Eduardo Halfon nació en Guatemala, creció en Estados Unidos y vive en el mundo, aunque en este momento, puntualmente, y desde un tiempo antes de que comenzara la pandemia por coronavirus, vive en Francia, con su esposa y su hijo pequeño. Su obra literaria está conformada por textos breves e hipnóticos de géneros diversos, falsas autobiografías, ensayos y crónicas. El año pasado se publicó su primer libro en edición argentina, Biblioteca Bizarra, (Godot) y se consiguen en la región su clásico El boxeador polaco, en la edición de Libros del Asteroide, que lleva el nombre del relato más conocido de Halfon, aquel en el que el abuelo le cuenta al narrador cómo salvó su vida en Auschwitz, además de ediciones de Monasterio, Signor Hoffman y Duelo. Hay, también, una bellísima versión ilustrada de su relato Oh gueto mi amor, de Páginas de espuma.
Recientemente, Libros del Asteroide publicó su último trabajo, Canción, en el que regresa a la historia de su familia paterna, judíos libaneses, y a la Guatemala de su infancia, atravesada por la violencia y la desmesura, para narrar un episodio clave de su historia: el secuestro de su abuelo y, a partir de este hecho, produce una singular lectura de la guerra civil que desangró a su país. Canción concentra varios de los tópicos recurrentes de la obra de Halfon: la memoria familiar, la identidad, las peripecias de un narrador perdido en territorio desconocido y hasta hostil y la crónica de viaje en la cual la emoción es siempre atravesada por el humor negro y la ironía.
— El último capítulo de esa gran novela que venís escribiendo es tu último libro, que se llama Canción y arranca con: “Llegué a Tokio disfrazado de árabe”. Esa frase, ¿estaba en el comienzo de la idea del libro? ¿Cómo llegó esa frase?
— (Risas) Sí, esa es una muy buena pregunta. Aunque la respuesta es compleja. Porque, como hemos hablado anteriormente, mis libros se van formando ante mí de una manera muy anárquica. O sea, yo no sabía el libro que estaba escribiendo mientras lo escribía. Entonces, cuando surge esa frase escribo esa parte del libro que, digamos, es la parte japonesa. La invitación a Japón, la llegada a Japón y lo que sucede en Japón al ser invitado a un congreso de escritores libaneses. Entonces, llego a Japón disfrazado de árabe. Y escribo eso. Pero esa escritura sucedió hace más o menos seis años y no sabía que era un libro, mucho menos Canción. O sea, no era más que un relato, un cuento sobre lo que me había sucedido en Japón. Luego me topo por accidente, sin yo estarlo buscando, con este tipo llamado Canción. Me topo con el testimonio del secuestro de mi abuelo libanés por la guerrilla en 1967. Y entonces esa es la puerta de entrada no solo a escribir sobre el secuestro de mi abuelo, a escribir sobre la guerra en Guatemala, cosa que yo no había hecho, era un tema que eludía, sino también a escribir como un acercamiento al mundo árabe, al mundo libanés. Cosa que había empezado en Japón sin yo saberlo. Entonces la frase ésta, que resultó ser la primera frase del libro por razones de estructura, fue una frase que escribí en un momento dado sin saber que estaba escribiendo un libro sobre lo que significa para mí ser nieto de un libanés.
— “Nunca antes había estado en Japón, y nunca antes me habían solicitado ser un escritor libanés. Escritor judío sí, escritor guatemalteco claro, escritor latinoamericano por supuesto, escritor centroamericano cada vez menos, escritor estadounidense cada vez más, escritor español cuando ha sido preferible viajar con ese pasaporte, escritor polaco en una ocasión, en una librería de Barcelona que insistía, insiste, en ubicar mis libros en la estantería de literatura polaca, escritor francés desde que viví un tiempo en París y algunos aún suponen que sigo allá. Todos esos disfraces los mantengo siempre a mano, bien planchados y colgados en el armario. Pero nunca me habían invitado a participar en algo como escritor libanés y me pareció poca cosa tener que hacerme el árabe durante un día entonces en un congreso de la Universidad de Tokio si eso me permitía conocer el país”. Te escucho.
