Arte y empatía a través de los milenios: lo que cuentan los animales de las pinturas rupestres

La experta de la Universidad Complutense de Madrid analizó por qué el ser humano no aparece como central en el arte primitivo paleolítico y, en cambio, los protagonistas absolutos son los animales. ¿Un mensaje para el Antropoceno?

Panel de caballos de la Cueva de Pont d'Arc (copia de la cueva de Chauvet). (Wikimedia Commons / Claude Valette)

El escritor y crítico de arte británico John Berger fue uno de los primeros especialistas modernos en señalar, en su estudio de las pinturas de animales en la cueva de Chauvet, el carácter eminentemente artístico de las obras primitivas paleolíticas que, durante 20.000 años, hicieron los humanos en las cuevas y abrigos de todo el mundo.

Cuando hoy en día se pregunta a un experto sobre la finalidad que perseguían los pintores rupestres al representar imágenes de animales, a menudo nos topamos con una interpretación utilitarista: que nuestros antepasados pintaban para atraer la caza y para favorecer sus intereses puramente materiales, siendo una operación mágica supersticiosa, en la torpe creencia de que pintando, estos primeros mujeres y hombres lo que perseguían lo conseguirían de alguna manera.

Este ensayista inglés, experto en mirar y en el estudio de la cultura visual humana de todos los tiempos, propone un análisis diferente. La impresión de Berger es que “el artista primitivo tenía un conocimiento íntimo y exhaustivo de estos animales; sus manos eran capaces de imaginarlos en la oscuridad”. En el interior casi abdominal de la cueva inmensa, silenciosa y oscura, el surgimiento de estas imágenes le produce la sensación de que “la mayoría de los animales pintados en Chauvet, en la vida real, eran feroces; sin embargo, las imágenes no delatan ningún miedo. Respeto, sí, un respeto fraternal e íntimo. Por eso, en cada imagen animal hay una presencia humana. Una presencia revelada por el placer. Cada criatura aquí presente está a gusto en el hombre; una formulación extraña, pero indiscutible.”

Las sucesivas pinturas, superpuestas, inacabadas, interactuando entre sí a miles de años de distancia unas de otras, son una multiplicación de un fenómeno absolutamente único, en el que, como en la estética medieval de Santo Tomás, “el placer perfecciona la operación”. Hay mucha más reflexión, pensamiento y capacidad de comunicación en el arte rupestre. Vamos a explicar por qué.

John Berger argumentó que los antepasados del ser humano no pintaban para atraer la caza, como superstición, sino por el hecho mismo de representar. (Salvatore Di Nolfi)

El arte “normal”

La primera idea que debemos meternos en la cabeza, para poder ver en todo su esplendor el arte rupestre, es que es arte. Probablemente el más refinado de los modos artísticos que el ser humano haya podido desarrollar y cultivar. Como afirma Berger, la intención artística no puede ser instrumentalizada para fines más bajos: favorecer la caza o ahuyentar la magia. Difícilmente generarían esta absoluta belleza representada: como decía René Guénon, lo inferior no puede causar lo superior.

¿Por qué el arte rupestre es arte? Es un arte tradicional, en el sentido en el que Anandas Coomaraswamy describía las formas fundamentales de arte, lo que el llamaba el “arte normal”: un medio de comunicación capaz de transmitir cómo hacer las cosas de la mejor manera, cuya finalidad fundamental es transmitir experiencias que ensanchan la libertad y la capacidad humanas.

Esta concepción normal del arte es la que predomina en la cultura oriental, y en la occidental hasta la llegada del Renacimiento, durante milenios. En ella, el artista no es un tipo especial de hombre, sino que cada hombre es un tipo especial de artista. La belleza es una cognición, es decir, un conocimiento de lo real, de su verdadera esencia, que se produce mediante operaciones en las que se accede a las ideas, y éstas ayudan a representar la experiencia de modo armónico, claro e íntegro.

No existe el arte como algo de valor especial, sino que el arte, el fino o el popular, el arte manual o el arte elevado, las artesanías, las poesías y canciones, las decoraciones de utensilios, los edificios o la danza, están integrados en todas las experiencias cotidianas, sin recluirse en los museos o constituir un valor inigualable y especulativo. Y en el arte tradicional normal todos los artistas son anónimos: simples mediadores, su función es sumirse y desaparecer en la perfección de su trabajo, y dar lugar a lo que son capaces de ver.

Bisonte Magdaleniense de la cueva de Altamira. (Wikimedia Commons / Museo de Altamira / D. Rodríguez)

La concepción normal del arte es justamente la que podemos apreciar en las pinturas rupestres. En ellas, efectivamente, el artista es anónimo, no necesita firmar, no está. Solamente está su mirada, increíble, eterna, sobre el animal.

El animal como centro

Pero hay algo más. El ser humano no es ni mucho menos central en lo que pinta. Casi se diría que desaparece: en Altamira y Lascaux, en Chauvet, en tantas pinturas fastuosas, los protagonistas absolutos, los ejes centrales del arte rupestre son los animales. No los humanos. No estamos en el Antropoceno, el ser humano no se mira a sí mismo. No hay rostros humanos pintados en 20.000 años de pinturas. ¿Y por qué?

¿Eran los pintores rupestres los primeros animalistas y ecologistas de la historia humana? Yo pienso que sí, y culminaron su legado animalista de un modo que ahora trataremos.

En el arte tradicional, describe Coomaraswamy, el artista tiene una “idea” (en griego, una visión), intuye una creación, percibe elementos nuevos o especiales de la realidad, siente una existencia. Y movido por esa capacidad, unido a ese fenómeno, utiliza una serie de herramientas y capacidades para hacer una “copia” de eso que ha visto en su interior, de esa creación que experimenta casi como un sentimiento imperioso.

Posiblemente la obra rupestre más antigua, hallada en Indonesia. (EFE/EPA/Maxime Aubert/Griffith University)

El creador, en toda época, saca de su fondo, que es en definitiva el fondo humano, las formas que ha sentido. Completamente dominado, “unido” a ese proceso, el artista sigue fielmente su introspección y usa su pericia para plasmar lo que ha visto. En los artistas del Paleolítico, en todos ellos, encontramos que ese proceso es particularmente perfecto. De ese proceso, como digo, lo que sale es el universo animal, el cosmos, la naturaleza, pero sobre todo, centralmente, esencialmente, son animales. Con ellos es con lo que estos artistas produjeron para siempre un arte capaz de magnetizarnos: nos llaman a la visión animal como medio para sentir la existencia.

Empatía y comunicación a través de los milenios

Los animales son, en todo caso, mediadores, o medios, para expresar y alcanzar la experiencia más profundamente humana de la existencia. Esto es lo que nos dicen las pinturas rupestres. Más allá de lo humano, el artista rupestre comprende mejor que nosotros que los animales —los otros seres vivos del planeta, los seres creados con tal belleza y armonía en esta tierra— son la vía para la realización humana de la existencia. Ni más ni menos.

Un planteamiento de una ética y de una sensibilidad insuperables.

Cuando vemos y nos abismamos ante una pintura rupestre, vemos arte puro. En él, los artistas dejan de ser de su especie para ser la imagen que pintan, como pedía el gran pintor japonés Hokusai: si quieres dibujar un pájaro, debes convertirte en pájaro. La empatía es aquí una vía de comunicación abierta, durante miles de años, hacia el futuro. En busca de un fin profundo en el que la ética y la estética se unen.

Publicado originalmente en The Conversation.

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