Las novelas de Eduardo Sacheri son como casas que invitan al lector a habitarlas. Es una hospitalidad amable y generosa, pero es, a la vez, poco complaciente: los personajes se muestran en toda su dimensión, con un espíritu de virtud y coraje, pero también con pequeñas miserias. Sacheri construye una realidad literaria que se parece mucho a la realidad que nos rodea.
Se pueden mencionar algunos de sus libros: La pregunta de sus ojos —que fue llevado al cine por Juan José Campanella y obtuvo el premio Oscar a la mejor película extranjera y recientemente fue elogiada por el Nobel Kazuo Ishiguro—, Te conozco, Mendizábal, La noche de la usina, Lo mucho que te amé. Todos son pequeños ensayos sobre la condición humana que entran de contrabando en historias de crisis políticas, de revanchas, de antihéroes estafados, de fútbol.
Y justamente el fútbol, que para Sacheri fue casi la puerta de entrada a la literatura, es el tema que encadena su nueva novela, El funcionamiento general del mundo. Como una suerte de road movie, el libro cuenta la historia de Federico Benítez, un hombre de cincuenta años que se entera de la muerte de una profesora que le marcó la vida. Él tenía previsto viajar con sus dos hijos adolescentes a las Cataratas del Iguazú, pero la noticia le hace pegar un volantazo —casi literal— y se lanza en la dirección opuesta: padre e hijos viajan al pueblito del Sur donde aquella mujer vivió después de jubilarse y donde será enterrada.
Es un viaje que se mueve tanto en el espacio como en el tiempo: a medida que el auto avanza por la ruta, la memoria va ganando terreno y entendemos qué hizo que la profesora Muzopappa fuera fundamental para Federico en aquel 1983, cuando él tenía 15 años y estaba encontrando su identidad. En una Argentina convulsionada por la transición hacia la democracia, aquella profesora no solo los ayudó a plantarse ante los violentos del colegio, sino que se convirtió en una suerte de directora técnica del equipo de fútbol escolar donde ellos parecían destinados a perder casi desde el comienzo. La excusa parece menor, pero no lo es en absoluto. Sabemos cuántos hechos simbólicos juegan cuando se juega a la pelota.
En diálogo con Infobae Cultura, Eduardo Sacheri habló de El funcionamiento general del mundo y de las claves de la novela.
—En tus novelas hay un rescate por la figura del débil, del perdedor, del “gil” para usar la palabra de la película que adaptó La noche de la usina. ¿Por qué?
—Supongo que tiene que ver con mi concepción de quiénes somos los humanos. Quiero decir: nos concibo como seres frágiles a los que habitualmente nos faltan cosas. Y, como en general, en mi literatura hay un intento de verosimilitud, cuando construyo personajes o pienso historias, tiendo a asignarles horizontes bastante pequeños, aún en sus posibilidades de realización o de éxito. Casi todos somos giles, casi todos somos perdedores, casi siempre nos toca perder. O, en todo caso, vivir es perder un montón de cosas. Ahora estoy leyendo a Lee Child. Me encantan las novelas y me encanta el personaje, Jack Reacher. Y, del mismo modo que me encantan las de marcianos y sé que no hay marcianos, me encanta ver a Reacher como un superhombre. Pero no es lo que me sale escribir.
—¿Qué derrota no podrías contar? ¿Cuál es tu tabú?
—No lo pensé nunca. Creo que un suicidio, por ejemplo, me costaría contarlo. Lo cual no significa que no haya tenido en mis novelas personajes que coquetean con la autoeliminación. En Ser feliz era esto hay un suicidio, pero ocurrió fuera del libro y los personajes ven cómo lidian con eso.
Me encantan las novelas de Lee Child y me encanta el personaje Jack Reacher. Y, del mismo modo que me encantan las de marcianos y sé que no hay marcianos, me encanta ver a Reacher como un superhombre. Pero no es lo que me sale escribir
—En esta novela volvés al fútbol y aquí también se cuenta la épica desde el débil.
—En el triunfo, el lugar de la narrativa es muy escaso. El lugar del triunfo es el lugar del placer y ante el placer la palabra retrocede. Como el arte, para mí, tiene una función reparadora —imperfecta, fugaz, falsamente reparadora, pero la tiene—, ahí es donde va la palabra: a cicatrizar, de algún modo, el dolor de la derrota. La épica puede estar en la derrota o en el camino hacia la victoria. Pero donde ganaste, ya está: dedicate a disfrutar. Por eso, en el sentido literario en el que estamos hablando, hay más epopeya en Italia 90 que en México 86.
