“De vuelta a Santa Fe”, por Hebe Uhart (Conferencia inaugural)
He venido muchas veces a Santa Fe y siempre me alegro cuando paso por San Lorenzo, después aparecen los bañados, Santo Tomé y cuando veo el puerto digo “Ya llegué”. He pasado como dos veranos en ella y muchas veces fui en invierno y asistí a los encuentros literarios-festivos que organizaba el escritor Enrique Butti, gran recitador y gran bailarín. Se llamaban “Fanny 1” y “Fanny segundo” en homenaje a la empleada de Borges. Ahí se leían textos, se cantaba y se bailaba. Se hicieron en un predio destinado a los entrenamientos de jugadores de fútbol, había un tanque australiano donde los más audaces atravesaban un área tórrida y se bañaban. Dormíamos en un lugar muy alargado, las mujeres de un lado y los hombres al fondo, como corresponde. Una poeta de Salta llegó a la noche y se acomodó silenciosa entre las mujeres pero un delegado, creo que de Santiago, vino a los tumbos con una valija ruidosa al lugar de las mujeres y se deshizo en perdones. A la mañana siguiente, con esa capacidad de reinar sobre el ambiente y permanecer iguales a sí mismas de las mujeres, íbamos al baño que quedaba afuera y lejos, orgullosas y altivas con una bombachita escondida y el cepillo de dientes, pasando frente a unos poetas sentados al borde de la gramilla que se ve habían escanciado toda la noche, y hablaban de Nietzsche y Ezra Pound.
Pero eso fue hace muchos años. Ahora veo con satisfacción, por la información que me envía la Universidad del Litoral que desarrollan actividades de todo tipo, teatro, exposiciones, presentaciones de libros. Me alegro de veras. Pero me sigo preguntando porqué me gusta Santa Fe, aparte de los encuentros festivos. Me gusta porque está abierta a todos los puntos cardinales. Al este, a Paraná. Una vez estuve en Diamante y había una señora que me dijo: “Estoy sentada a favor del río”. Esperaba sentada hasta la noche para ver las luces de Coronda, Sta Fe y las estrellas. Me dijo “viera cómo loquean las estrellas”. Que no es lo mismo que decir cómo brillan o titilan. Y de este lado, en una fiesta en una quinta, vi la otra orilla del río y pregunté ¿qué son esas luces? Y ella dijo " Eso es Paraná”. Y también está abierta a Córdoba, y hacia el norte, y hacia Buenos Aires, ya en Santa Fe el pasto cambia su tono de verde y el calor prefigura el trópico, el norte. Todo esto se me presenta como un conjunto armonioso, abarcable, mientras que el Río de la Plata se me figura un abismo que me precipita al océano.
Toda esta tierra está surcada por el intercambio de caballos; en 1800, Santa Fe proveía de mulas al Alto Perú; poco después encabeza la liga del litoral con propósitos constituyentes. Halperin Donghi dice que en las tierras situadas en el límite de Rosario con Buenos Aires, en 1852, había más venados que vacas. Diez años después, Rosario era una ciudad europea. De la nada, de ser una posta de carretas, Rosario se convierte en gran ciudad, con todas las comodidades. (Se decía el Rosario, el Pergamino).
Pero de la Santa Fe de ahora hay varias cosas que me intrigan y a lo mejor después me cuentan. Cómo es que pobladores de sectores medios, no personas carenciadas, viven junto al río y aunque se les haya inundado diez veces la casa, no se mudan. Segunda intriga: Muchas personas, pasada cierta edad se retiran en sus casas y no salen a la calle, como si hubieran hecho un voto de encierro. O se van a Rincón. Y tercera intriga: cómo es que siendo la población blanca del mismo origen racial que la de Buenos Aires, tienen más aspecto de europeos que los porteños. He visto muchas veces por la calle caras parecidas a las de los colonos, anchas y rozagantes, a las que les falta solo la patilla cercana a la oreja, como se ve en los retratos de sus ancestros.
