Juan Forn contó alguna vez, en una entrevista, que su cuento Nadar de noche, había surgido de un sueño. Un sueño con su padre, el que murió cuando el tenía 24 años.
En la ficción, un hijo se encuentra con su difunto padre, y en una escena memorable, le pregunta:
—¿Y cómo es? (la muerte).
—Cómo nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.
Ahora son las historias y los libros los que quedan. Ahora hace frío y Villa Gesell reluce desde las sombras, su cara menos conocida: la que tiene fuera de temporada. Ahora hace frío en una playa nublada, de espaldas al Centro Cultural Pipach, en la Avenida Buenos Aires, dónde un puñado de familiares-amigos-colegas, se despiden del escritor.
Ahora son las fotos, colgadas en las paredes vidreadas del Pipach y los recuerdos los que quedan, las anécdotas compartidas, de las que fueron sus dos vidas: la del escritor y editor porteño, la de los premios y las traducciones; y la del geselino por adopción, padre de Matilda, amigo de libreros locales, socio honorable de la Biblioteca Popular, vecino de pueblo.
En esa playa, casi desértica, Juan pasó largas caminatas pensando en las historias de sus contratapas de los viernes en Página 12. Dejó madurar su gran novela María Domecq, y leyó, voraz, como aquel joven que fue a los 20. Era una especie de ritual que comenzó desde que se mudó de Buenos Aires en 2002 y en el que encontraba la respuesta que necesitaba frente al vacío del teclado: “¿qué quiero contar?”
Juan caminaba delante de esos balnearios cerrados y tapeados, pegado a la orilla, cada tanto se detenía a leer bajo las maderas de la casilla de algún guardavidas, y de vez en cuando, cuando alguna piedra expulsada por la marea le llamaba la atención, la recogía, la observaba y se volvía a preguntar, trepado al reparo de un tamarisco: “¿Qué me cuentan?”.
Su afincamiento en el pueblo al lado del mar lo relataba de memoria, como si fuese esa parte de su vida que a todo el mundo le gusta escuchar: enfermedad-estrés-editorial-Gesell-mar-paternidad-paz.
Una pancreatitis fulminante lo arrastró a una cama de hospital y a oír uno de esos típicos consejos de médico: “Lo que usted tiene que hacer es muy simple: tiene que parar cuando está cansado”. En ese momento, con cuarenta años y una hija de dos, el creador del exitoso suplemento de la cultura porteña —Radar— abandonó la redacción que dirigió durante años, y se instaló a orillas del mar atlántico para nunca más irse.
El Buenos Aires que dejó de ser su Buenos Aires comenzó allá por la década del 60, entre el barrio de San Isidro y la élite de una familia burguesa. Como el protagonista de Corazones —Ivan Pujol— nació en una clase privilegiada, fue a un colegio privilegiado para recibir una educación privilegiada, y para aprender a aceptar lo que le tocaba sin desconfiar, sin pensar si lo merecía. Pero la ficción transgredía la realidad.
El recuerdo de su primer contacto con la lectura está habitado por un sinfín de revistas de cómics y la voz de su madre que le decía:
—Dale revistita mexicana, hace un día precioso, no te quedes encerrado a leer.
A los 10 años su padre, ingeniero —un hacedor culto de la inteligencia aplicada— le enseñó a sacar logaritmos, soñando con que algún día su hijo tendría un título colgado en su oficina, perseguido por ese estilo de vida burgués. Para Forn padre, la poesía era una pérdida de tiempo. Juan comenzó a sentir un terrible rechazo por las ciencias exactas y una inevitable atracción por la literatura. Si lo prohibido se vuelve tentador, leer, para el joven de la melena rulosa, era un acto de rebeldía. Un beatnik contra las formas conservadoras y acreedor de la literatura porteña.
En 1978 fue obligado por las fuerzas armadas a cumplir con el deber que todo hombre, joven, argentino y sano debía cumplir: la colimba. De esa época recordaba a su compañero de carpa, también de fútbol, hermano de un guerrillero, al que se llevaron de la bolsa de dormir mientras intentaba descansar, una de esas noches de frío polar en el sur argentino. Nunca más lo volvió a ver. Desde ese día, se mojó la camiseta ballenera con agua helada y aspiró unos cuantos fósforos prendidos, para inmutarse un ataque asmático y conseguir la baja. Luego, se subió a un avión de carga en Buenos Aires y partió para Europa, a escapar de un país inundado de militares.
