Una sombra siniestra rodea su vida y su obra. Como si lo único que quedara de él fuese misterio, la sombra de un hombre que vivió sitiado, que escribió un libro blasfemo que ni siquiera firmó con su nombre y que se convirtió en un mito en muerte.
El Conde de Lautréamont, el autor, y Los cantos de Maldoror, la obra, se han fundido en uno con el tiempo a tal punto que la historia del escritor parece ser tan demoníaca como la de sus poemas.
La figura del Conde es la de un hombre sumergido en una espesa neblina, que con los años se ha ido disipando pero que aún perdura. Se ha investigado y escrito sobre él, sobre todo a partir de su resurgimiento, a inicios del siglo pasado, cuando su obra y figura fue restacada por los surrealistas.
Cuando Paul Verlaine publicó en 1884 su ensayo Los poetas malditos creó un canon de la literatura, una categoría en la que incluyó a Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Villiers de L’Isle-Adam y así mismo. En la obra se recorre tanto el estilo de su poesía como historias personales de cada uno. De Lautréamont, ni una palabra y sin dudas ingresa en esta categoría de manera mayúscula.
Bautizado como Isidoro Ducasse, nació en Montevideo, Uruguay, hace ya 175 años; hijo de François, un hombre distante y frío que se desempeñaba como canciller delegado del Consulado General de Francia en el país sudamericano, y Celestina Davezac, que falleció antes de que tuviera dos años.
El médico psiquiatra franco-argentino Enrique Pichon-Rivière fue uno de sus máximos admiradores e investigadores sobre la vida de Ducasse, incluso fue convocado por los surrealistas, a quienes relató muchas de las historias que se hicieron conocidas con el tiempo. Sobre sus cantos publicó Psicoanálisis del Conde de Lautreamont, que reúne un grupo de conferencias pronunciadas en 1946.
“Su infancia fue terriblemente desolada. Desde niño vivió sin compañías, sin afecto, era un verdadero ‘guacho’. Y finalmente morirá, a los 24 años, sin que se tengan datos muy ciertos sobre lo que fue su existencia e incluso sobre cómo ocurrió su muerte. Posiblemente se haya suicidado. Lo que se sabe sin dudas es que sus huesos fueron a parar al osario común del cementerio Norte, en París. El acta de defunción está firmada por el hotelero y un mozo del mismo hotel donde él vivía; un factor más que nos habla de su completa desvalidez (...) Su madre posiblemente también se suicidó”, dijo en entrevista con Vicente Zito Lema, que se publicó en Conversaciones con Enrique Pichon-Rivière sobre la locura y el arte.
Y agregó: “Esta muerte trágica constituyó para Isidoro una pérdida irreparable, fuente de todo su resentimiento. Y el silencio con que se rodeó la desaparición de su madre (fue enterrada sólo con su nombre de pila) configuró para el Conde todo un ‘misterio familiar’”.
Lo que parece anecdótico, otra historia más de un niño que adolece de afecto en su desarrollo, sería esencial en este caso, como también el haber crecido durante la Guerra Grande (1839-1851), cuando se produjo el Sitio de Montevideo, que duró ocho años, situación que volvería a atravesar en el Sitio de París, que comenzó en 1870, año en que termina con su vida.
Sin su madre, la relación con su padre tampoco fue cercana. Por su labor de canciller, se la pasaba la mayoría del tiempo fuera del hogar y cuando sí estaba, realizaba reuniones para discutir las intrigas políticas del Sitio de Montevideo y albergaba también encuentros literarios. Así, en la mayor de las soledades, el pequeño Isidoro pasaba sus horas contemplando desde la terraza el movimiento de barcos en el Río de la Plata.
“Ese río o mar de su niñez será objeto de su gran amor, y allí proyectará toda la fantasía de su mundo desgarradoramente humano, alucinado y moral”, dijo Pichon-Rivière. Ducasse vivió en Montevideo hasta los 13 años, cuando fue enviado como interno al Liceo imperial de Tarbes y después a la ciudad de Pau.
En Francia no tardó en inquietar a sus compañeros de estudio, como cuando en una oportunidad debía pronunciar un discurso en el colegio y lo externalizó con tanta pasión que su lenguaje y gestos se tiñeron de violencia y erorismo y los alumnos llenos de pánico lo denunciaron. También se conoce que uno de sus hábitos consistía en ir a un arroyo y hundir la cabeza en el agua fresca para “aliviar su fuego”.