—En Brasil, el equipo de Sabella fue mejor que el de Bilardo. ¿Qué le faltó a la selección de Messi para tener la épica de la de Italia?
—Le faltó superar ese obstáculo que hiciera que los hinchas dijéramos: “Ah, estos son los míos, estos son los que perdieron conmigo, estos son los que se levantan del piso conmigo”. Todavía me queda una bala en el cargador con Catar 2022, que todavía está Messi.
—¿Por qué el fútbol es tan importante como narración? Pienso en que lo que vos contás con el fútbol se parece a lo que Martín Kohan cuenta con el boxeo.
—Mirá, lo que le veo al fútbol —pero esto no lo comparte con el boxeo, habría que buscar por otro lado— es que, si bien todo deporte es la simbolización de un conflicto más directo y violento, el fútbol tiene una cosa de indefiniciones, de merodeos, de atmósferas inconducentes que lo vuelve muy parecido a la vida. El fútbol puede ser enormemente injusto y no porque te cobren un penal inexistente, si no porque podés cagar a pelotazos a tu rival y perder. O terminar 0 a 0. No hay tantos deportes que se permitan empatar, no hay tantos deportes en los que vos puedas jugar con el tiempo, en los que puedas limitarte a resistir. Si jugás al tenis, el último punto lo tenés que meter vos. En el boxeo, especular es complicado. Te arriesgas a que en la última mano te duerman y te ganen por knock out. Creo que no hay cancha más grande que la de fútbol: lo que puede hacer un individuo en el espacio reduce su impacto. Eso colabora a que pueda haber un montón de instancias anodinas, en las que no pasa nada. Lo que hiciste en veinte minutos de dominio de pelota no importa nada. Esta desconexión entre el merecimiento y el resultado que es tan del fútbol también es tan de la vida. Ahí es donde le veo un atractivo particular.
—Federico, el protagonista de la novela, juega de arquero y dice que el arquero es el único que en un partido dice “No”. Cuando se habla de fútbol siempre aparece la famosa frase de Camus: “Todo lo que aprendí de la vida lo aprendí jugando al fútbol”, pero no sé si fue él también el que dijo que la libertad comienza cuando uno dice que no.
—Últimamente vengo pensando mucho en la difícil bandera del “No” en algunos ámbitos donde es mucho más cómodo decir “Sí”. Hay ciertas tendencias de corrección compartidas que buscan que todos vayamos en una determinada dirección legitimando miradas, acciones, léxicos. Plantarte y decir: “Yo acá no”, te expone. Nuestro espíritu tiende a funcionar requiriendo adhesiones absolutas, completas. En este momento se ve marcadamente, pero sospecho que la mayoría de los momentos son así. A lo mejor, lo engañoso de este momento es que las banderas que se levantan no son de la unanimidad sino las del respeto y de la visibilización de lo diferente, de lo diverso, y ahí sí me parece que hay una interesante contradicción: es muy difícil uniformarnos en el respeto a la diversidad.
Las personas tienden a creer que lo que piensan es lo natural —como si no fuera todo cultural— y que la evolución de las formas de actuar o de pensar concluye con el momento actual
—En un momento de la novela, Federico le cuenta a Candela, su hija, cómo eran los roles de hombres y mujeres en la Argentina de los 80 y ella se sorprende, se indigna, de la diferencia de trato. Pero luego, hay otra escena en que la profesora de esos años retoma la palabra “alumnos” para decir que hay una igualdad entre alumnos y alumnas. Es el inclusivo antes de “alumnes”.
—Hay un guiño. Candela tiene a su cargo levantar ciertos combates, que es lo que me encuentro con mis alumnas, con mi propia hija o con las amigas de mi hija. Son temas felizmente candentes y está bueno hablarlos. Pero a veces me da la sensación de que las personas tienden a creer que lo que piensan es lo natural —como si no fuera todo cultural— y que la evolución de las formas de actuar o de pensar concluye con el momento actual. Como si todo fuera un camino de progreso hacia la actualidad, que sería, entonces, el momento del arribo. Cuando, en realidad, las cosas evolucionan todo el tiempo y seguirán evolucionando. El desafío es pensar hacia dónde nos sentimos más felices evolucionando y hacia dónde no.
—Las mujeres de la novela, la profesora Muzopappa, Eugenia, Candela, son, todas, mujeres fuertes que lo ponen a él en un lugar desafío continuo.
