afectan a una población, por ejemplo, en las comunidades excluidas.
Lewontin abreva a las críticas del programa “adaptacionista” y el reduccionismo biológico. En 1974, ya doctorado en Zoología y siguiendo los trabajos de uno de sus mentores, Theodosius Dobzhansky, y el Premio Nobel de Fisiología y Medicina Thomas H. Morgan, el investigador trabajó en la diversidad y la variación genética en las poblaciones. En uno de sus ensayos logró obtener una gran cantidad datos que demostró una mayor variación genética de la que se preveía. Con esos insumos, en 1972, Lewontin definió que las categorías “raciales” tradicionales explican una pequeña parte parte de las diferencias entre los individuos. Encontró que el 85% de las variaciones existían dentro de las poblaciones, y sólo un 15% se daba entre grupos diferentes. Y concluía: “La clasificación de las razas humanas no tiene valor social y es potencialmente destructiva de las relaciones sociales y humanas”. La tesis de Lewontin, también tildada como paradoja o falacia, es controversial al interior del ámbito científico y encuentra tanto adherentes como a detractores del campo.
El investigador fue más allá en sus postulados. Su línea de pensamiento aparece en libros como No está en los genes (1984), Genes, organismo y amibnete: las relaciones de causa y efecto en biología (2000) y El sueño del genoma humano y otras ilusiones (200), entre otras publicaciones. La idea fuerza apunta contra el Proyecto Genoma Humano, por su pretensión de proponer al ADN como la pieza fundamental para reconstruir a una persona y sus rasgos fundamentales, como si estuviera “programado”. Según Lewontin, esta atractiva teoría abandona aspectos relevantes como el rol de las proteínas en la constitución del organismo y aspectos evidentes de las personas, como el contexto histórico o peculiaridades que pudieron ocurrir en su vida intrauterina.
En El biólogo dialéctico (Editorial RyR) y otros artículos, Levins y Lewontin utilizan el ejemplo de la gravedad para destacar la relevancia de los genes, y su inseparabilidad del medio ambiente y el organismo. Señalan que las bacterias están en gran parte fuera de la influencia de la gravedad por su tamaño, es decir, por el efecto de sus genes. Sin embargo, están sujetos a otra fuerza universal, el movimiento browniano de las moléculas, de las que los seres humanos estamos exceptuados por nuestro gran volumen, es decir, por efecto de nuestra genética.
Esta relación involucraba un argumento, nuevamente, contra el determinismo biológico: creer que era posible separar los genes del medio ambiente. “Cuando las plantas echan raíces, cambian la textura del suelo y segregan sustancias químicas que fomentan el crecimiento de hongos simbióticos que contribuyen con la nutrición de la planta. Las hormigas que se alimentan de los hongos recolectan y mastican las hojas, a las que diseminan con las esporas de los hongos que consumen”, argumentan sobre ese movimiento productivo y cíclico. Y agregan: “En todo momento, cada una de las especies están en proceso de crear y recrear sus propias condiciones de existencia, su propio entorno, en forma beneficiosa y perjudicial a la vez″.
El pensamiento es pionero del ecologismo, y sin embargo, es crítico también de él. Los autores no dudan: “La ideología del movimiento ecologista sostien que los seres humanos somos la única especie que está destruyendo el mundo, y que la naturaleza, libre de interferencias, está en un estado de armonía y equilibrio imperturbable. Esto no es más que una visión romántica ingenua”.
Socialistas
Lewontin nació en 1929 en Nueva York. Una anécdota lo pinta de cuerpo entero. Usaba la misma ropa casi todos los días: una camisa azul, pantalones caqui, botas y un suéter verde en invierno. “Uno podría pensar que estaba mostrando solidaridad con la clase trabajadora, porque Dick era un marxista intransigente. Un día encontré una etiqueta que se había caído de una de sus camisas de trabajo; decía ‘Camisa de trabajo de caballero de Brooks Brothers’, recuerda en una anécdota uno de sus discípulos, Jerry Coyne.
