El 27 de junio de 2010 Tim Foley se cambiaba de ropa —había regresado de almorzar con sus padres y su hermano Alex, se preparaba para seguir festejando su cumpleaños 20 con sus amigos— cuando escuchó ruidos al otro lado de la puerta cerrada de su habitación. Le pareció que alguien gritaba “¡FBI! ¡FBI!” y antes de que pudiera comprobarlo un hombre armado, que en efecto pertenecía a la Agencia de Investigaciones Federales de los Estados Unidos, le dijo que se quedara tranquilo y lo acompañara.
Vio entonces que otro agente escoltaba a Alex. Y vio que sus padres salían, esposados, rumbo a dos autos negros donde se los llevaron por separado sin permitir que se despidieran.
El resto de los autos y los uniformados comenzaron un rastreo estricto de la casa de Cambridge, Massachusetts, por lo cual el FBI había rentado una habitación de hotel para que él y su hermano menor vivieran en los siguientes días. Se secuestraron 191 objetos, entre ellos computadoras, teléfonos, fotografías, medicinas y la PlayStation de los muchachos.
—Tus padres fueron detenidos como sospechosos de ser agentes ilegales de un gobierno extranjero —le explicaron.
—Ustedes se confundieron de casa.
La idea le pareció tan ridícula que sólo podía ser un error. Sus padres eran la gente más aburrida del planeta. Cómo iban a ser espías.
Dos días más tarde y a casi 900 kilómetros, en su casa de Toronto, Canadá, los jubilados Pauline y Edward Foley compartían el desayuno mientras leían la versión impresa del Toronto Star. Ella tenía el cuerpo principal; él leía la sección de arte, libros y espectáculos. De pronto la mujer soltó el periódico como si le hubiera quemado las manos.
—¿Qué significa esto?
Le mostró a su esposo la noticia: el FBI había descubierto a un grupo de espías rusos encubiertos que operaban en Estados Unidos.
—¿Ahá? —el tema no le interesó a Edward.
—Mira el nombre de una de las mujeres: Tracey Lee Ann Foley.
Hacía más de medio siglo que la primera hija de ambos, de dos meses, había muerto por una meningitis en cuestión de horas. ¿Cómo podía ser que una agente rusa tuviera exactamente su nombre?
A comienzos de los sesenta los registros civiles anotaban los nacimientos por un lado y las muertes por otro; los soviéticos solían recorrer los cementerios para buscar casos como el de la bebé de los Foley que permitieran construir una identidad falsa, generando documentos a partir de un acta natal legítima, a lo largo de décadas.
Décadas durante las cuales espías como Elizabeth y Philip Jennings, los protagonistas de la serie The Americans, se entrenaban en su país y se infiltraban en sus destinos, donde fingían ser la familia más aburrida del planeta. O como, en la vida real, fueron Tracey Foley y Donald Heathfield —otra identidad tomada de un bebé de Ottawa, que sufrió muerte súbita a las siete semanas—, los padres de Tim y Alex detenidos con otros ocho agentes rusos en la operación Ghost Stories.
Se llamaban Elena Vavilova y Andrei Bezrukov y fueron deportados el 9 de julio de 2010 en el mayor intercambio de espías entre Estados Unidos y Rusia después de la Guerra Fría, que se realizó en la pista del aeropuerto internacional de Viena. El canje incluyó a Anna Chapman, quien se convirtió en una celebridad en su país. El Kremlin entregó a cambio, entre otros, al militar Sergei Skripal, quien había sido agente doble para el Reino Unido, y que sobrevivió luego a un misterioso envenenamiento en Salisbury.
En un Moscú muy distinto del que partió cuando existía aún la Unión Soviética, la coronel Vavilova comenzó una carrera como escritora y su primer libro, que es un relato ficcionalizado de su vida como espía, acaba de ser traducido al castellano. La mujer que sabe guardar secretos ofrece una perspectiva única del programa de “ilegales”, como se llamaba a las familias como la de The Americans, que comenzó durante los años del KGB pero se continuó en el Servicio de Inteligencia Exterior de la Federación Rusa (SVR).
