Abel Gilbert (1960) es compositor, ensayista y periodista (el orden de estos oficios es completamente aleatorio en él). Es creador del ensamble Factor Burzaco, con el que editó cuatro discos. Es el autor de la ópera El astrólogo, que protagonizó Gabo Ferro y escribió el texto de la ópera La patria en la oreja, de Marcelo Delgado. Gilbert tiene seis libros publicados, entre ellos Astor Piazzolla, el mal entendido, en coautoría con Diego Fischerman, que acaba de reeditarse este año. Es docente en la Universidad Nacional de Quilmes y desde 1999 es corresponsal en Sudamérica de El Periódico de Catalunya.
Su último libro es Satisfaction en la Esma. Música y sonido durante la dictadura (1976-1983). Publicado por Gourmet Musical, es un ensayo exhaustivo acerca de la música que se escuchaba del lado de adentro y del lado de afuera de los campos de tortura y muerte en la Argentina de la última dictadura, un libro que, a partir de la música, se propone un estudio social y cultural de esos años en los que el terror también se filtraba en la lengua sin que lo advirtiéramos. Una recuperación de documentos indispensables para entender un tiempo clave y, también, un asombroso trabajo sobre la memoria colectiva.
— Leyendo tu libro, quienes pertenecemos a tu generación recuperamos algo del sentido de ciertas palabras y de cierto glosario porque de esos años que vos bien estudiaste, en los que crecimos, fuimos adolescentes, y, tanto nosotros como quienes que eran algo más grandes que nosotros, utilizábamos palabras, verbos, con un sentido que al releerlo ahora -lo mismo pasa con las letras de algunas canciones-, resulta muy inquietante. Me refiero a “loco” o “mató mil”, por ejemplo, o al verbo matar permanentemente incrustado incluso en textos periodísticos, ¿no?
— Totalmente. Digamos, la naturalización de la violencia y de la muerte llevaba a que el lenguaje costumbrista, cotidiano, o los argots juveniles, estuvieran completamente contaminados de los efectos de la violencia. O sea, a la distancia pensar que la ponderación tendría que ver con la muerte es impactante. Porque aparte “mató” no era lo mismo que “mató mil”.
— Tu libro está trabajado con la memoria personal pero también con documentos de distinto orden y jerarquía, con bibliografía académica, ensayística, y también jurídica. Me impresiona cómo tratás la idea de la escucha y del “cantar” de los detenidos/desaparecidos, cantar en ambos sentidos, porque está la música que se escuchaba y se hacía en los campos de concentración pero también el “cantar” información. Estaba el “cantar para el poder” de algunos músicos, y también lo que era la música que escuchaban y cantaban los ciudadanos de a pie. ¿Cuánto tiempo estuviste trabajando en esto?
— A ver, te cuento un poco los prolegómenos del libro. Yo estaba un día en Bogotá por las cuestiones del trabajo de corresponsal, y por una cuestión azarosa apareció la canción de Charly García “No te dejes desanimar”. Es una canción del 77, su voz es absolutamente cristalina. Y me provocó sorpresa, digo ¿éste es Charly? Porque la voz de Charly ya estaba completamente deteriorada, había perdido sus armónicos. Y me generó una situación de extrañamiento muy fuerte. Entonces dije: acá hay una idea, contar la historia argentina a partir de la pérdida de voz de Charly. De la transparencia a la pérdida, digamos.
— Al resquebrajamiento de la voz de García.
— Absolutamente. Y ése fue el comienzo de la tesis. En un momento me di cuenta de que se volvía parcial, de que a lo mejor Charly podía ser en un momento una metonimia de esa época pero no era el todo. Entonces estuve como cinco años trabajando. Cinco años en los que también había una exhumación de mi propia memoria y de mi propio lugar para pensar el pasado desde una suerte de desdoblamiento, por eso el registro no es académico y deliberadamente no fue académico en términos de que yo necesitaba tres modos de aparecer: desde el nosotros mayestático, desde el él y desde el yo. Hay un momento del libro en donde el yo aparece. Yo tampoco entendía. A mí también me pasaba el elefante por delante de los ojos y no lo veía. No es que uno ha sido siempre una historia de lucideces, más bien lo contrario.