Entrando en materia y ya que hablamos del río, del pasto y de los caballos, me gustaría recordar a un escritor local que a mí me gusta mucho y que considero olvidado, Gudiño Kramer. Ofrece a mi juicio un registro amplio y fino del mundo campero, suburbano y fluvial, es de la primera mitad del siglo veinte, contemporáneo del uruguayo Juan José Morosoli, gran escritor. Buenos Aires los ignora a los dos porque desconfía del cuento campero, muchas veces con razón. ¿Por qué? Porque en esos cuentos el canoero siempre canoa, el labrador no hace más que sembrar y el hachero ídem. Pero en estos casos que cito, los escritores entran en particularidades y creo que los detalles son propios de la buena literatura. G. Kramer crea un mundo de indios, criollos, entrerrianos, uruguayos, polacos que trabajan afirmando bulones en el río. Hay también curanderos, carnavales, donde los indios de los suburbios juntan serpentinas para hacer colchones y con los pomos plomadas para pescar. Aparece el club social de un pueblo con exigencias de vestimenta. No se podía entrar con bombachas y botas y los que no eran habitués del club temían entrar porque el piso era muy resbaloso (encerado). Aparecen las cajas de bombones (Todos sabían que eran viejos) que regalaban los enamorados y las novias usaban como costurero. Todos sabían que eran viejos pero valía la intención. Y uno imagina esas polvorientas confiterías dejadas de la mano de Dios. Aparece Don Goyo, que había clasificado a los lobizones en cuatro clases, el croto que se afinca en un lugar y forma familia, don Cándido que hace primorosas monturitas para nenes. Lo primero que me llama la atención de G. Kramer es que sabe poner bien los nombres a los personajes y lugares. Un barrio que se llama “Malabrigo”, otro “Caballú Cuatiá”. Un caballo, “Corazón”. Y las personas “Tolentino”, “Jovino”, “Edelgisto”, “don Marte”, “don Marciano”.
A mí un escritor que ha puesto un buen nombre al personaje me da buena espina. Es que ha atendido al personaje, se ha tomado un trabajo y además el nombre le marca un rumbo. Y eso es lo que necesita un escritor: aprender a atender, a mirar y a escuchar, porque el trabajo del escritor no está en el acto de escribir, sino en toda una tarea previa de tener entrenada la mirada, el oído y la atención, para llegar finalmente a un determinado producto. Para eso debo tener sentido del detalle. Flannery O’ Connor dice “Una gran parte de los escritores jóvenes obvian los detalles y las particularidades ya sea porque son demasiado vagos (con la acepción corriente nuestra de vago) o presumidos como para entrar en minucias”. Es por eso que el principiante no se detiene en colocar un nombre adecuado al personaje, se considera por encima de esa tarea, cree que está para cosas mayores, como mostrar sus ideas, o mostrar que linda manito que tengo yo para escribir. Entonces cae en la idealización del personaje, como la del canoero que siempre canoa. Es también el caso de los abuelos que quieren escribir la historia de los abuelos para contarles a los nietos, según una idea abstracta de cómo debe ser un abuelo o cómo me gustaría que fuera. Y toda idealización es una mala forma de distancia. Si digo que fue un ciudadano probo, correcto, buen padre, es insuficiente, pero si añado que en sus ratos libres jugaba con trencitos, ya tengo algo mejor. Si digo que la abuela era linda, prudente y servicial, es poco, pero si añado que tenía la costumbre de rascarse sin parar, añado algo. Desde la tragedia griega, todo cuento empieza con un pero (Prometeo, Ayax, Antígona). Chejov, en su libro Cuaderno de notas dedica casi la mitad de las mismas a contar algo con un pero. Ejemplos: “Cuanto resquemor nos causa la sola idea de robar el dinero de nuestro padre, pero tomarlo de la caja… eso es perfectamente posible”. Otro: “Ella es malvada, pero enseña a sus hijos a hacer el bien”. De nuevo: “Ella es malvada, pero enseña a sus hijos a hacer el bien”. Otro: “Lo he amado y no se lo perdono”. Otro: “Muy pronto rematarán la propiedad, la pobreza de cada rincón salta a los ojos, pero los lacayos siguen vestidos como bufones”.
