Todavía se me quebraba la voz de la vergüenza. El texto era largo y, mientras lo leía, mis compañeros estaban en silencio y hacían anotaciones al margen de sus copias. Leí rápido, por momentos me olvidé de respirar. A ese taller iban los escritores que me gustaban. Tomé un trago de vino antes y otro después, casi como un ritual. Cuando terminé, Gaba se hizo un rodete en el pelo, Eliana se quedó releyendo con la lapicera en la boca, Tomás se levanto para ir al baño y Santiago, el profesor, se acomodó los anteojos y dijo: bueno, acá tenés tu novela.
Escribir es mucho más fácil que hablar. Supongo que por eso lo primero que apareció fue la segunda persona. El registro epistolar de la correspondencia y una chica que solo puede decir las cosas si las escribe en un papel, o en un archivo de su computadora. Así empezó la historia de Maite. Con una carta a su padrastro. Y una mezcla enorme de amor, desilusión y bronca. Pero ese registro tan usado entre los amantes le daba un tono distinto, rozando lo sensual. O eso fue lo que dijo Santiago.
Ese primer texto se borró. Un día intenté abrirlo para continuarlo y apareció una alerta de archivo fallado. Nunca más lo pude abrir. Las primeras veinte páginas de lo que según mi profesor era mi novela habían desaparecido.
Abandoné el proyecto, que no había durado más de un par de semanas, pero seguí escribiendo con ese tono, experimentando con esa voz. Iba y venía, atravesaba distintos temas, al principio en relación a experiencias que vivía, después en torno a otras que le pasaban a mis amigas o que me inventaba o que escuchaba por ahí. El contenido era una excusa para experimentar la narración. No pensaba en un proyecto, ni tenía una novela en la cabeza, escribía textos que no tenían cierre, a partir de un duelo que no solo no sabía cómo terminar: no quería que terminase.
Escribía mientras la gata se me subía encima y caminaba por el teclado. En bares y en notas apuradas en un grupo de chat vacío mientras viajaba en colectivo, hacías las compras o me daba baños de inmersión. Googleaba lo que no sabía. Casi siempre borraba el primer párrafo. Mi novio se reía de las caras que ponía, de cómo arrugaba la frente, parecía enojada. Otras veces escribía apurada, media hora antes de taller, en un bar por la zona, y cinco minutos antes pedía la cuenta, compraba un vino o unas papas fritas en la esquina, imprimía las diez copias y tocaba timbre. Cuando leía en voz alta ya encontraba algún error. Después pedía una lapicera prestada y anotaba las devoluciones en un cuaderno.
Me interesaba sobre todo construir escenas. Encontrar imágenes o situaciones que condensaran el sentido y lo dispararan, para que no fuera necesario tener que explicar nada. Lo más lindo era no saber hacia dónde iba, ir viendo cómo las cosas aparecían de a poco. Dicen que las personas que escribimos tenemos una vida solitaria. Y es verdad. Pero para mí en el taller había algo de comunidad, de leernos entre nosotros, de pensarnos, de formular hipótesis sobre los textos de los otros. Y esa también es una parte fundamental de mi trabajo.
Un día una compañera me trajo una copia vieja del texto que había perdido. Dijo que la había encontrado revolviendo cajones pre mudanza. Era una chica de pelo muy lacio que escribía sobre su imposibilidad de quedar embarazada y su obsesión por los jardines. Todos podados perfectos, llenos de flores blancas y violetas. Lo primero que hice cuando llegué a casa fue releerlo: me di cuenta de que no me había perdido de nada. Era un texto catártico, de desborde, que pretendía abarcar quince años en un par de páginas. Todo lo que estaba ahí ya estaba mejor escrito o había dejado de ser necesario.
Ahora yo era una persona distinta. Los personajes de mis textos ya no eran malos ni buenos. Había entendido que el humor y el dolor iban de la mano y me permitía jugar con eso. Tenía más cuentas que pagar y una gata con problemas en la columna. Un grupo de amigos nuevo, lleno de personas que escribían, y un par de lentes con aumento. Ya no se me quebraba la voz cuando leía en voz alta.
Unos meses más tarde, llevé otro texto a taller y cuando terminé de leer, esta vez a través de una pantalla, mi profesor se volvió a acomodar los anteojos y esta vez me dijo: terminaste tu novela.
¿Había escrito un libro y casi no me había dado cuenta?
Empecé a revolver textos viejos. Los temas que daban vuelta eran siempre los mismos: la paternidad, el arte, el amor, la adultez. Se cruzaban todo el tiempo, y eran universales. Los ordené, le puse nombre a los personajes, e inventé una línea de tiempo. Pegué post-its en la pared. Dibujé mapas. Las líneas arguméntales eran ríos y yo iba marcando con cruces rojas los puntos en los que se cruzaban.
Había algo ahí que ya no me pertenecía. Las anécdotas habían mutado, los personajes también. Algunos se juntaron, otros se dividían en dos. Todo se deformó, se distorsionó, se llenó de invento, mentira deliberada. Eso me divertía. Descubrir que la vida personal había sido nada más que un punto de partida.
Ahora es como si los recitales que doy en la ducha se llenasen de público.
La protagonista es Maite. Una chica que se decepciona de un hombre, que no solo es su padrastro (y su padre ideal) sino también su maestro en el mundo del arte. El último hombre perfecto narra ese duelo, que se desprende del dolor que le causa esta persona y se convierte en la pérdida de una ilusión que se pincha. Que de un día para el otro, desaparece. Creo que tiene que ver con el camino a la adultez. Y con lo doloroso que es descubrir la farsa del mundo de los adultos.
Maite es una chica como yo, que escribiendo se cura, crece y se hace más fuerte. El resto es literatura.
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