María Inés Krimer: “Si las escritoras porteñas tenían dificultades para ser leídas, ¿qué pasaba con las narradoras de provincias?”

“Papeles de Ana”, la última novela de la escritora, es la historia de una joven entrerriana de familia judía que busca abrirse paso como escritora en la Buenos Aires de mitad del siglo pasado. “Me interesa tanto la historia individual como la historia colectiva”, sostiene la narradora en esta entrevista

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María Inés Krimer
María Inés Krimer

“Qué pasa cuando somos mujeres. Qué pasa cuando somos provincianas. Qué pasa cuando no somos geniales” se pregunta María Inés Krimer, y con esos interrogantes inaugura la temática que atraviesa su última novela, Papeles de Ana, la historia de una joven entrerriana de familia judía que busca abrirse paso en Buenos Aires como escritora, en la década del 60.

Krimer estructura la historia a través de cartas que Ana envía desde Buenos Aires a sus familiares, con un relato que hacia el final introduce misivas de quienes conocieron a la protagonista muchos años después y dan cuenta de su transformación como escritora, pero a la vez complejizan su identidad, generando intriga y extrañeza sobre esa mujer que se revela como si fuera otra.

“Adoro a la Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo, a la Jane de París, Texas. No entender por qué hacen lo que hacen, que se escapen todo el tiempo y a la vez no poder dejarlas”, declara Krimer acerca del perfil de la protagonista de esta obra, publicada por Obloshka.

—¿Qué hechos o personas inspiraron la historia de Ana?

—La idea de esta historia surgió de Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson. No podía dejar de leer esa mezcla de cuentos y novela atomizada, origen de un personaje que después aparecerá en otros autores norteamericanos: el testigo que cuenta. Mientras leía pensaba: quiero eso. George Willard camina por el pueblo buscando historias. Al morir la madre, toma un tren que lo llevará a otra vida. Ese fue el inicio de “La calle Diamante”, la segunda parte de Papeles de Ana, donde una chica deja su pueblo (otra vez en tren) para ir a la gran ciudad. Es mujer, es provinciana, quiere escribir. Y las mayúsculas, como bien lo expresa Gloria Peirano en el contratapa, eran masculinas. Esa parte quedó en maceración bastante tiempo. Me pregunté si seguir y cómo.

—¿En qué medida esta situación está relacionada con su experiencia personal como escritora?

—Era mi percepción del mundo literario en los sesenta: todo pasaba por Buenos Aires. Si las escritoras porteñas (salvo excepciones) tenían dificultades para ser leídas y aceptadas, ¿qué pasaba con las narradoras de provincias? ¿Qué oportunidades de ser escuchadas? Creo que eso es lo que cuenta Papeles de Ana. Qué pasa cuando somos mujeres. Qué pasa cuando somos provincianas. Qué pasa cuando no somos geniales. Hay una capítulo de La casa Modesa, de Fina Warschaver que narra de manera brillante el tironeo entre el trabajo doméstico, la política y el tiempo dedicado a la escritura. La militancia feminista me permitió descubrir otras narradoras. Por eso celebro iniciativas de poner en valor autoras casi desconocidas u olvidadas, como la colección “Narradoras Argentinas”, dirigida por María Teresa Andruetto o la reciente “Historia feminista de la literatura argentina”, dirigida por Nora Domínguez, Laura Arnés y María José Punte.

"Papeles de Ana", de María
"Papeles de Ana", de María Inés Krimer

—La estructura de la novela es muy interesante, porque si bien al principio se revelan aspectos de la vida de Ana a través de cartas que envía a sus familiares, luego, hacia el final son los demás, algunos ajenos a la familia, los que dan cuenta del personaje. ¿Qué la llevó a adoptar esta estructura?