Flannery O’ Connor dice: “Los cuentos escritos por principiantes suelen estar preñados de emoción, pero ¿de quién es esa emoción?, no se sabe” En realidad sí se sabe, es la emoción del autor, pero es una emoción cruda, no elaborada propia del principiante que ve el mundo como le gustaría que fuera o como cree que deba ser. Hay, cuando nos ponemos a escribir, un montón de elementos del paratexto o circundantes al proceso, que todos tenemos pero que no hay porqué escribir, porque son una intromisión en la historia. Por ejemplo, sentimientos de melancolía por la propia infancia. Y además la abstracción simplificadora de la palabra “infancia” que me impide atender a lo concreto. Una cosa son los cinco, otra los siete, etc. Despejar un hecho o situación que voy a describir y colocarlo fuera de consideraciones de mi vibración epidérmica o de mi yo inmediato, me lleva a atender a lo contado, a los personajes, de lo contrario voy a poner emociones mías al personaje. Pero para atender hay que aprender ¿A qué? A esperar, básicamente a soportarse a uno mismo, a no impacientarse, a no querer terminar pronto, a no decir “ma sí” y poner una palabra por otra cuando no estoy del todo convencido de que sea la adecuada. A propósito de esto, Simone Weil dice: “Una dificultad es un sol”. Cuando el escritor se cansa del personaje, dice: “Ma, sí, me tiene harto”, “Ma si, yo lo mato” (O lo jubilo o lo divorcio o lo hago ir a Europa). Esta intromisión arbitraria del escritor es porque no se aguanta a sí mismo en relación a su texto.
Pero vuelvo a Gudiño Kramer. En su libro Señales en el viento aparecen también personajes urbanos, generalmente pequeña burguesía de la ciudad de Santa Fe. Los cuentos con tema urbano no son tan buenos como los de personajes rurales suburbanos o los de habitantes costeros; cuando habla de otros sectores sociales que no son el suyo y con los que supongo tendría intercambio social cotidiano, su mirada se enturbia ¿Por qué? Aquí sus textos están atravesados por su ideología. Hace aparecer muchas veces a esa pequeña burguesía como mezquina, hace juicios de valor, no le gusta mucho lo que ve, seguro que estaba pensando en cómo debería ser esa gente. Entonces no es una mirada decantada. Me vienen a la memoria los comienzos de “Por los tiempos de Clemente Colling” de Felisberto Hernández. Allí él observa cómo se han loteado unas quintas del barrio del Prado, en Montevideo. En una de ellas había una escalinata con unos jarrones simétricamente dispuestos, unos árboles espaciados. Es decir, un conjunto discernible desde un golpe de vista, armonioso y placentero. Al lotearse, todo quedó dividido en pequeños sucuchos, irregulares, difíciles de entender y de abarcar. Lo que ve le produce irritación, esa nueva realidad incomprensible venía a reemplazar a su quinta querida, de su escalera bajaba una señora con vestido largo. Entonces se dice (cito de memoria) “No voy a permitir que mis ojos miren malhumorados este nuevo paisaje”.
Las preguntas que se les suele hacer a un escritor sobre si escribe con lápiz de carpintero o con la computadora, si de noche o por la mañana, con rituales o sin ellos son inoperantes y revelan la idealización del escritor. ¿Por qué no preguntan a qué hora almuerza, o si va al baño una o dos veces por día, o si tiene los impuestos al día? Hay una más curiosa: ¿Desde cuándo se siente escritor? Como si ser escritor fuera producto de una iluminación divina. Y si de algo estoy segura es que es mejor que el que escribe no se sienta escritor porque además de que tiene muchos otros roles, comprador, integrante de consorcio, etc, inflar el rol conspira contra el producto obtenido porque la vanidad aparta al que escribe de la atención necesaria para seguir a su personaje o situación. Esto es lo que Simone Weil denomina humildad intelectual, que es la atención, la capacidad de salirse fuera de sí mismo. Dice (cito de memoria) “El virtuosismo en todo arte consiste en la capacidad de salirse de sí mismo”. K. Mansfield dice en su diario: “Por qué será que cuando escribo algo bien me pavoneo y lo que escribo a continuación me sale mal?” Y es porque la vanidad me coloca en otro plano.
El otro día estaba mirando por Incaa TV la vida de Haroldo Conti. Él dijo: “Entre la literatura y la vida, elijo la vida”. Yo no entiendo la literatura y la vida planteadas en dicotomía. Para mí, todo lo que sirve para la literatura sirve también para la vida. Por ejemplo: Para escribir hay que estar a media rienda, si estoy demasiado eufórico me saldrá algo que parece hecho por un borracho o drogado, si estoy muy deprimido veré el mundo tan negro que nada valdrá la pena, un estado de depresión me impide mirar nada. Aprender a convivir con uno mismo sirve no solo a la literatura, sino también a la vida y también aprender a vencer una dificultad, sea no encontrar una palabra adecuada o el mejor modo de tratar al perro.
