La belleza del día: “La chica que dejé atrás”, de Eastman Johnson

En tiempos de incertidumbre y angustia, nada mejor que poder disfrutar de imágenes hermosas

“La chica que dejé atrás” (1872) de Eastman Johnson

I

Durante la Guerra de la Secesión era popular entre muchos soldados una balada irlandesa. En un fragmento, se oye “La chica que dejé atrás”, una referencia lógica e ineludible a ese amor al que los combatientes saludaron con un beso en la boca —si tenían la suerte de que ese amor haya sido concretado— antes de partir hacia el frente de batalla. En las trincheras, por la noche, alrededor del fuego o envueltos en una manta, los soldados recordaban a esa chica que quedó atrás.

Cuando aquella guerra civil estadounidense se desató, en 1861, Eastman Johnson tenía 36 años y vivía en Nueva York. Había realizado un largo recorrido biográfico entre lugares y sociedades, tratando de tomar lo mejor de cada cosa y asentando en su pintura, más que una técnica, una mirada, una perspectiva. Cuando los europeos se referían a la guerra solían pintar héroes. A Johnson le interesaba otra cosa: los olvidados, los que perdieron, los que esperaban.

La chica que dejé atrás es un óleo sobre lienzo de 106,7 centímetros de alto y 88,7 de ancho que se encuentra en el Museo Smithsoniano de Arte Americano en Washington D.C., Estados Unidos. Es una mujer joven sobre una pequeña montaña mirando algo o alguien en el horizonte, con el cabello al viento, un libro en la mano y un anillo brillando en su dedo. ¿Acaba de casarse? ¿A quién mira? Por su rostro y la composición del cuadro, no es alguien que llega, sino que se va.

II

Johnson nació en Lovell, Maine, en el extremo noreste de Estados Unidos, con sus siete hermanos mayores y sus padres. A los 16 se instalaron en Washington D.C. porque su padre fue nombrado Secretario de la Oficina de Construcción, Equipo y Reparación del Departamento de Marina. Luego se fue a Boston, estudió en Europa y volvió para vivir entre los nativos Anishinaabe hasta que en 1859 se instaló en Nueva York.

La cuestión de la esclavitud era algo que lo preocupaba profundamente. Es conocida su obra Vida negra en el sur —también conocido como Casa del viejo Kentucky— de 1859 donde representa una casa en ruinas con varias escenas cotidianas de afroamericanos. Otra es Un viaje por la libertad: los esclavos fugitivos, de 1862, donde una familia negra huye de la esclavitud en el sur de los Estados Unidos durante la Guerra Civil estadounidense sobre un caballo al galope.

Otro cuadro de la misma época, año 1863, es El señor es mi pastor, un óleo sobre madera con una sola figura protagónica: un hombre afroamericano leyendo la primera parte de una Biblia, posiblemente el Libro del Éxodo. El título de la pintura proviene del Salmo 23, que comienza así: “El Señor es mi pastor; nada me faltará”. Johnson lo pintó justo después de que se anunciara la Proclamación de Emancipación en 1863. Todas sus obras tienen contexto y, sobre todo, sensibilidad.

III

Algunos años después, alrededor de 1972, con la guerra ya terminada, y con su imaginario y sus técnicas mucho más desarrollados, Eastman Johnson pinta La chica que dejé atrás. Para la historadora del arte Elizabeth Broun, esta obra “puede ser el retrato más apasionado de todo el arte estadounidense del siglo XIX” porque, entre otras cosas, “combina la majestuosidad de una estatua clásica con el estado de ánimo de una heroína trágica”.

La curadora Eleanor Jones Harvey sostiene que, “en esta pintura, Johnson ha logrado resumir el miedo, el anhelo, la esperanza y la ansiedad de esta joven y, por intermedio de ella, de la nación misma. Es una pieza notable de pintura de posguerra que nos recuerda que las bellas artes llevan las capas alegóricas y literales de significado como una forma de entender quiénes somos como cultura y como individuos”.

Sobre aquella pequeña montaña, bajo un cielo gris, tormentoso, tremendo, esta muchacha yace inmóvil. Sus ojos se posan en eso que se va y, cree, quizás con razón, que nunca volverá. Hay tristeza en la escena pero también ilusión. Sigue firme, no se cae, no se desmorona. Quizás Johnson buscaba, no sólo conmovernos y establecer una empatía entre los espectadores y sus personajes, también entender que la esperanza, aunque mínima, es lo último que se pierde.

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