Escribir sobre el deseo de cortarle las mejillas a un bebé con una navaja no era algo a lo que los poetas se atrevieran a fin del siglo XIX, ni aún los malditos, por lo que la salida de Los cantos de Maldoror no fue sencilla.
Ducasse publicó el primer canto, sin mención de autor, en el ’68 y dos años después se imprimió la primera tirada de 10 ejemplares ya como el Conde de Lautréamont, bajo el sello del Albert Lacroix, de Bruselas, el editor que dio a conocer a los hermanos Goncourt, Émile Zola y en el ’62 sacó Los Miserables, de Victor Hugo.
El origen de su seudónimo sigue siendo materia de controversia. Para los investigadores uruguayos, Lautréamont es “l’autre á Mont”, lo que refiere a ‘el otro en Mont(evideo)’, mientras para los franceses no hay dudas de que lo tomó de la novela histórica Latréaumont del escritor francés Eugène Sue. En esta novela de 1838 está inspirada en la vida de Gilles du Hamel de Latréaumont, ideólogo de un complot contra el rey de Francia Luis XIV.
Pero el respetado Lacroix no quería saber nada con el libro y recién se animó a sacarlo cansado por el acoso obsesivo de Ducasse, quien además pagó el costo de la impresión. Sin embargo, con la obra en la calle, se negó a venderlo temiendo ser procesado por blasfemia y obscenidad. Así, una obra que hoy es considerada un hito fundamental de la historia de la poesía moderna, tuvo una corta e invisible vida en su época.
“Los Cantos de Maldoror pueden leerse como la expresión máxima del romanticismo, la exacerbación y rabia del canto monológico. Por otro lado, autores como Bataille estudian a Lautréamont y a Sade a partir de la literatura como transgresión (muerte y erotismo). Una transgresión que se opone a un sistema político y moral de la burguesía. Se trata de aquello que planteaba Klossowski en términos de ‘simulacro’: ver en el deseo no el acontecimiento de un momento, el avatar de una relación, sino el triunfo de los demonios, escuchar en la voz que seduce sus voces múltiples y múltiplemente torturantes”, explica a Infobae Cultura el poeta Juan Arabia, fundador y director del sello editorial y revista Buenos Aires Poetry.
Por su parte, Kévin Saliou, director de la revista anual Cahiers de Lautréamont, comentó a EFE: “Lautréamont tenía la convicción de que la literatura debía abandonar el lloriqueo y devolver a los lectores al bien y a la moral, es lo que vemos en su poesía al contrario que en ‘Maldoror’, y esto explica por qué sus cantos no fueron bien entendidos”.
Sobre su vida, el también presidente de la Asociación de Amigos Pasados, Presentes y Futuros de Isidore Ducasse: “La mayoría de personas que se interesan por él lo hacen por su aura de poeta maldito, pero esta idea solo reposa en el desconocimiento de su biografía y en que los primeros escritores que lo descubrieron trataron de explicar su obra dándole una biografía y añadiendo que había muerto loco a los 24 años, pero no hay nada que permita establecer que realmente lo estuviera”.
En ese sentido, para Pichon-Rivière, el franco-uruguayo “no era un enfermo mental… Tenía, sí, cuando murió a los 24 años, rasgos epileptoides francos, pero sin delirios. Esto no quita un comportamiento algo especial, al punto que sus compañeros de colegio lo consideraban un poco ‘chiflado’ en el sentido popular y amplio de la expresión”.
En los últimos años, “gracias a la renovación de los vínculos con investigadores uruguayos y argentinos” se sabe mucho más “sobre sus relaciones familiares, el frente que más se ha desarrollado en los últimos años. Las últimas investigaciones han podido establecer ciertas alusiones biográficas en Los Cantos de Maldoror y algunas relaciones personales, aunque quedan huecos sobre los círculos hispanos que el poeta frecuentó en París y un par de años de su corta biografía permanecen en blanco”, dijo el investigador francocanadiense Michel Pierssens.
En 1874, el librero-editor J.B. Rozez compró el stock de copias de la edición original y la sacó a la venta con una nueva cubierta; para 1885, el escritor, poeta, crítico y dramaturgo belga Max Waller publicó un extracto en la publicación Jeune Belgique, que fue en sí la primera vez que comenzó a ser comentada por los círculos literarios.