—Yo creo que las tres le provocan a Federico un gran apego, una gran admiración, un interés muy fuerte. O será que, a lo mejor, a mí me gustan las mujeres así. O la gente así. Eugenia lo estimula porque le gusta y Muzopappa lo estimula porque sale de ciertos estereotipos. Estos pibes están muy incómodos de tener una directora técnica. Les parece humillante. Lo que pasa que sienten que peor sería no tenerla. No son un grupo de feministas de 1983, son bastante cavernícolas, pero tienen alguien que les abre un poco los ojos, que es lo que nos pasa a todos en la vida.
—¿Qué permite que la acción de la novela suceda en 1983? Porque, por ejemplo, las elecciones del 30 de octubre se mencionan apenas porque se tiene que suspender de un partido. Ni siquiera se dice quién ganó.
—Anclarla en el 83 tuvo que ver con que la experiencia más profunda que tuve en el secundario y particularmente en ese año no fue tanto lo que pasaba en el país —que me súper interesaba, yo estaba enchufadísimo con las elecciones—, sino con la manera en que se modificaron las relaciones entre nosotros y con los adultos. Estaban los que oscilaban entre el autoritarismo y la inacción, y, en el medio, otros que sabían manejarse independientemente del paradigma en el que se habían movido en la escuela.
—La transición, que siempre se plantea que fue durante el 83, duró muchos años más. Quizá todo el alfonsinismo.
—Coincido con vos y precisamente algo que me interesaba narrar en la novela era esta cosa accidentada, ardua, confusa que fue teniendo. Cómo una forma autoritaria de vivir no cambia de un día para otro ni cambia porque hay elecciones. Además, la escuela a la que iba yo era un colegio nacional de los que existieron felizmente en un montón de ciudades grandes del país y que murieron con la Ley Federal de Decibe y Menem en los 90. Murieron: los edificios siguen ahí, pero dejaron largamente atrás su prestigio y su diversidad. Aquella escuela era un guiso interesantísimo, una mezcla que hoy no existe. Hoy la educación está muchísimo más segmentada. Es una derrota atroz del sistema educativo argentino y es algo de lo que no se habla. Uno solo ve la defensa de algunos eslóganes, pero no esto de que no nos mezclamos en la escuela pública. La escuela pública es para que nos mezclemos todos y hace décadas que no está pasando.
Hoy la educación está muchísimo más segmentada. Es una derrota atroz del sistema educativo argentino y es algo de lo que no se habla. La escuela pública es para que nos mezclemos todos y hace décadas que no está pasando
—Es cierto que antes había más mezcla de clases en el aula.
—Eso ya no pasa, o no pasa casi nunca. Y está mal. Era algo bueno. Lo tuvimos y lo perdimos. Yo quise recrear esa mezcla en una escuela multitudinaria porque fue muy formativa para mí. Venía de una primaria privada y chiquita y me metí en un secundario gigantesco. Y fue un aprendizaje estupendo más allá de todo lo que me costó adaptarme.
—En un momento criticás, no casualmente, a la profesora de Historia, que reduce el estudio de una época a una lista de hechos. Vos, como profesor de Historia, estás acostumbrado a ver los grandes movimientos, y como escritor ves el impacto de esos movimientos en las vidas íntimas. ¿Cómo debe ser una clase de Historia, cómo hacés convivir al profesor y al escritor?
—La ciencia histórica tiende a desplegarse como una narración, y entonces uno apela en las clases a la narrativa para organizar el discurso explicativo. Ahí hay un parentesco. Una clase de Historia debe ser rigurosa, en el sentido que debe apelar a lo más reciente de lo que se conoce en la universidad. No podemos enseñar con libros de hace 50 o 60 años, porque hoy la forma de entender Historia es mucho más compleja y completa. Las universidades argentinas, desde la restauración democrática en adelante, han trabajado estupendamente bien en el ámbito de la Historia. También hace falta una actitud pedagógica que no sea impositiva. Yo, por supuesto, tengo mis convicciones políticas y naturalmente hay procesos históricos que me caen más simpáticos que otros, pero eso debería ser un tema mío. Estoy seguro de que hay profesores que no están de acuerdo conmigo. Hay muchos en mi disciplina —lo veo todo el tiempo— dispuestos a catequizar. No es lo mismo enseñar Historia que catequizar. Para catequesis andá a catequesis.
—¿Por qué Muzopappa es profesora de dibujo?