Empeñarse en dar lo mejor de uno mismo también sirve para las dos. A veces uno vive por debajo de su propio nivel y se siente raro y desconcertado. Yo recuerdo que como a los diez años me mandaban repasar los muebles, no me gustaba, nunca me gustaron las tareas domésticas de reparación porque no lucen, entonces yo limpiaba así nomás, la mesa tenía un vidrio que jamás levantaba porque me parecía desagradable su peso y no entendía su función, debajo de la mesa que tenía unas patas había un misterio oscuro y pelusiento. Entonces yo hacía un repaso superficial, pero después me sentía una impostora, ese sentimiento iba acompañado por una conciencia difusa de mi escaso valor como persona y es porque no era capaz de rebelarme ni de someterme. A veces uno se siente escribiendo o viviendo por debajo de algo mejor posible y se siente en falta.
Y en cuanto a la vanidad, tampoco ayuda en la vida. Yo, que tengo poca capacidad tecnológica y que cuando aprendo una cosa ya viene otra que debo incorporar, pago las expensas en el cajero automático. Aprendí a hacerlo, pero justo en el penúltimo movimiento me digo “Qué bien, cómo sé, que maravilla”. Y me olvido de poner el recibo dentro del sobre.
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“La inundación, después”, de Por Selva Almada (Bitácora)
El río fue engordando, dice, y yo me imagino a un animal cebado, a una bestia enojada o asustada hinchando el lomo.
A la mañana temprano, dice, empezó a escuchar las primeras noticias de la crecida por la radio. Empezó a llamarle la atención, dice, a preocuparlo.
Cuando clareó el agua tapaba la vereda de su casa, dice. Igual nada raro, siempre que llueve mucho pasa. Pero al rato ya estaba en la puerta, dice. Y al mediodía tapaba los dinteles. Y él, su madre y su hermana fueron echados de la casa por el agua.
Para la tardecita, todo bajo agua, agua por donde mires, agua hasta donde llega la vista. La inundación tragándose barrios enteros. La mayoría pobres, el chaperío flotando, los electrodomésticos flotando, las mascotas, los soretes. Algunos pocos asistiendo al espectáculo horrible desde las terrazas de cemento, lo único en pie y más o menos seco. Allí, entre tanta agua, quién diría que es una terraza. Más bien una vereda y gente sentada en sillas playeras, protegiendo las pocas cacharpas que pudieron rescatar. Porque a la noche y aun en la tragedia, los rateros acechan. Nunca mejor puesto el nombre: rateros, pobres en desgracia contra otros pobres en la misma desgracia. Noche cerrada y sin estrellas. La inundación, un espejo negro. El cielo otro espejo negro. La noche, un solo crespón.
Vi pasar caballos, vi pasar lavarropas, vi pasar una estufa, vi pasar un auto, vi pasar basura, vi pasar esos dos tanques que vos ves ahora ahí, enormísimos, los llevaba el agua tan tranquilamente como si fuesen, los tanques, apenas dos boyitas, dice. Y vi pasar un hombre muerto flotando, dice. No era un cristiano, era un chancho, mujer, dice el marido que lo vio todo junto con ella. No era un cristiano, repite para convencerla y convencerse, era un chancho. Era un hombre, lo porfía ella. Era un chancho, dice él, bajito, moviendo la cabeza.
Y en la cancha de Colón, esas rejas que ves al frente, dice, de ahí se agarró una mujer cuando se le dio vuelta el bote en plena noche. Venía la mujer con su bebé, dice, pero la corriente se lo arrancó al chico de los brazos y lo fueron a encontrar al otro día, dice. Ella, prendida de las rejas como se prenden los hinchas del tejido, toda la noche bramando, pobrecita.
Pienso, ahora cuando hay partido, entre el griterío y los cantos de la hinchada, ¿se colará de vez en cuando el llanto de la madre?
Gobiernos, dice; cuarenta años, dice; corrupción, dice; desvío de fondos, dice; el pobrerío expulsado a la periferia, dice; plan sistemático, dice; quedamos cada vez menos, dice; todos los martes damos vuelta a la plaza principal, dice, porque martes era cuando empezó la inundación. Rabia, dice; injusticia, dice; indemnizaciones miserables, muertos no declarados, la construcción de una pista de tc 2000 con la plata destinada a los inundados. Dice y no se cansa de decir y seguro que decirlo todo el tiempo es lo único que lo mantiene en pie.
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