En 1890 el poeta francés León Bloy, a quien puede considerarse como el “descubridor” antes de los surrealistas, escribía que se debía evitar la “intromisión en Francia de un libro monstruoso... obra sin analogía y probablemente llamada a tener resonancia”.
“Cuando Los Cantos... se vuelven a publicar en 1890, la obra recibe la atención de los surrealistas, impresionados por la inquietante yuxtaposición (algo que encontramos en la poesía recién a partir del imagismo en el siglo XX) de imágenes extrañas y difusas. Hasta ese momento, incluso sus grandes influencias (desde el Apocalipsis, pasando por Byron, Baudelaire, Poe, Sade o Musset), escribían desde una tradición. Es lo mismo que Rimbaud, contemporáneo de él, le reprochaba a Baudelaire en materia de “forma”: haber nacido en un medio demasiado artístico y mezquino”, explica Arabia.
“Todo el que aborda su obra por primera vez queda sorprendido por la fuerza, la originalidad de las imágenes y el misterio de este texto. Hay una gran potencia literaria y un formidable enigma que persiste, dos excelentes razones para encariñarse con Lautréamont, a quien solo comprenderemos mejor si entendemos a Isidore Ducasse”, suma Pierssens.
Publicada ya en el siglo XX por la reconocida Biblioteca de la Pléiade, la obra fue un golpe estético que no solo marcó el camino de poesía moderna, sino también se la considera precursora del surrealismo. Para André Breton, el libro fue “la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas”. Y su figura termina de ser reivindicada cuando es nombrada como ejemplo literario en el Manifiesto del surrealismo.
Por su parte, Rubén Darío escribió en Los Raros: “No se trata de una obra literaria, sino del grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás”. Y para Ramón Gómez de la Serna, fue “el único hombre que ha sobrepasado la locura”: “Todos nosotros no estamos locos, pero podemos estarlo. Él, con este libro, se sustrajo a esa posibilidad, la rebasó”.
Arabia agrega: “Junto con Rimbaud, Lautréamont fue uno de los precursores del verso libre, y ha influido muy directamente en escritores como André Bretón, Albert Camus, Maurice Blanchot, Francis Ponge, André Gide, Trista Tzara, Gaston Bachelard, Paul Eluard, John Ashbery, así como a escritores argentinos como Alejandra Pizarnik, o latinoamericanos, como Roberto Bolaño”.
“Creo que debe apreciarse sobre todo su pureza y juventud, como bien decía al respecto Roberto Bolaño: ‘Rimbaud y Lautréamont son los dos poetas adolescentes absolutos, en donde la pureza es tal que quien se atreva a tocar, pero a tocar de verdad a Rimbaud y al Lautréamont, se quema’”, finaliza.
Hasta 1977, su rostro fue un misterio. Pichon-Rivière recuerda cuando en 1946 se trasladó a Córdoba, tras ser notificado que algunos familiares vivían allá. Allí encontró una calle con su nombre y un molino harinero de parientes directos. También muchísima documentación que llegaba a sus bisabuelos, pero nada sobre él. “Había sido, al parecer, cuidadosamente segregado; incluso, no aparecía ni en la correspondencia enviada por su padre y sólo figuraba su nombre en las copias de las actas de nacimiento y defunción (...) Había retratos de toda la familia, menos de Isidoro”.
El escritor Jean-Jacques Lefrère, investigador de la vida de Rimbaud y Lautréamont, fue quien llegando a los ’80 encontró una fotografía de Ducasse en casa de los descendientes de Georges Dazet, un viejo compañero de estudios del poeta. Y también quien reveló un aspecto polémico sobre su obra al descubrir que en el Canto V hay un texto copiado literalmente de una crónica de sucesos publicada en Le Figaro el 12 de septiembre de 1868. Lautréamont copió sin citar a Émile Blavet, un periodista famoso entonces.
Una investigación anterior de Guy Laflèche ya había revelado que en Los Cantos se había copiado sin citar frases o páginas de tratados de botánica y zoología,como máximas de grandes moralistas franceses, como Francisco La Rochefoucauld, Blaise Pascal, Jean de La Bruyère y Luc de Clapiers, para deformarlos, mutilarlos y colocarlos fuera de contexto, en lo que se consideró como un ejercicio de intertextualidad literaria.
Isidoro Ducasse publicó los folletos Poésies I y Poésies II -recopilados como Poesías en español- en una librería local, Gabrie, en 1870, poco antes de su muerte, aunque fue por Los Cantos de Moldoror que alcanzó la inmortalidad.
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