— Sí. El disfraz, esta obsesión que yo tengo con el disfraz o la máscara si se quiere, ¿no? El poder usar diferentes máscaras o diferentes disfraces. Si yo estoy en Guatemala de pronto, no he estado en Guatemala en dos años por la pandemia, pero cuando voy a Guatemala de pronto cambia mi acento un poco, cambio el español, empiezo a hablar de vos, esa cosa que se hace en Guatemala. O sea que poco a poco me empiezo a vestir en ese disfraz. En el disfraz chapín, como decimos nosotros, en el disfraz guatemalteco. Pero si voy a España, mi español se vuelve castellano muy español. En Estados Unidos soy un yanqui total. No me doy cuenta que lo hago en el momento pero sé que lo hago. Sé que tengo todas estas máscaras o estos disfraces que puedo quitarme y ponerme. Entonces, dos cosas de esto me llaman mucho la atención. Uno es qué tanto esos disfraces se van volviendo mi identidad.
— Claro.
— O sea, ¿soy yo esos disfraces? ¿Soy yo la suma de esos disfraces? ¿O soy el que está detrás? Es casi como la relación que existe entre un actor y el personaje ¿no? Y el personaje que interpreta. Qué tanto del actor hay en ese personaje. Entonces, qué tanto de Eduardo Halfon hay en todos estos vestuarios, estos acentos, estas formas de moverme por el mundo. Y sigo agregando disfraces. El francés es nuevo, por ejemplo. Ahora que ya llevo como sabes dos años en Francia pues, más o menos, me muevo con el francés. Y otro que la gente quizás no conoce tanto, o tal vez no interpreta como disfraz, es el de escritor.
— Eso es algo que vos señalás cuando decís que ser escritor es algo muy distinto a escribir.
— Totalmente. O sea, el que está hablando ahorita contigo pues tiene cierta elocuencia, algunas anécdotas, sé cuándo ser gracioso, cuándo debo contar una anécdota emocional. Hay todo un discurso que se maneja en eventos, en entrevistas, aunque sean en zoom, ¿no? Pero hay una leyenda que el escritor va construyendo que no es necesariamente la suya, es este mito fundacional, de dónde vengo y por qué soy escritor, etcétera. Pero todo esto lo juego y para mí se vuelve algo muy lúdico. Entonces, llegar a Tokio disfrazado de árabe es lúdico, es una semi broma, pero también hay algo ahí que me llama la atención, que habría que profundizar.
— ¿Cuánto pesa llevar el nombre de un abuelo?
— Claro, porque llevo su nombre exacto, ¿no? No solo el Eduardo sino el Halfón o Halfon. Desde niño tengo el peso de ese nombre. Porque yo recuerdo muy bien a mi abuela, a mis tías, y a mi padre por supuesto, diciendo: “Cuide su nombre”, “Usted tiene que cuidar su nombre”, “La imagen de su abuelo está en sus manos”. Entonces, es una amenaza. Es una manera de controlar, de hacer que el niño se porte bien, que el primogénito cumpla con su deber como primogénito. Yo creo que ellos lo usaban mucho cuando me veían alejándome del judaísmo. Eso era especialmente peligroso para mi familia y emocional ¿no? Cómo un Eduardo Halfon va a renunciar a su judaísmo, a sus raíces judías. Entonces desde niño tengo ese peso del nombre. Lo siento. Y durante muchos años yo no me llamé Eduardo, yo hacía un esfuerzo por no llamarme Eduardo. Mis amigos de infancia aún me dicen Eddie.
— Sí claro, para diferenciar.
— Para diferenciar. Mi hermano me dice Eddie. Mi esposa me dice Dudu.
— En algún texto tuyo aparece Dudu, aparecen esos nombres.
— Aparecen esos nombres. En Estados Unidos fui Ed durante muchos años. Aquí soy Edouard. Yo he hecho esfuerzos por alejarme pero cuando de pronto empiezo a escribir, asumo el Eduardo Halfon, e ste Eduardo Halfon que heredé. Y es un nombre, cosa que quizás sabes porque lo hemos hablado, un apellido especialmente, inventado.
— Sí, y además, contás, acortado ¿no?