— Bueno, era peligroso verlo también. Había que sobrevivir en todos los sentidos. Aunque uno por la edad que tenía, digamos, generación hermano menor, por ahí corría menos riesgo. Existieron chicos de nuestra edad como Floreal Avellaneda, que aparece en tu libro también, y que eran los que de pronto uno más temía porque eran pares. Y ver eso era muy duro.
— Pero el terror va hasta la médula de la percepción. O sea, cuando Charly García con Serú Girán hace una canción que se titula “Los sobrevivientes” y dice: “Estamos ciegos de ver”, y yo la reescribiría diciendo: “Éramos sordos de tanto escuchar”. O sea, la escucha era un problema. Porque el paradigma visual de la modernidad es un problema también. Digamos, cuando vos lo complementas con el paradigma auditivo, empiezan a entrar otras cosas que no entran en la mirada direccional de la audición, ¿no? Y bueno, todo ese trabajo fueron años de reflexión, de indagación, de perturbación. No es un tema tan alegre para leer.
— No, y para investigar debe de haber sido durísimo, por ejemplo cuando te encontrás con testimonios como éste que está en la página 91 y que tiene que ver con el título de tu libro, en donde dice: “El temprano testimonio de un sobreviviente citado por la agencia de noticias clandestina ANCLA añade una distinción estilística. Llegó encapuchado y pudo oír el ruido de aviones. Para llegar al pabellón atravesó una sala muy grande donde escuchó música moderna muy fuerte. Días después reconoció ese lugar, me llevaron allí para torturarme. Julio César Urien pudo añadir ciertas precisiones. El sótano, había un pasillo largo al fondo, había en ese momento cinco cuartos de tortura, 11, 12, 13, 14 y 15. Después hicieron otros. Había un cartel que decía Avenida de la Felicidad, eso era bien contra el fondo y luego había enfrente de ese lugar como a un metro un banquito con un aparato tipo un Wincofon en donde había siempre el mismo tema de los Rolling Stones. Recuerdo que tenía el bracito levantado para que cuando terminara volviera a caer y tapara con eso los gritos de los torturados. Ese tema era Satisfaction.”
— Sí, en rigor el tema de “Satisfaction” lo tenía como indicio porque Claudio Martyniuk, en un libro extraordinario, ESMA, fenomenología de la desaparición, lo cita. Y me quedó reverberando eso.
— Claudio es docente y experto en filosofía. Pero también trabajó en periodismo.
— Sí bueno, todos tenemos más o menos ese tipo de pendulaciones. Hemos entendido el periodismo como algo más.
— Vos lo entendiste tan como algo más, que ahora, cuando uno mira tu perfil biográfico, dice: compositor, escritor y periodista.
— Bueno, digamos, depende el momento en que me levante podría invertir las palabras, periodista, escritor y compositor, o escritor, periodista y compositor. Las circunstancias son las que corrigen levemente mi autopercepción.
— Hablabas del libro de Claudio Martyniuk.
— Sí, un libro que a mí me quedó en un momento como reverberancia, ¿no? Yo esto quiero marcarlo precisamente, mi libro es el resultado de muchos libros. Muchas lecturas de personas que leyeron antes, de personas que metieron los pies en el barro antes, donde uno desde ya también incorpora aspectos originales, pero uno es parte de una red, de una comunidad de lectores y de libros. Nadie empieza de cero. Ninguna instancia de la creación, y menos en un libro que orilla entre la historia cultural, la musicología, la crítica. Se nutre de muchos libros y uno de esos libros fue el de Claudio.
— Es común imaginar escenas de poderosos violentos y torturadores y como obnubilados con cierta música clásica y algo de todo eso también ocurrió en los campos de concentración en la Argentina, pero vos te ocupas particularmente de lo que tiene que ver con el llamado Tratamiento Ludovico (de búsqueda de reversión de la violencia por medio de tortura), a partir de Beethoven y de La naranja mecánica. Me gustaría que contaras brevemente algo de todo eso.
— Bueno, en rigor primera aclaración, para nosotros La naranja mecánica estaba prohibida. Estaba prohibida como libro y estaba prohibida como película. Creo que se reestrenó inmediatamente después cuando se restablecieron las instituciones democráticas.
— Sí, el que podía viajar la veía en Uruguay.