Los personajes centrales, Vera Svíblova y su novio, Antón Viazin, son estudiantes universitarios de Tomsk, Siberia, exactamente igual que fueron Vavilova y Bezrukov. “Vera había nacido y se había criado en la Unión Soviética, y su educación, también soviética, podía resumirse en una sencilla fórmula: ante todo, amor desinteresado y devoción por la patria”, abre el libro. “Por aquel entonces —las décadas de 1960, 1970 y 1980—, el sentido de la vida para varias generaciones de jóvenes giraba en torno al comunismo, que no era considerado en absoluto como una ilusión”.
Allí los recluta un “curador”, que luego de observarlos y tantearlos sugiere que se los entrene como ilegales. Vavilova reconstruyó la escena en que le presentaron a un funcionario que se llevaría a los jóvenes de Siberia para que se sumergieran en el programa top secret:
—Este es nuestro representante de Moscú, Aleksander Pavlóvich. —Luego se volvió hacia Vera y continuó—: Tiene algo que decirte… Que ofrecerte, Vera.
—Vera Viacheslávovna —dijo Aleksander Pavlóvich de inmediato—, queremos proponerle que comience a prepararse para trabajar en el extranjero.
Las primeras páginas despachan rápidamente el final —la protagonista, Catherine/Vera, está detenida en el estado de Virginia, sabe que la acusarán de espionaje y se pregunta por el destino de sus hijos— para poder dedicarse en detalle al entrenamiento en la Unión Soviética y la infiltración, primero en Canadá y finalmente en los Estados Unidos, de su alter ego.
La historia verdadera
En 1978 y con 18 años, Bezrukov se mudó de Kansk, la localidad donde había nacido, cerca de la ruta del tren Transiberiano, para comenzar una carrera en historia en la Universidad de Tomsk. Tenía un fuerte sentimiento de pertenencia: solía contar que sus antepasados llegaron a Siberia en tiempo de la conquista de Iván el Terrible, en el siglo XVI. “Para mí, olvidar es quedarse sin nada”, lo citó Gordon Corera en su libro Russians Among Us.
Sus estudios lo apasionaron por la singularidad de la historia rusa, un país inmerso en lo que llamó “una lucha interminable y dolorosa por su identidad entre Oriente y Occidente”. Y esa pasión interesó a su vez a los reclutadores del KGB, que usaban las universidades como fuentes de talento.
Los departamentos dentro del Directorio S, la parte de la inteligencia exterior que se ocupaba de los “ilegales”, hacía la selección final, creaba las historias de vida y entrenaba a los espías, y tenían criterios estrictos para todo ello. Contó Corera:
Un candidato ideal tenía veintipocos años. Cuando una persona era más joven no se podía tener la certeza de que contaba con lo necesario para sobrevivir. Hacia los 30, ya no era lo suficientemente maleable para moldearlos en una nueva persona. Los observadores buscaban a aquellos que podían tener el conjunto adecuado de habilidades: era vital la facilidad para los lenguajes, del mismo modo que la inteligencia, la paciencia, la adaptabilidad, la capacidad de sobrellevar el estrés y un sentido del patriotismo.
La necesidad de la juventud de un candidato era, a la vez, un inconveniente: “Un ilegal estaba destinado a pasar décadas viviendo en la clandestinidad. No era realista pensar que no tendrían relaciones”, recordó el investigador de los espías rusos.