— Acortado. Porque el apellido original de mi bisabuelo era Attie Halfon y cuando él llega a Nueva York, el oficial de migración lo corta a la mitad, esto es muy largo y le quita el Attie y nos volvemos Halfon. Algo muy azaroso, muy accidental, pero que también es muy pesado. Esa contradicción siempre me ha llamado la atención. Siempre me ha parecido interesante explorar cómo un nombre puede ser las dos cosas a la vez.
— Bueno, hablamos de ser dos cosas a la vez y el epígrafe en el comienzo del libro es una frase de Baudelaire, que dice: “Quizás resultaría agradable ser alternadamente víctima y verdugo”. ¿Cuándo surge, cuándo te aparece como una frase iluminadora para tu texto?
— Aparece en el proceso. Quizás tuvo un poco que ver con que estaba en París y leyendo un poco a los poetas franceses y me topo con esta frase poco conocida de Baudelaire. Pero también tenía la idea dándome vueltas de que si yo iba a tratar el tema de la guerra en Guatemala, un tema muy grande, el conflicto armado interno, y tratar el tema del secuestro de mi abuelo, tenía que hacerlo de la misma manera que traté el tema de la Shoá con mi abuelo polaco. Es decir, con distancia, lo más objetivamente posible. Yo tenía que poder sentarme a entrevistar a guerrilleros o militares y tratarlos de la misma manera. Entonces la idea de que alguien puede ser víctima y verdugo, dependiendo de a quién le preguntes. Y en Guatemala todavía es muy delicado. El tema de la posguerra, las desapariciones, el tema del genocidio, esa palabra: me gano enemigos cada vez que la uso en Guatemala porque hay todavía un porcentaje de la población, porcentaje menor pero poderoso de la oligarquía, que sigue negando que hubo un genocidio en Guatemala. La idea de quién es víctima y quién es verdugo. El secuestrador y el secuestrado. Entonces me topo con la frase de Baudelaire que parece poner el tono. El epígrafe de un libro lo veo como esas campanas que los tibetanos suenan antes de la meditación. Y pone el tono. Es el tono que van a seguir durante la meditación. Para mí el epígrafe es eso. No debe resumir, no debe ser un pseudo título, sino que debe marcar el tono.
— Es la llamada.
— Es una llamada. Pero yo lo asocio más con la música. Lo asocio más con el tono del libro. En Duelo, por ejemplo, el epígrafe yo quería que fuera bíblico, porque el libro para mí tenía esta cosa de Salomón, ¿no? Esta cosa de lo bíblico. Entonces hice un esfuerzo por ponerle ese tono al epígrafe de Duelo.
— Claro, que es: “Y les daré un nombre imperecedero”. Isaías, ¿no?
— Claro, claro.
— Tu abuelo Eduardo también aparece en Duelo, con la historia familiar.
— Ahí empieza. Y curioso que lo menciones, porque yo escribí Duelo justo después de regresar de Japón. Japón fue el momento en en que yo empiezo a voltear la mirada de mi familia materna polaca a la paterna libanesa. Si fuésemos a hacer una cronología, es en Japón donde mi mirada empieza a girar, a voltear hacia mi abuelo libanés.
— Un habla de vos y dice: escritor guatemalteco. Pero no es tan así, como que cada vez el tema de las nacionalidades se expande...
— Para mí es muy raro, porque yo nunca he tenido una nacionalidad clara. O nunca sentí un patriotismo, una lealtad. Cosa que en Argentina es un poco diferente. El argentino es muy argentino. El guatemalteco en general no y el judío nada, ¿no? En una comunidad judía de cien familias no puedes ser de otra manera. Entonces yo nunca he sentido un nacionalismo, ni hacia Guatemala, ni hacia Estados Unidos que he pasado la mitad de mi vida, pero siempre como turista, de paso. En España estuve de paso. En Francia estoy de paso. Entonces para mí el tema de las nacionalidades no es más que un pasaporte.
— ¿Y la familia puede ser una patria, también?