Provenía de clase media alta: su padre formaba parte del mundo de los negocios y llegó a tener una niñera que hablaba francés. En su ingreso a Harvard, reprobó el primer año y tuvo que trabajar antes de que convertirse en el doctor y profesor de Zoología y Biología que fue. Para él, haber caído en un empleo “real” hubiese sido una experiencia horrible. Pagó con creces su elección.
En el artículo “Viviendo la Tesis 11″, Levins ilustra su trayectoria vital. La anécdota sobre cómo vivía el Día Internacional de los Trabajadores de niño se desprende de ese texto. “Mi abuelo creía que, como mínimo, todo obrero socialista debía estar familiarizado con la cosmología, la evolución y la historia. Nunca separamos la historia, de la que participamos activamente, de la ciencia, que nos revela las cosas”, rememora el investigador.
El camino entre la ciencia y la historia de Levins y Lewontin convergería en varias ocasiones. Uno de los hitos fue la participación que tuvieron como confundadores del colectivo Science por the People (”Ciencia para el Pueblo”), que tuvo como disparador en 1967 tras una una huelga de investigadores del MIT que rechazaba la investigación militar que se estaba haciendo en el campus. En conjunto con el movimiento estudiantil, ese grupo reflejó la movilización de académicos e investigadores de izquieda contra el uso social de la ciencia y la tecnología, entre ellos, como la creación de la bomba atómica o el agente naranja en la selva vietnamita. Nunca dejaron de señalar que el conocimiento humano tenía como límite su “mercantilización” en manos de la lógica capitalista y de la industria del conocimiento.
Levins tuvo varias aventuras personales. Junto con Lewontin, formó parte del grupo “Ciencia para Vietnam”, aunque él en particular viajó a Asia para expresar su solidaridad con los locales. Fue incluido en la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, la organización de científicos más prestigiosa del país, pero renunció poco después para protestar por el papel de la organización en asesorar al ejército estadounidense en el conflicto bélico con los seguidores de Ho Chi Min. Después de su primera visita a Cuba en 1964, se desempeñó como asesor científico del gobierno cubano en agroecología moderna.
Cuando estuvo en Puerto Rico, Levins se hizo carne del anti imperialismo del pueblo de su esposa, y lo vivió de cerca, ya que -atestigua- tuvo que abandonar sus trabajos por la vigilancia del FBI en la isla. Aprendió, además, sobre “el intransigente feminismo de clase obrera” de su pareja Rosario Morales, que funcionó como “una fuente inagotable de crítica al elitismo y machismo”. El ecólogo confesaba haber mantenido durante toda su vida una relación contradictoria con la universidad. “Nunca aspiré a tener lo que se considera una carrera exitosa en la academia”, decía.
Levins falleció a los 85 años y, pese a todo, fue recordado con honores en Harvard. Lewontin sigue con vida y ya superó los noventa años. Belicosos en sus disciplinas, un hilo los unió en su recorrido, donde las prioriades y compromisos estaban claros desde hace tiempo.
“El día en que la policía de Chicago asesinó a Fred Hampon, líder de los Panteras Negras, fuimos juntos a su cuarto todavía ensangrentado y miramos los libros que había en su mesa de noche: fue un asesinado por su militancia consecuente y crítica. Nuestro activismo es un recordatorio constante de la necesidad de relacionar la teoría con los problemas del mundo real, así como también de la importancia que reviste la crítica teórica. En los movimientos políticos, a menudo tenemos que defender la importancia de la teoría como resguardo a la tentación de sucumbir a la urgencia de la inmediatez y las cuesitones locales, mientras que en la academia todavía tenemos que reafirmar que, para los hambrientos”, el derecho al alimento no es un problema filosófico”, reflexionaba el dúo en La biología en cuestión.
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