Muchas veces eso arruinaba años de formación de un agente, como cuando Anatoli Rudenko, luego de una trabajosa construcción de su identidad falsa en Alemania y en Inglaterra, desafió sus órdenes y se casó con una peluquera alemana a la que llevó a los Estados Unidos. Y si bien no siempre las parejas funcionaban —Yelena Borisnovna y Dimitry Olshevsky, por ejemplo, ya instalados en Canadá como Laurie e Ian Lambert, se separaron y terminaron arrestados y deportados— se las prefería. Bezrukov tenía una novia y ella, afortunadamente para el KGB, también parecía promisoria.
“Antón y yo no habíamos pensado en casarnos mientras estuviésemos en la universidad”, se lee en La mujer que sabe guardar secretos, como parte de las “Memorias de la coronel Vera Svíblova”, el alter ego de Vavilova. “Entonces todo cambió. El agente local del KGB, que era nuestro curador en Tomsk, nos informó de que el enlace debía celebrarse previamente a nuestro traslado a Moscú. Estábamos deseosos por comenzar con la instrucción, así que preparamos la boda”.
Debieron, además, elegir sus seudónimos para comenzar a borrar sus nombres en ese mismo momento de toda la documentación operacional. Ya nadie se dirigiría a ellos como los habían nombrado sus familias. Eligieron Molly y Mike.
La leyenda de Tracey y Donald
Con sus nombres reales en absoluta confidencialidad, Molly y Mike comenzaron un entrenamiento que incluyó técnicas de contraseguimiento, memorización y codificación; también aprendieron artes marciales, autohipnosis y primeros auxilios. Vivieron en una casa de campo, en las afueras de Moscú, cuyo interior imitaba un hogar estadounidense de la clase media, para familiarizarse con la cotidianidad occidental. Y lo más importante: aprendieron dos idiomas. Recreó Vavilova en su novela:
Sin lugar a dudas, la tarea más larga y laboriosa fue aprender lenguas extranjeras; al menos dos. Una de estas lenguas sería la lengua materna ficticia que el agente se suponía habría hablado desde la infancia, mientras que la segunda sería una lengua de trabajo, necesaria para vivir y obtener información de inteligencia en un determinado país. De este modo, un ligero acento o un error en la legua de trabajo se podía explicar fácilmente porque no era su lengua materna.
Al mismo tiempo, el Departamento 2 del Directorio S creaba lo que se llamaba la “leyenda”: la historia de las identidades falsas que tendrían los espías. Cada leyenda se escribía en dos columnas: en una iba el relato creado y en la otra la documentación que debía sostenerlo en Occidente. El primer punto, evidentemente, eran las actas de nacimiento de los bebés muertos.
Si algún elemento de la leyenda no se sostenía con documentación, debía existir una explicación plausible, como el idioma alternativo para justificar el acento. “Era un trabajo meticuloso”, escribió Corera. “Si cabía cualquier duda, se descartaba una identidad completa. Aproximadamente uno de cada die intentos creaba algo que se juzgaba sostenible ante las comprobaciones de lo servicios de seguridad occidentales”.
Parte de la leyenda eran los documentos falsos: una licencia de conductor de Italia o de Finlandia; un pasaporte francés emitido en 1978 con exactamente la tinta, el papel, el pegamento, el plastificado y hasta los broches metálicos de ese momento. Un laboratorio entero trabajaba en el envejecimiento de materiales de certificados y carnets de las décadas del sesenta y el setenta aunque se realizaran en los ochentas.
Más temprano que tarde, esas falsificaciones, unidos al único elemento verdadero, el acta de nacimiento, conduciría a documentos reales, como los pasaportes canadienses que tenían Vavilova y Bezrukov, con los que se abrieron camino a la ciudadanía estadounidense. Eso era la cima: la creación de lo que se llamaba una “leyenda de hierro”.
Cae la URSS, se abre la puerta a EEUU
La pareja de espías se casó dos veces: con sus nombres, en la Unión Soviética, y con los de Donald Heathfield y Tracey Foley, dos canadienses que se conocieron en Toronto en 1988. Nunca, en casi 25 años en Canadá y los Estados Unidos, hablaron en ruso.