— Sería lindo si lo fuese. A veces la gente me pregunta si mi hijo no es mi patria. O si la literatura no es mi patria. O sea, otra cosa que suena hermosa pero que no considero cierta, al menos en mi caso. La misma sensación de turismo o de nomadismo que siento hacia Guatemala la siento hacia la literatura. Yo no siento que este es mi país. Que llegué tarde y quizás vine temprano de la fiesta. Y la familia para mí es un tema enorme, como lo has leído. Es un tema escabroso, complicado, una familia de la cual me tuve que alejar cuando entré a la literatura y cuando me fui del judaísmo. Ese fue el primer alejamiento brutal.
— Pero qué quiere decir que te fuiste del judaísmo.
— Me fui del judaísmo. Yo me tuve que poner de pie ante mi familia y renunciar al judaísmo (risas).
— ¿Pero se puede eso?
— No se puede porque no te dejan, ¿no? No te dejan. (Risas) Pero intenté, y lo sigo intentando. Yo lo que necesitaba, ahora viéndolo en retrospectiva, esto fue hace casi 30 años, yo tenía veintipocos, cuando ya no era una rebeldía, no era un chavo, un adolescente reaccionando ante el patriarcado en mi familia, era ya que necesitaba autonomía, independencia, necesitaba poder tomar mis propias decisiones. O sea que si yo iba a ser judío iba a ser por decisión propia, no porque me estaban obligando a serlo. Yo fui arreado y estudié ingeniería porque mi padre me dijo que estudiara ingeniería. El hijo obediente. El nieto obediente. El Eduardo Halfon cuidando el nombre.
— Sí, sí.
— Y llega un momento en el cual yo renuncio a todo eso y empiezo a romper los lazos con mi familia. Literalmente. Mi abuelo lloró, mi madre lloró durante años. Mis tíos se pelearon conmigo, no me hablaban. Pero yo sentía que para renacer en algo, que todavía no era la literatura pero resultó ser la literatura, tenía que morir. Tenía que haber un tipo de suicidio metafórico para poder irme de ese mundo. Y ese mundo incluía el judaísmo.
— Creo que la frase de Hermann Hesse es algo así como “el que quiere nacer tiene que romper un mundo” ¿no? Que está en Siddhartha, si no me equivoco.
— Es muy bonito. Muy bonito. Tú sabes, a mí alguna vez me hicieron una pregunta, un periodista español me hizo la peor pregunta que me hayan hecho en mi vida. Y luego lo pensé y dije esa es la mejor pregunta que me hayan hecho en mi vida. Me preguntó: “Cuáles libros que no has leído te han influenciado más”. Y mi respuesta, supe mi respuesta inmediatamente, pero inmediatamente, dos libros que no he leído que me han influenciado más. La Torá, si es que se puede considerar un libro la Torá, y el Popol Vuh, tradición maya. Son mis dos grandes pilares. Mi casa está construida sobre esas dos columnas, el judaísmo y Guatemala. Y yo no voy a leer esos libros. Yo necesitaba derrumbar mi casa para poder construirla yo mismo. Y si esas dos columnas había que romperlas, las tenía que romper.
— Comprendo. Hay algo que me impresiona mucho en la historia que contás en Canción y que tiene que ver con este secuestro de tu abuelo como un episodio dentro del gran combate fratricida, en un punto, y en otro punto entre los poderosos y los que querían cambiar ese país que llamás surrealista y que es este hecho de que “el nombre de mi abuelo le fue entregado a la guerrilla por otro judío, por uno de sus amigos de la sinagoga, por uno de sus compañeros de rezo de los sábados”. Esa frase es como un puñal.
— Sí. Sí. Y lo fue cuando yo lo supe. Mi familia no sabía esto. Esto me enteré por una entrevista con uno de los secuestradores, uno de los que organizó el secuestro. Tuve una charla con él y me contó esto. No me quiso decir quién, no me dio el nombre del colega o del amigo de mi abuelo. Pero me pareció poderoso que la traición fuese desde adentro. Y el tema de la traición también lo traigo desde muy atrás. La alta traición en este caso, ¿no?
— Sí claro. La vida y la muerte ¿no?
— Claro, claro, por supuesto. Pero vendió un nombre. De nuevo volvemos al nombre.