— Claro, tenés razón. Recuerdo que el libro de Anthony Burgess de la colección Minotauro te lo podían dar en la Librería Hernández pero bajo un protocolo de seguridad. Digamos, la relectura del libro de Burgess y volver a ver la película me hizo rastrear primero en los expedientes judiciales de qué modo aparecía Beethoven. Y claro, Beethoven aparecía. Entonces, la mediación era de manera inequívoca La naranja mecánica, que primero sucede en Grecia en la dictadura de los coroneles, después en Chile y después en Argentina. Pero esto tiene un basamento empírico y también teórico que estaba relacionado con los manuales de tortura de la CIA. Hasta lo que llamaban la tortura sin contacto. Y que también tiene como precedente la música en los campos de concentración alemanes. O sea que la historia del dislocamiento de la música, de su función histórica vinculada si vos querés a la cognición y al placer desinteresado tiene su punto de corte, de cesura irrecuperable, en la experiencia concentracionaria en la Segunda Guerra mundial. Y después tiene una sistematicidad en los manuales de la CIA. Y después tiene cada uno su libre interpretación en la que se cruza la ficción, el imaginario punitivista, el azar. Digo, que aparezca Beethoven en la Unidad 9 de La Plata o en otras circunstancias de la tortura, o Bach, bueno, evidentemente hay una conexión con todo ese universo, ¿no?
— Sí, me impresiona ahí en La Plata porque en el libro hablás de alguien que completamente enloquecido salía de “caza” bajo el influjo de la 9ª Sinfonía. Es completamente perturbadora la imagen ¿no?
— Bueno, porque la música está ubicada en un lugar aspiracional, de elevación de los sentidos más plenos. Encontrarla en esos lugares es profundamente perturbador.
— Tu libro se ocupa de esos siete años de la dictadura que marcaron no solo la memoria de muchos de nosotros sino que marcó también el límite entre la vida y la muerte de miles de personas en la Argentina. Son nueve capítulos, una tesis, decías recién cinco años de trabajo. ¿En qué momento dijiste: tiene que aparecer una primera persona en este libro?
— En el momento más perturbador. Porque yo estoy contando que el Ejército de Galtieri le encomienda a un compositor la única obra curada explícitamente para enaltecer la figura de la institución y ese profesor había sido mi maestro, yo no podía no estar adentro y buscar esa zona gris, esa zona opaca, no podía traficar esa información sin, no ser parte del problema pero sí ser periférico a ese universo. Me parecía que ahí el yo se imponía para acortar la distancia en términos del objeto que estás tratando y diseccionando. Creo que había ahí una cuestión ética y no técnica. Había una cuestión del orden de que si la biografía aparecía, tenía que aparecer en todas sus aristas. Era una cuestión que tenía que ver conmigo mismo. O sea yo fui joven. Yo no soy un investigador de 30 años con un posdoctorado y un subsidio de una universidad norteamericana que viene a contar o a exhumar memorias dispersas de una generación, no. Yo soy parte de las generaciones que atravesaron esos momentos, digamos.
— Cuando investigabas y aparecían ya no solo Beethoven o el Réquiem de Mozart en Caseros si no que empezaban a aparecer músicas para tapar los aullidos y los gritos de la tortura, música popular como la perversión de poner “Libre” de Nino Bravo, o el “Te agradezco señor” de Roberto Carlos, o aparecía Mercedes Sosa, Serrat en la ESMA. ¿Qué hallazgo es el que más te impactó?
— Mirá, me cuesta mucho seleccionar uno. Creo que todo el tiempo estamos hablando de contigüidades, o sea, de lugares distintos de la música. Cada expediente, cada testimonio me generaba preguntas e impacto. Y administrar emocionalmente eso también fue complejo y me doy cuenta ahora que ya uno se ha distanciado un poco del libro. Te diría que lo que más me sorprendió, lo que más me impactó de la investigación y de la escritura, hablando de contigüidades, es la compañía geográfica ESMA/ Obras, ponerlas en el centro, ponerlas en el mapa, y Teatro Colón/ Servicio de Información del Ejército.
— De los temas que aparecen hay dos en los que trabajas particularmente, uno es “Canción de Alicia en el país” de Serú Girán, y el otro es uno de Luis Alberto Spinetta que está dedicado a Túpac Amaru. Esos temas, esas letras, ¿qué significaban para vos antes de Satisfaction en la ESMA y qué significan ahora?