Tracy hizo cursos de computación y trabajó como administrativa en una empresa de ropa; Donald se empleó en una representanción de Honda como contable. Cuando nació Tim, ella se dedicó por completo a la casa y la crianza del niño mientras que él empezó a vender libros para Montgomery Marketing, donde ganaba un salario “moderado”, según confesó tras ser detenido, que les permitía “vivir mes a mes” en la casa rentada y manejar un Mazda 626 usado.
En ese momento la Unión Soviética se desintegró.
“Algunos ilegales simplemente se evaporaron en el aire”, dijo a Macleans Alistair Hensler, funcionario de CSIS, la agencia de espías de Canadá. “Así de buena era su cobertura”.
Vavilova y Bezrukov nunca hablaron de esos días, ni siquiera comentaron si llegaron a pensar algo así. La espía convertida en escritora le confió a VilaWeb: “Tuvimos muy poco contacto con Moscú, por razones de seguridad. Trabajamos mayormente por las nuestras, y la verdad es que conocíamos muy poco de lo que estaba sucediendo”.
Entonces llegó un mensaje preguntándoles si continuarían con su tarea.
“Respiramos aliviados”, agregó al sitio catalán. “Sentimos algo extraño, porque sabíamos que lo que había sucedido era extremadamente serio, la desaparición de la Unión Soviética, pero también comprendimos algo importante. No luchábamos por nuestros dirigentes, sino por nuestro país. Por nuestra patria. Por nuestros compatriotas. Y eso no cambió cuando la Unión Soviética se convirtió en Rusia”.
En esta segunda etapa Donald se asoció a una distribuidora de pañales mientras estudiaba economía internacional en la Universidad de York. La familia entera —ya había nacido Alex— lo acompañó a París en 1995, para que hiciera un master en la École des Ponts. Vivieron con lo justo en un pequeño apartamento —la única habitación era para los niños: los padres dormían en el sofá— cerca de la Torre Eiffel.
En 1999, mientras Vladimir Putin llegaba al poder, el canadiense trabajador y estudioso envió su solicitud de ingreso a la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard. Lo aceptaron. La familia se mudó a Boston, y en su periferia serían detenidos Vavilova y Bezrukov durante la operación Ghost Stories. Ella trabajaba entonces como agente inmobiliaria y él en la consultora Global Partners.
La inspiración de The Americans
Como Elizabeth y Philip Jennings, Tracey Foley y Donald Heathfield y se mantuvieron por debajo del radar mientras recolectaban información. Nada extraordinario: datos sobre esto y aquello, que unidos a los datos sobre esto y aquello de los demás ilegales, permitían que en Moscú se armara un rompecabezas. Su vida era tan distinta de la de los Jennings que eso la hizo pensar en escribir La mujer que sabe guardar secretos.
“Luego de mirar The Americans pensé: ‘Bueno, ese no es el trabajo real, ni es así como se hace’”, dijo a The Guardian. El estrés psicológico y los dilemas morales son parte del asunto, pero no así el sexo y el asesinato. “Si un día sales y haces algo como James Bond, eso es todo: estás terminado. No puedes sostener una vida y un trabajo extendidos si haces eso. La gente cree que todo es siempre extremo, pero en realidad la mayor parte es muy rutinario y muy aburrido”.
En su novela, la joven Vera, en pleno entrenamiento, le pregunta a su supervisor: “¿Por qué se habla de ‘agentes especiales en la reserva’? ¿Quiere eso decir que podríamos quedarnos de brazos cruzados sin hacer nada? ¿Nos mantendrían en la ‘reserva’ hasta que apareciesen las condiciones idóneas?” El hombre le explica entonces el concepto de agente “durmiente” o “latente”:
Estos agentes son los ojos y los oídos del estado. Así que, obviamente, no pueden permanecer inactivos. Cuando trabajan en el extranjero deberán subir la escalera social, cuidar a sus contactos y procesar una gran cantidad de información. El trabajo de un agente no siempre se centra en secretos, como la gente imagina por influencia del cine.