—Sí, la protagonista se distancia de su familia para tomar su propio camino. Me resultó muy interesante la lectura que hace María Negroni sobre el recorrido de Elizabeth Bishop. La poeta norteamericana también partió, pero hacia Brasil, donde vivió casi veinte años. Está la idea del viaje, la búsqueda, el miedo a lo desconocido, el peligro del lenguaje como una casa adonde nunca se llega. No soy de andar ocultando influencias, los indicios de la estructura están en los epígrafes. Primero, como ya lo señalé, Winesburg, Ohio. Después apareció Natalia Ginzburg (soy fan de su obra) con su novela epistolar La ciudad y la casa. Las cartas tienen una inmediatez mayor que la primera persona. Está el transcurso del tiempo, la complicidad (ausencia) del interlocutor, las distintas versiones de un mismo hecho. Y pensé que Ana podía contar su vida posterior a la calle Diamante a través de cartas. La tercera parte, donde otros personajes escriben de y sobre Ana, apareció con la lectura de El hijo de Bakunin, de Sergio Azteni, donde 32 voces recrean la vida de un minero, Tulio Saba. Transformé esas voces en cartas que hablan de una escritora enigmática, recluida en Capilla del Monte. Me interesa la dificultad que presenta un personaje. Adoro a la Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo, a la Jane de París, Texas. No entender por qué hacen lo que hacen, que se escapen todo el tiempo y a la vez no poder dejarlas.

—El tema de la familia también ocupa un lugar importante en la obra. Me sorprendió también el vínculo de la protagonista con la madre, una relación poco tradicional, en la que aparece bastante desapegada de su familia. En este sentido, ¿buscó una protagonista que se distancia de su familia para poder hacer su propio camino?

—Respecto a la construcción del personaje de Ana, vuelvo a Natalia Ginzburg. Si en obras anteriores como Léxico familiar contaba su propia historia, en La ciudad y la casa se metió de lleno en el juego literario, defendía tanto lo verdadero como lo inventado. Ese juego me gusta: sostener el recuerdo (que al narrarlo ya es ficción) y lo inventado. Me interesa tanto la historia individual como la historia colectiva.

—En varias oportunidades se menciona a Abelardo Castillo y a la negativa del escritor de recibir cuentos de la protagonista. ¿Por qué hace esta alusión?

Abelardo Castillo fue el gran narrador de los sesenta, el mejor cuentista. Recuerdo mi admiración al leer Las otras puertas. Por supuesto, tengo sus obras completas en mi biblioteca. Las relaciones literarias, por ese entonces, eran patriarcales (lo expresa muy bien Cynthia Ozick en un ensayo sobre Henry James). Hay una cierta ingenuidad en el personaje de Ana al enviar una carta. Me gustó jugar con el deseo de llegar al Maestro, la vacilación, la audacia de mandarse. Ahí hay una señal para contar lo que pasó después. Para el taller al que concurre Ana, una vez ya en Buenos Aires, tomé como referencia el de José Murillo, donde pasaron nombres importantes de nuestra literatura (casi todos hombres).

—Algo de esto sucede en alusión a Fernando Pino Solanas y la amiga cubana, ¿tiene como intención la búsqueda de la caída del héroe, es un cuestionamiento a las figuras dominantes o famosas masculinas?

Pino Solanas es otra de las grandes figuras. Cuando estaba dirigiendo El exilio de Gardel en los ochenta yo vivía en otra provincia y me enteraba a través de las noticias, de los diarios. Escuchaba la música de la película una y otra vez. Que en una carta su asistente cuente intimidades de la parte filmada en París habla de la irrupción de la voz de las mujeres. Por otra parte, en mi infancia mi papá era ferroviario, mi mamá ama de casa. Toda mi formación proviene de los libros que papá traía de una biblioteca pública y que yo leía rápido, a escondidas, porque había que devolverlos a la semana. Cuando vine a Buenos Aires empecé a descubrir autores, a ver cine, teatro. ¿Bergman, Fellini? Eso no llegaba, en los sesenta, a las provincias.

Fuente: Télam

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