— Yo me compré el disco Kamikaze en el 82. Ninguna de las cosas que podría estar escribiendo ahora estaban presentes en ese momento. De ninguna manera. A pesar de haber vivido en una casa donde “Juana Azurduy” de Félix Luna y Ariel Ramírez se cantaba y ahí se nombra el martirio de Túpac Amaru. Uno no tenía la capacidad en ese momento a los 21, 22 años, de hacer esa conexión. “Alicia” era más explícita si vos querés. Digamos, “el asesino te asesina”. Creo que el esfuerzo que uno hace por encontrar los pliegues ocultos de algo cuando pone en funcionamiento una maquinaria interpretativa también te demuestra la pasividad con que a veces uno escucha, ¿sí? La distancia que hay entre una escucha dispersa, placentera, despreocupada, y una escucha…
— Atenta.
— Atenta pero en tanto que esa música ya no forma parte de la discusión entre melómanos o de las páginas de un suplemento cultural sino que son documentos de un momento de la vida política, cultural y espiritual de un país. Y por lo tanto ahí entra otra maquinaria interpretativa, que también me hace mirar a aquel que fui diciendo bueno, el elefante cazaba.
— Abel, alguien que aparece en este libro y que, sobre todo, es el protagonista de un libro anterior tuyo escrito con Diego Fischerman y que ahora se reeditó a partir del centenario es Piazzolla el mal entendido. Astor Piazzolla es justamente uno de esos personajes contradictorios en relación a sus vínculos con la dictadura y con las lecturas que uno puede hacer sobre eso. Me gustaría escucharte decir algo sobre Piazzolla.
— No, a ver, que alguien haya compuesto en el 77 un tema que se llama “Persecuta” ya te muestra hasta qué punto, digamos, el terror se expandía de manera entre comillas silenciosa y se impregnaba de las palabras más elementales. Yo creo que Piazzolla era un tremendo compositor, una de las figuras de la cultura argentina más importantes del siglo XX. Era un hombre profundamente pragmático, al punto que podía haber escrito un oratorio dedicado a Eva Perón y después ser músico de las Cancillerías de la dictadura y después tocar en La Habana. O sea, digamos, Piazzolla no se puede tomar en un lugar seriamente en términos de la política. Pero a la vez porque el sentido común, entre comillas, de Piazzolla era el de parte de la sociedad también. Porque si no, uno convierte a ciertos personajes en rarezas y chivos expiatorios y ese es un mecanismo absolutorio de la sociedad. Acordate de que en el 83 había tres o cuatro villanos, Neustadt, Palito Ortega, Menotti...
— Sí, los “Mefistos”, como se los llamaba a partir de esa película de István Szabó.
— Totalmente. Y los demás estaban todos absueltos de culpa y cargo… Esto pasó también en Francia, porque esto a mí me obligó a revisar las experiencias de posguerra, las analogías entre diferentes períodos históricos, y la tentación de buscar chivos expiatorios es permanente. O sea, Piazzolla decía lo que decía, hacía lo que hacía, porque sintonizaba con cierta estructura de sentimiento consensual con el status quo. Cuando nosotros hablemos de Piazzolla, y mucho más de acá a lo que viene, porque ya se cumplieron 100 años, nos va a quedar la música.
— Sí, se cumplieron 100 años y hubo contradicciones, sobre todo a partir del kirchnerismo y de la revisión de todo lo que ocurrió durante la dictadura, por lo que es eso de que Piazzolla no era “de los nuestros”, entre comillas. Entonces parece que a partir de ahora, más allá de las contradicciones de la persona, Piazzolla puede recién empezar a concentrarse en el tremendo artista que fue.
— Desde ya. Digamos, para eso sirve el tiempo, que pone las cosas en su lugar. Adelgaza las querellas. Piazzolla también era un provocador.
— Sí claro.
— Piazzolla hoy tendría Twitter, tendría trolls. Estaría en Intratables, viste. Haría denuncias a lo Carrió. Yo creo que era un operador de la cultura. O sea que, además de ser un tremendo músico, y si bien su discurso tendía al enaltecimiento de la escritura, el valor del arte, tenía muy claro que había una zona del espectáculo que había que capitalizar. Era un provocador. Era también un artista de la boutade en cierto sentido.