Unos años después, con una incipiente democracia y el sueño burgués de sus padres vencido por el tiempo, regresó.
Un poco más por resignación que por aceptación, la familia de Forn entendió que el destino de su hijo no estaría marcado por la ciencias exactas, sino por la literatura. A los 21 se afeitó el bigote, se cortó la melena, se abrochó el primer botón de la camisa —señal de identidad característica de los posmodernos— y entró como cadete a trabajar a la editorial de Emecé. Después cruzaría a Planeta. Después escribiría su primera novela. Después comenzaría con el suplemento de Página 12, Radar, para ser la voz y el oído de la cultura porteña del momento. Después escribiría más libros. Encontraría en el camino, una mezcla curtida en la piel del escritor culto, intelectual y el rockero rebelde salido de barrio norte. Todo eso, antes de que lleguen a los 2000 y la ciudad lo termine expulsando hacia la costa.
Y un poco también, aconsejado por su amigo, Guillermo Saccomanno, quien lo terminó convenciendo de cambiar el cemento por el bosque y el mar. Aquel que nombraba cada vez que le preguntaban por su novela Maria Domecq, aquel que le ayudó a dar con la versión final.
Juan estaba perdido, confundido y delimitado por una historia que prometía más de 1.000 páginas.
—Tengo la mejor idea de mi vida, tengo todo el tiempo del mundo, pero no me sale —se desahogó con su colega.
—Estás escribiendo otro libro. ¿Cómo no te va salir? Contámelo en 200 líneas —le contestó Saccomanno.
En Gesell cambió su piel para volver a encontrarse, para enterrar los pies en la arena, para vivir en ojotas, para volver a devorar libros como un adolescente. Y cuando las estanterías se desbordaron de ficciones, biografías y ensayos, donó a la Biblioteca Rafael Obligado una colección personal. En esos cientos y cientos de libros que reposan sobre el entrepiso de la Biblioteca, que llevan su nombre en el lomo, descansa el recuerdo de esas charlas literarias, donde tomaban color las contratapas de Página 12.
Para difundir esas charlas por la esfera geselina, Juan le escribió al diario El Chasqui de Mar de las Pampas y comenzó, casi sin querer, una de sus primeras grandes amistades locales, con el escritor Juan Pablo Trombetta.
“Esas charlas eran apasionantes. Eran indefinibles, como lo es la literatura de Juan, como lo son sus contratapas”, recordaba Juan Pablo con los ojos grandes, luminosos y marrones.
Un par de locales, un puñado de vecinos traídos del sur de Mar de las Pampas y un matrimonio de Cariló, conformaban la decena de espectadores que religiosamente asistían a los encuentros. Después, se iban hasta una pizzería para seguir las charlas y enmendar la ausencia de cines en el invierno.
Las charlas continuaron hasta el 2011. “A mi no me afectó, de hecho, ahí empezó mi relación íntima con él. Ahí nos hicimos culo y calzón, y creció una relación familiar”, contaba Juan Pablo, que ahora, rodeado de sus hijos y esposa, lo despiden como pueden.
Cuando llega la ambulancia, para darle el punto final al encuentro, en el Centro Cultural Pipach se hace silencio. El sol baja detrás de los edificios de la Avenida Uno y la luna, brillante y serena, asciende desde el horizonte. Sólo quedan un par de rostros, cubiertos por tapabocas y gorros de lana, estirando el momento al que nadie quiere llegar.
Y en esa playa, casi desértica, dónde algunos caminantes deambulan cerca de la orilla, el silencio se interrumpe: el eco de un mar espumoso y revuelto. Ahí, en esa Tierra Prometida que adoptó como propia, en la que serán arrojadas sus cenizas, fue donde alguna vez dijo: “Una vez que me vine a Gesell no me quise ir más. Soy un hippie de playa”. Y estaba seguro, nunca más se fue.
SEGUIR LEYENDO