El objetivo de Vera y Antón era interceptar y conocer las intenciones del enemigo, un país cuyo presidente había llamado a a URSS “el imperio del mal”, antes de que se haya madurado un curso de acción. “Una vez tomada una decisión, no hay margen de maniobra para casi nada y ya es demasiado tarde para adoptar una línea de acción concreta por parte de nuestro país”, siguió el mentor. “A los que actúan de forma encubierta, los conocemos con el nombre de ‘guerreros del frente invisible’”.
Y eso fueron Vavilova y su esposo hasta que Alexander Poteyev, segundo del Directorio S, entregó al FBI la red de ilegales. El día antes de hacerlo viajó a Frankfurt, donde la CIA lo recogió para llevarlo a una localidad desconocida en los Estados Unidos, donde se supone que reside. Aunque en 2016 hubo rumores sobre su muerte, nunca comprobados.
Regreso con alfombra roja
“Viví 20 años creyendo que era canadiense y todavía creo que lo soy, nada puede cambiar eso”, escribió Tim en una de las apelaciones que necesitaron él y su hermano para que el país donde nacieron les devolviera la ciudadanía que les quitó por ser hijos de agentes no declarados. “No tengo vínculos con Rusia, no hablo el idioma, no tengo muchos amigos allí, no he vivido allí durante periodos largos y no quiero vivir allí”.
Para los hijos fue increíble descubrir que sus padres eran espías rusos y tenían un pasado soviético. Al visitar a sus padres detenidos Vavilova les rogó que viajaran a Moscú hasta que las cosas se aclarasen. Nunca antes habían estado en Rusia.
“Nos mostraron fotos de nuestros padres a los 20 años, con uniformes, con medallas”, recordó Alex a The Guardian sobre ese viaje. “En ese momento pensé: ‘Ok, esto es real’. Hasta entonces me había resistido a creerlo”. Los colegas de sus padres —así se presentaron— que los buscaron en el aeropuerto les mostraron la ciudad, los llevaron a museos, les presentaron primos, un tío y una abuela que no sabían que tenían. El 9 de julio, cuando sus padres aterrizaron en Moscú todavía ataviados con el overol naranja de la cárcel, supieron que les darían documentos nuevos con sus nombres en ruso.
Vavilova y Bezrukov fueron recibidos como héroes; Putin —en ese momento, primer ministro— les dio audiencia y los condecoró con la Orden al Mérito por la Patria. Además de haber sido él mismo agente del KGB, Putin tenía 21 años cuando se estrenó Diecisiete instantes de una primavera, la serie soviética que rompió récords de rating con 80 millones de espectadores e innumerables repeticiones. Se trataba de los ilegales que durante la Segunda Guerra Mundial infiltraron las SS para impedir que los nazis negociaran con los Estados Unidos. Putin ingresó a la inteligencia poco después del estreno.
El regreso también sacudió a los familiares de la pareja, que creían que eran traductores en organismos internacionales y que, por la sensibilidad de sus empleos, no podían comentar lo que hacían. Tim y Alex aprendieron rudimentos de ruso pero finalmente se fueron: el mayor, a trabajar en finanzas en Asia; el menor, a estudiar a una ciudad europea. Luego debieron iniciar la batalla legal por su nacionalidad canadiense.
Actualmente Bezrukov asesora al presidente de Rosneft, la petrolera estatal rusa, es profesor del Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú y publica una columna de actualidad en Izvestia, el periódico financiero. Vavilova escribió La mujer que sabe guardar secretos para contar la realidad de su oficio y encontró una nueva vocación: su segunda novela, El corazón codificado, salió en mayo de 2020, en ruso, según anunció en su sitio.
SEGUIR LEYENDO: