Después de ver una película con sus alumnos en el Festival de Cine, el profesor Serna se encontró, prácticamente en secreto, con Edgardo H. Berg. Lo había conocido en un Congreso al que había acompañado a su novia en Rosario. Su novia es profesora de letras y Edgardo enseña literatura argentina en la Universidad de Mar del Plata y ama el cine como un condenado. Por teléfono habían arreglado encontrarse frente a la Bristol, al lado del casino.
Serna lo esperó cerca de media hora. Berg llegó apurado, como si estuviera preocupado por algo inconfesable. Tenía unos zapatos oscuros y un sobretodo color café. No lo usaba por el frío, le explicó después, sino por el efecto pernicioso del viento que viene del mar.
–Dónde vamos –fue lo primero que dijo Serna.
–Hagamos una cosa, vamos primero a la Güemes y después venimos de vuelta para acá. Te quiero presentar a un amigo.
Serna no entendía mucho la vuelta que quería dar Edgardo, pero como era un extraño en una ciudad desconocida no tenía más remedio que aceptar las recomendaciones de un viejo topo frecuentador de su cueva.
–Qué hay en la Güemes –preguntó Serna.
–Ya vas a ver. Una serie de boliches y al final de la calle, escondida entre los árboles, está Sibelius. Sibelius es como un oasis para mí. Ya sé, acá no hay desierto.
Serna escuchaba. Aunque se habían visto muy pocas veces en encuentros breves y casuales, sentía que lo conocía desde hacía muchos años. Hay muchas formas de conocer a un hombre pero hay una que es indestructible porque la pasión une no por la frecuencia sino por el corazón. Con Edgardo Berg vivía esa curiosa experiencia que se siente ante personas con las que se ha vivido la infancia y se ha dejado de verlas en el resto de la vida y se las encuentra en una ciudad perdida solo por unos segundos. Así estaba Serna, en la ciudad del mar, en una tarde fresca de marzo, caminando con el profesor Edgardo Berg.
–Sibelius es una librería que vende discos. De todo. Jazz, tango, rock, del mejor.
–¡De todo! –exclamó Serna–. Esperá. ¿Tienen clásica contemporánea?
–Sí, claro. Tienen joyitas. Glass, Reich y Eisler. ¿Escuchaste Eisler?
–Escuché y leí –dijo Serna con orgullo–. Está el libro que escribió con Adorno sobre la música de cine. Nada importante.
–Pará –dijo Edgardo–. Adorno es uno de mis filósofos preferidos.
–No digo nada de Adorno, lo digo por Eisler –aclaró para tranquilizarlo–. Busco una obrita póstuma de Beethoven. Es para un amigo en Tucumán.
Revolvieron las bateas de Sibelius. No encontraron la pieza de Beethoven. Salieron raudamente y emprendieron el regreso al centro.
–¿Vamos por la costa? –propuso Edgardo.
A la altura de Las Toscas, Serna le preguntó por el casino. Edgardo no le contestó. Parecía que no había escuchado o que no había querido escuchar. Señaló una torre y habló del dinero sucio que habían invertido los militares para que Mar del Plata se convirtiera en la ciudad feliz. El viento helado tapaba los orificios de la nariz de Serna. Ahora entendía la función del viejo sobretodo color café. Había oscurecido. La espuma de las olas se estremecía en las rocas por enésima vez. Miró hacia el mar y se estremeció. Un vacío oscuro había sustituido el grácil celeste del agua durante la tarde. Ya cerca de la Bristol, azuzado por el viento, se acordó del amigo de Berg.
–¿Cómo se llama tu amigo?
–Te voy a presentar a mi mejor amigo en la ciudad. Mi único amigo, en realidad.
Edgardo hizo un silencio. Se puso una mano cerca de la boca y señaló las líneas blancas para cruzar la calle.
–Se llama Carlos Escudero. Durante toda su vida trabajó en el casino. Durante todas las noches de su vida miró las malditas fichas. Es un tipo grande ya, pero piensa como un vanguardista, como un joven que acaba de descubrir la Nouvelle vague. Es un tipo genial. Tuvo una sola mujer, Luciana. Pero desde que ella murió deambula solo por la costa con un cigarrillo colgando de su boca como un sonámbulo por las noches de neblina. Si esto fuera Londres y yo fuera inglés, te diría que Carlos es una especie de William Turner que ha abandonado la pintura.
–¿Pintaba?
–No. Pasaba películas.
–¿Y entonces?
–Yo le digo William Turner por su obsesión por la luz y por la neblina, nada más. Antes de que muriese Luciana, pasaba películas en un tugurio de La Perla. Todo lo que sé de cine lo aprendí con él –dijo Edgardo con un tono de alegría y reconocimiento–. Lo esperemos en la puerta del casino.
Pasaron unos minutos.
–Qué raro.
–Qué pasa –preguntó Serna.
–Se está demorando.
Berg estaba ansioso. Para mejorar la espera empezó a hablar de su amigo.
–Carlos me contó que una de esas largas noches en el casino conoció a Cooke.
–¿A quién?
–A Cooke, John William Cooke. Dice que el gordo venía todos los fines de semana a Mar del Plata.
–¿A qué?
–Era un jugador compulsivo. Dice que apareció una noche, solo, con la panza enorme. Caminaba con dificultad, miraba a todos lados y saludaba al que se le cruzaba. Esa noche se acercó a la barra y sacó un cigarro negro.