— Sí, vendió un nombre, exactamente. Hay muchas entrevistas en el libro, y hay montones de historias breves y frases con las que yo más de uno haría un libro con cada una de ellas. Pienso en historias increíbles como la de Camilo, el embajador de Estados Unidos, Michel Fink, el embajador alemán y Rogelia Cruz, la reina de la belleza. Por supuesto, también Sara, la del gabán rojo. Aparecen esos personajes a los que nos tenés acostumbrados, en espacios breves dentro de la historia pero muy potentes. ¿Cómo construís algo así, cómo vas dejando cosas afuera?
— Es difícil para mí hablar del proceso porque… no quiero hacerlo sonar místico. De esta cosa de que uno no sabe, y la historia se va imponiendo. Pero es así. Yo cuando voy en el proceso, no sé hacia donde voy, para empezar. No sé qué historia estoy contando. No sé si es corta o larga. No sé si voy para la derecha o para la izquierda. Hay una incertidumbre total. Ahora, en estas últimas semanas he estado tratando de terminar un cuento y llevo tres meses sufriéndolo por esa incertidumbre, como si fuera un acertijo que tengo que resolver. Porque es como que yo me planteo un acertijo muy complicado y luego tengo que ver cómo lo resuelvo, ¿no? Entonces el proceso de Canción fue así. Mi manera de trabajar es fragmentaria. Y te explico, cuando yo trabajo un fragmento del libro, el secuestro y asesinato del embajador americano que mencionaste, o Rogelia Cruz, la reina de belleza que se vuelve guerrillera y que la asesinan brutalmente, cuando yo estoy trabajando cada uno de esos fragmentos de libro lo veo con absoluta independencia. Es un mini cuento, en algunos casos de un párrafo, en otros casos de unas cuantas páginas, pero lo trabajo como si fuera…
— Independiente.
— Completamente independiente y debe sostenerse solo. O sea, el lector debe poder leer ese fragmento como un mini relato. Luego viene el problema del ingeniero de cómo ordenar todos estos fragmentos. En qué orden los pongo. ¿Falta algo para brincar de este a aquel? Por ejemplo las escenas del bar en el libro están intercaladas a propósito. Hay un suspenso que va creciendo, o que debe ir creciendo.
— Porque ese es el nexo entre las historias.
— Claro. Es el nexo y no te enteras por qué hasta el final. Al final aparece una señora y entiendes todas estas escenas que has ido recibiendo sin saber por qué. Qué está esperando ese otro Eduardo Halfon en el bar. A quién está esperando y por qué.
— Ahora, esto mismo que hacés en Canción es algo que también hacés en toda esta parte de tu obra que tiene que ver con lo familiar, ¿verdad?
— Sí, sí. Y eso que mencionabas de que de pronto algo que dejo en un libro reaparece en otro o continúo más adelante.
— Como el personaje de Aiko, que aparece en Signor Hoffman.
— Exactamente, es el ejemplo más claro. Cuando surge Aiko en Signor Hoffman yo no sabía quién era. Ahí surge en una página como una chica en una escena de Hiroshima, y la escribí como un pequeño cuento y dije bueno, qué interesante. Pero no sé quién es, no sé qué quiere, y bueno, ya veremos si algún día me lo cuenta. Y ahora me lo contó. En Canción llega su historia ¿no? La historia con su abuelo y demás. Lo mismo me pasó con Tamara. ¿Recuerdas a Tamara? Tamara aparece en un bar en Antigua, en una escena muy breve. Y luego surge su historia en Monasterio.
— Así es.
— No sé cuáles de estos personajes de Canción puedan visitarme de nuevo en el futuro. Tengo algunas ideas, hay algunos de ellos que creo tienen algo más que contarme, pero tendré que esperar. Al igual que tú, yo en este caso soy lector, porque no hay una planificación previa.
— Pero sí pasa con tus libros que a veces los editores en determinados países te piden publicar de cierta manera. Es decir, a diferencia de otros autores que tienen, no sé, cinco, seis novelas y los editores del mundo van eligiendo, en tu caso a veces hacen como alianzas entre tus libros para publicarlos todos juntos. ¿Cómo lo negociás?
— Los juntan. O me piden que yo los junte. Por ejemplo en Japón, cuando se publicó El boxeador polaco querían que incluyera La pirueta y Monasterio. O sea, tres libros en uno. Era la primera vez que me pedían tres libros en uno. Y armé un viaje literario para el lector en el que pareciese que es un solo viaje a través de esos tres libros.