— Hay algo que aparece recordado en tu libro también que es la polémica entre Cortázar y Liliana Heker a partir de los que se fueron y los que se quedaron. Algo que se reprodujo cuando, después de la dictadura, empezaron a volver algunos de los que se habían ido, como Osvaldo Soriano, por ejemplo. ¿La leíste de otra manera esa polémica ahora que tuviste que trabajar sobre esto? ¿Te cambió en algo?
— Sí, desde ya. La leí distinta y la cité deliberadamente porque en un lugar, con todo respeto, había algo de vivir en un frasco de mayonesa. Digo, cuando Liliana Heker le tiene que explicar a Cortázar cuáles son los campos de resistencia habla de los talleres literarios. No toma noticia de que hubo 30.000 personas cantando la canción de “Alicia”. Y eso era lo que me interesaba.
— Pero vos también sabés que esos talleres y esas universidades de las catacumbas, a su modo, fueron también espacios de resistencia.
— Desde ya que sí. No cabe duda… Y lo que hacía Josefina Ludmer.
— Sí, y Beatriz Sarlo, entre otros.
— No me cabe la menor duda. Pero digo que tomaba ese ejemplo no para subestimarla y para poner la polémica en su contexto sino que si algo caracterizaba a esos años era que aún expresiones masivas de malestar como 30.000 personas cantando “Canción de Alicia” pasaban completamente inadvertidas. Esto es lo que a mí me interesaba.
— Tal vez había algo generacional ahí que ellos no estaban percibiendo mientras los más jóvenes, de pronto, sí.
— Totalmente. Había por un lado un corte generacional de políticos viejos, había también una ausencia de puentes entre el campo de la cultura y la política. Había una enorme incomprensión del valor de la disidencia cultural, desde ya. Pero quiero situar también esa polémica en el contexto de estos problemas. Porque finalmente el tenor de la discusión entre Cortázar y Heker a veces parece remitirse exclusivamente al campo de la escritura, al mundo de los escritores, y eso es lo que a mí me hacía ruido.
— Sí, me parece que lo que estaba ahí era algo que de alguna manera se sigue diciendo con aquellos argentinos que viven afuera y siguen interviniendo, el “pero vos qué sabés, si estás afuera”. En algún sentido puedo entenderlo, del mismo modo que puedo entender la inquietud y la preocupación del que desde afuera veía que estaban masacrando a la gente, ¿no?
— Claro. De todas maneras, nadie puede negar la indignación de Cortázar y la capacidad que tuvo de involucramiento en las denuncias. Pero a la vez Cortázar era ciego y sordo para lo que pasaba en Cuba y Nicaragua. Por lo tanto, digamos, todo es mucho más peculiar, más complejo, más sinuoso respecto de cómo una persona podía estar indignada y a la vez ser absolutamente complaciente.
— Abel, tenemos que terminar y te quería preguntar por qué los dos libros, la reedición del Piazzolla y Satisfaction en la ESMA están dedicados a tu papá. Como periodista portás un apellido importante en la Argentina, sos el hijo de Isidoro Gilbert, que murió hace relativamente poco tiempo.
— Bueno, los dos libros están dedicados porque mi papá también se desdoblaba mucho, por un lado tenía el chip comunista pero por otro lado era una persona muy sensible desde el punto de vista musical. Los discos de Piazzolla estaban en casa. Mi papá era un melómano, era verdaderamente un melómano. Mi papá se escandaliza cuando una vez entra a casa y ve que yo había puesto el poster de Jimi Hendrix en la pared. Dice “pero este tipo de qué plato volador bajó acá, qué es esto”, ¿no? A la vez, un año después una noche aparece con Tommy de The Who, el disco de la banda sonora de la película de Ken Russell, no el original.
— La película que en esos años íbamos a ver todos, por supuesto, los sábados a la noche.
— Tal cual. En el Ritz de Cabildo... Mi papá fue muy importante en términos de cierta música que sonaba en mi casa. Y de cierta biblioteca también, eh. Entonces reconozco ahí una deuda y una relación que fue mucho más allá de la política y del linaje profesional que era esa discoteca, era mi papá cantando, era mi papá curioso respecto a aquello que podía sonar, una de las últimas conversaciones fue sobre Leonard Cohen viste, y yo lo miraba y decía pero esta conversación no hubiera podido suceder hace 50 o 40 años, ¿entendés? Entonces, dedicarle los libros es una forma de tenerlo presente.
*Aquí se puede escuchar la entrevista, realizada en el programa Vidas Prestadas, de Radio Nacional.
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