–Un habano.
–Exactamente. Sacó un habano y con la gracia de un dandy sudamericano pidió un whisky. Cómo tomaba whisky el gordo. Whisky y cocaína: un cóctel perfecto. Esa noche jugó un poco y se esfumó temprano. Se fue al hotel y no volvió hasta el próximo fin de semana. Y a partir de esa noche se repitió la visita. Después de un par de fines de semana todos lo conocían, hasta lo esperaban. Si no venía, los empleados del casino se preguntaban por qué no había venido. Dice que a veces aparecía con los amigos. Y chupaban toda la noche y jugaban y después se iban con las minas fáciles del casino. Un día el gordo vino con mucha guita. Parece que había cobrado por esos días. Jugó toda la noche y perdió hasta el último centavo. Pidió fiado. Solo porque sos vos, dijo el gerente. Y le fiaron. Y el gordo comenzó a sudar y perdió todo de nuevo. Después se escondió en el cuarto interno. Se daba fuerte con la cocaína. Era un cuarto preparado para los arreglos, los quilombos y las coimas. Todos los casinos lo tienen. Y el gordo volvió mareado, con los ojos perdidos, parecía un elefante con sueño. Esa noche lo vinieron a buscar. Dicen que mandaron gente del gobierno. Aparecieron dos matones como a las seis de la mañana. El gordo estaba tirado en un sillón, drogado y dormido. Se lo llevaron en andas. El gordo decía frases inconexas y movía los brazos en el aire con los ojos cerrados, no se le entendía nada. Y los tipos lo cargaron en un Falcon negro y se lo llevaron. A partir de esa noche el gordo desapareció por unos años. Dicen que Perón lo conminó: o dejás de ir o te vas del partido. Y el gordo entendió que no debía venir a Mardel. Pero la promesa duró solo un tiempo. A los dos años volvió, un poco arruinado, con mucha guita. Se apareció con dos amigotes y se tomaron todo y se jugaron todo. Por supuesto que el gordo después pasó al cuarto interno del casino y se dio con lo que tenía. Y así unas semanas hasta que despareció de nuevo.
Edgardo hizo una pausa, miró hacia la plaza Colón y se pasó la mano por la quijada.
–Qué raro que no venga –dijo–. ¿No le habrá pasado algo?
Mientras Edgardo hablaba, vieron cruzar por el centro de la plaza a dos hombres estrafalarios con sombreros grandes que parecían mexicanos. La aparición de los turistas los distrajo por un momento.
–Mirá Arturo –retomó Edgardo–, aquí viene de todo: yanquis despistados, mexicanos que creen que esto es un Acapulco argentino, alemanes de clase media, artesanos que buscan el mango. Desde los lustrabotas hasta los ricachones pasan por aquí. Mar del Plata es la casa de los que vienen a revolcarse con una puta o a gastarse la guita en el casino. Creen que el casino puede cambiar su vida en una noche. Carlos siempre decía que la guita es el símbolo de Mardel. Todo el mundo viene por guita aquí. Mardel es una especie de Cuba para los porteños. Lo único que tienen en la cabeza es la guita y las putas. Por la noche se van con una mina y a la mañana caminan por la playa con la esposa y los hijos. Y además, los porteños creen que Mardel se termina en la Bristol.
Edgardo se calló. Serna le propuso que fueran hasta un café de enfrente. Y Edgardo dijo que si su amigo venía no los iba a encontrar.
–Bueno –dijo Serna–. Entonces sigamos acá.
Hacía media hora que estaban parados en la puerta del casino. Las tenues luces de la plaza parecían mínimas luciérnagas. Edgardo estaba un poco incómodo y golpeaba su pierna con un dedo, rítmicamente.
–¿Y qué pasó con Cooke? –dijo Serna para aliviar la tensión.
El gordo no volvió más a Mardel. Después que murió, Carlos se enteró de que el gordo viajaba a un hotel de Pocitos, en Uruguay. Dicen que iba a darse con cocaína. Y la última vez que fue el dueño del hotel no estaba. Y dicen que ese día escribió unas líneas. En medio del éxtasis y de la locura se sentó en la habitación del hotel y escribió unas líneas. Imaginate, la mesa, la cocaína tirada sobre la mesa, el silencio enloquecedor de la mañana, el tipo solo, el cáncer ya le quemaba los huesos, ¿qué otra cosa podía hacer el tipo? Nada –dijo Edgardo–, nada. Se daba con la cocaína y volaba el gordo, el sueño de todo gordo, ¿no?, volar, el gordo volaba con la cocaína y enloquecía, aunque sea por una hora el gordo enloquecía. Y entonces tomó el papel y escribió. El peronismo es un gigante invertebrado y miope, escribió. Son las últimas palabras del gordo. El tipo está solo y escribe con unas líneas de cocaína en la panza y en el cerebro. El tipo escribe las últimas líneas para el peronismo. Qué final, loco, qué final para el gordo.
–Un final de película –dijo Serna.
–Sí, como en un policial negro.
Carlos Escudero no llegó. Edgardo bufó y despotricó contra su amigo ausente. Atrás, la noche se coló entre los edificios de la ciudad. Caminaron hacia la costa y vieron los vagos reflejos de la luna en el agua oscura. Se despidieron. Edgardo le pidió que se encontraran otro día. Serna asintió y se quedó con las ganas de conocer al hombre que había visto, en las noches pasadas del casino, a John William Cooke.
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