— O sea que en Japón hay un libro que no está en otro lado.
— Exactamente. Y ese libro, esa edición japonesa, también me la pidieron los holandeses. Entonces en Holanda les gustó la idea de juntar esos tres libros. Llegará el momento en que algún editor del mundo me pedirá que junte todos.
— (Risas) En busca del tiempo perdido, de Eduardo Halfon.
— Y te cuento que ese índice ya lo tengo armado.
— Ah, ¿en serio?
— Sí, sí. Yo ya sabría cómo montar el libro completo. O sea, sé dónde quiero que empiece y dónde quiero que termine si alguien me lo llega a pedir. Que puede ser una traducción, puede ser algún libro de bolsillo en el futuro o puede ser mi libro póstumo, ¿no?
— No, por Dios, no. Falta mucho para eso.
— (Risas) Puede ser. Pero sí, es una novela en marcha. De otra manera de decirlo, episódica, si quieres. Pero hay un proyecto en estos libros, en estos seis libros hasta ahora. Porque Canción es el sexto.
— En Canción aparecen por un lado todas estas historias que tienen que ver con los miembros de la guerrilla, pero aparece tu abuelo muy fuertemente, y aparecen las contradicciones en el amor con tu abuelo, por esto que hablábamos de víctima y victimario. Mientras él era víctima del secuestro de la guerrilla, era el victimario de sus empleados, de pronto.
— Sí, sí.
— ¿Y cómo funciona el amor en este caso con alguien que tiene tantas contradicciones como era la figura de tu abuelo?
— Yo creo que el amor es contradictorio, ¿no? Es irracional, es inexplicable, inefable. Es todas estas palabras maravillosas para decir que no entendemos nada del amor. Es una cosa que no se debe entender. Mi abuelo era un abuelo muy, muy distante. Muy iracundo. Yo creería que jamás lo vi sonreír, por ejemplo. Mucho menos tenderme la mano, abrazarme o darme un beso. Muy árabe, muy jerarca, él. Entonces no hubo nunca una relación íntima con mi abuelo. Era una persona muy leal, muy fiel, muy ecuánime, pero un comerciante, un hombre de negocios de Guatemala. Guatemala es un país, es un latifundio.
— Pero era un sobreviviente. Me parece que eso seguramente siempre también pesaba, ¿no?
— Puede ser, puede ser. Porque ellos se vienen de Beirut cuando él tenía 14, 15 años, y pues fue una travesía a través de Córcega, luego a París, y luego a Nueva York, y luego de buscarse la vida a mi abuelo le fue muy bien. Pero también le fue muy bien en un país donde el maltrato a los empleados era prevalente y aún lo es. O sea, los salarios en Guatemala son paupérrimos. Tienes a los ricos haciéndose riquísimos y a los pobres empobreciéndose más. Hasta la fecha. Todos los problemas que la revolución quiso de alguna manera enfrentar, por no decir solucionar, pero por lo menos enfrentemos esta cosa, esta desigualdad absoluta que hay en Guatemala, hoy está peor, mucho peor. Mucha más desigualdad, mucha más violencia. Nada de salud, nada de educación. Es un país fracasado, en mi opinión. Y con una corrupción tremenda. Entonces, un comerciante, por supuesto que maltrataba a sus empleados. Pero los trataba igual que todo otro comerciante del país. Entonces mi abuelo para mí siempre fue una figura con todas estas aristas, con todos estos ángulos. Muy, muy dadivoso con su familia pero también muy duro.
— ¿Estás escribiendo algo nuevo?
— Siempre intento. En los últimos tiempos ha sido difícil, la pandemia, el hijo en casa, la concentración es difícil. El silencio, contraer silencio ha sido difícil. Pero sí, yo me siento todos los días y por lo menos me pongo el disfraz y hago el intento por lo menos para autoengañarme un rato (risas). Y pues sí, algo estoy trabajando. Y repito, nunca sé qué. No es que no quiera contar, es que no sé qué es. Pero hay algunos relatos ya caminando por ahí.
*Aquí puede escuchar la entrevista, que salió al aire en el programa Vidas Prestadas, de Radio Nacional
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