—A propósito. A veces uno se acostumbra mucho a decir que el de Historia o la de Literatura fueron los que lo marcaron. Pero creo que a veces tenemos demasiada buena prensa, cuando lo único que hicimos fue hacer una micromilitancia de lo que a nosotros nos parecía bien, intentando captar a un montón de chicos que no tienen por qué fumarse eso. Ni aunque los convenzamos. Y diría: aún peor si los convencemos. Yo sé que es delicado pensar en cómo interesarlos, movilizarlos, entusiasmarlos y afectivizarlos en relación a la Historia sin cargarlos con las propias ideas de uno. Bueno, ahí debería estar el asunto.
—¿Qué hay detrás de los nombres de los personajes?
—Lo que traté de reproducir fue eso que también estaba presente en el colegio con las diferentes corrientes migratorias europeas. En mi escuelita primaria había apellidos italianos y españoles. En el secundario descubrí apellidos judíos, franceses, turcos, algún apellido inglés. Esa fue la pretensión. Aunque es verdad que el villano, el Perro Améndola, requería un apellido esdrújulo.
—Ahí está Fontanarrosa y su cuento sobre el arquero Marrapodi.
—Hay apellidos que lo necesitan. Para seguir con Fontanarrosa, el malo no se puede llamar García. Se tiene que llamar Améndola. Y no puede tener un sobrenombre como Canario. Tiene que ser el Perro Améndola.
El malo no se puede llamar García. Se tiene que llamar Améndola. Y no puede tener un sobrenombre como Canario. Tiene que ser el Perro Améndola
—Cuando Federico viaja al sur va sin mapa ni GPS. Cuando escribís, ¿hacés una ruta o te lanzás?
—Tengo una ruta. Te diría que, ya que hablamos de los libros como casas, yo tengo un período de arquitecto —o de maestro mayor de obra— y un período de albañil. En mí son cosas separadas. Soy bastante ordenado en el laburo, sobre todo porque en los largos meses de escritura que vendrán en la segunda etapa necesito tener los planos presentes cuando esté perdido. Además, cuando estoy escribiendo, tengo un montón de problemas estrictamente literarios: voces narradoras, diálogos, puntos de vista, niveles del lenguaje. Si encima de eso tengo que estar pensando hacia dónde voy sería demasiado. Incluso, cuando pensé el torneo de fútbol hice todas las llaves. Lo armé completo. De hecho está reproducido al final del libro…
—Pero no hay que leerlo porque te espoilea.
—No, no hay que leerlo. Pero ese torneo lo hice antes de escribir, lo diseñé y lo armé para entenderlo. Después lo toqué un poco por algún partido que me conviniera más. Otra cosa: Federico se va a ir al sur. En Julio del 2019, en pleno invierno, un día terminé de dar clases en Ramos, me subí al auto con tres mudas de ropa y me fui a hacer ese viaje. Fui por donde van ellos y volví por la cordillera, por si decidía que fueran por otro lado.
—En tu forma de escribir yo encuentro ciertas influencias. Por ejemplo, los diálogos tienen tanta importancia que uno puede ver ahí un efecto de Manuel Puig. ¿Cuáles son esos autores que te influyen?
—Me cuesta mucho encontrar influencias puntuales porque si las veo demasiado me paralizo. Si intentara dialogar con Puig, lo que tengo que hacer es cerrar la computadora. No soy quién para dialogar con Puig. Yo siento que todos los libros que me hicieron feliz —cuando digo feliz no es que los haya terminado con una sonrisa sino que uno dice “Cómo me acaba de pegar esto”— son como un guiso donde uno va, mete la cuchara e intenta reproducir una mínima dosis de ese bienestar que sintió como lector. Tengo la ventaja de que, como soy de Historia y no estudié Letras, no tengo ni idea de teoría literaria. A los grandes autores los leí porque los amé, y estoy seguro de que en mi canon hay autores inaceptables. Tengo la ventaja de la inimputabilidad. Mi formación literaria es la de un lector llano. Un lector frecuente, voraz, pero llano. Y eso me da un extraordinario margen de libertad. Me encanta cuando alguien encuentra alguna resonancia de alguien a quien amo, como puede ser Puig. O como puede ser Osvaldo Soriano. Lo que admiré siempre en Soriano es su modo de servirse de los diálogos para construir a los personajes. Son personajes cuyas biografías tendemos a ignorar y de los que carecemos de cualquier descripción externa, y, sin embargo, en su manera de hablar y de decir, se planta de un determinado modo en la vida. De Puig y de Soriano me quedó la idea de hay que prestar atención a lo que dicen los personajes: hay que construirlos, no pueden hablar todos igual.
SEGUIR LEYENDO