“Moscú feliz”, la joya que Stalin no permitió que se leyera en su época

Gorki le había dicho a Platónov, su autor, que nunca nadie iba a querer publicar sus libros porque retrataban la realidad bajo una luz farsesca e inaceptable. Debieron pasar cuatro décadas para poder sortear las arbitrariedades del tirano y demostrar que la predicción era equivocada. La novela fue publicada en una colección que dirige Juan Forn. Infobae conversó con Alejandro González, su traductor

"Moscú Feliz", de Andréi Platónov (Tusquets)

Con frecuencia, Juan Forn sorprende con el rescate de una joya literaria olvidada. Como el rabdomante que usa una varita para encontrar agua, Forn usa su experimentada mirada de editor para identificar aquel libro que no puede pasarse de largo. Y no falla. Desde hace unos años sostiene esa eficacia en la colección “Rara Avis” del sello Tusquets, dedicada a descubrimientos y rescates. Allí no solo publicó a Camila Sosa Villada con su novela Las malas, sino que recuperó 44. El forastero misterioso, de Mark Twain, Trimalción, de Francis Scott Fitzgerald, y La desaparición de Majorana, de Leonardo Sciascia, entre otros.

Pero si los nombres de estos autores nos resultan familiares, el caso de Moscú Feliz, de Andréi Platónov, es excepcional, porque no es estrictamente un rescate sino que es la presentación de un importantísimo escritor ruso que, sin embargo, nunca había sido traducido y de quien los lectores en español poco sabíamos de él. Las razones de esta omisión son políticas: Platónov, amigo de Vasili Grossman —el autor de Vida y destino—, era un perseguido del régimen de Stalin.

¿Por qué, Platónov, despertaba la furia de Stalin? Porque sus personajes parecen más delirantes que revolucionarios.

Moscú Feliz es una novela hermosa. Desoladoramente hermosa. Su protagonista, Moscú Chestnova (“feliz” en ruso), es una chica bellísima y audaz que intenta vivir según los preceptos socialistas. Huérfana, sin pasado, podría ser el arquetipo de la mujer llamada a poblar el nuevo mundo: una heroína de la aviación con fe en el futuro y en la responsabilidad cívica. ¿Por qué, Platónov, despertaba la furia de Stalin? Porque ni ella ni sus amigos —científicos, médicos, ingenieros: el ideal del progreso racional soviético—, lo consiguen. Por mucho que se esfuercen y por muy convencidos que están, parecen más delirantes que revolucionarios.

Andréi Platónov

Una novela de la farsa

Una cita del libro, que muestra la lucidez incómoda de Platónov desde la aceptación ingenua de sus personajes: “Bozhkó [un ingeniero amantes de la racionalidad] explicó también por qué el aparato para pesar es el objeto más insignificante e imperceptible: porque el hombre mira con atención sólo aquello que yace en la balanza —el salchichón o el pan—, y no repara en que, debajo del pan y del salchichón, está el instrumento por excelencia del honor y la justicia, un sencillo y humilde aparato que calcula y protege los bienes sagrados del socialismo: el que mida la comida del trabajador de la fábrica y de la granja colectiva en función de sus labores y del cálculo económico”.

Después de una afirmación tan magistralmente insidiosa, es lógico que hayan querido mandar a Andrei Platónov a Siberia. Se salvó de aquel destino —que tuvieron Solzhenitsyn y Pasternak, entre otros— gracias a la intervención de Gorki. Pero sí mandaron al hijo —un adolescente de quince años—, condenado a diez años de trabajos forzados en Norilsk. Platón, tal el nombre del chico, volvió enfermo y pocos meses después. Platónov lo acompañó durante la agonía y contrajo la enfermedad del hijo. Lo sobrevivió algunos años; murió de tuberculosis en 1951.

Gorki le había dicho a Platónov que nunca nadie iba a publicar sus libros. Debieron pasar cuatro décadas para que la predicción resultara equivocada.

“Moscú”, escribió en la novela, “estaba tan interesada por lo que sucedía en el mundo que se ponía en puntas de pie para admirar el interior de los hogares, hasta que los transeúntes se reían de ella”. Pero esta candidez de la protagonista se rompe un par de líneas más abajo —y da el tono de lo que él mismo vivía—. “Ella, en cambio, no sabía a qué apegarse, adónde entrar para vivir de un modo feliz y corriente. En ninguna de esas casas había alegría para ella; no sentía el mentor sosiego ante el calor de las estufas y la luz de las lámparas de mesa”.

Gorki le había dicho a Platónov que nunca nadie iba a querer publicar sus libros porque retrataban la realidad bajo una luz farsesca e inaceptable. Debieron pasar cuatro décadas para que, con la llegada de la Perestroika, la predicción resultara equivocada.

Fiódor Dostoievski

El escritor ruso y la tradición

“Incluso cuando Platónov se proponía escribir algo acorde a lo que pedía el régimen, no le salía”, dice ahora Alejandro González en diálogo con Infobae Cultura. Si bien Forn rescató la novela, fue González quien le dio la voz en español —Forn, como suele pasar con escritores de idiomas no tan accesibles para un editor de América latina, la leyó en inglés—.

Alejandro González es uno de los traductores más prestigiosos de la Argentina y uno de los más importantes del ruso en lengua castellana. Investigador y eslavista, vivió en San Petersburgo entre 2006 y 2014. Estaba allí cuando empezó a traducir la obra de Mijaíl Bulgákov —que entró en dominio público en 2011—. Justamente en el año en que volvía a la Argentina obtuvo el premio “Lee Rusia/Read Russia” a la mejor traducción literaria por su versión de El doble, de Fiódor Dostoievski (Ed. Eterna Cadencia).

Para comprender cómo es el trabajo de un traductor se puede pensar la forma en que abordó El doble: “Me acuerdo muy bien porque lo pude fijar en el calendario”, dice, “Había terminado una traducción a fines de mayo y me decidí a trabajar con El doble, que hacía rato que lo quería hacer. Había hecho un curso con un especialista en Rusia, me parecía muy interesante y tenía tanto acumulado que necesitaba ahogarme en el libro. Además, El doble nunca se había traducido. Empecé el primero de junio y estuve hasta noviembre leyendo bibliografía crítica en ruso, inglés, francés y castellano. Reuní todo lo que pude. En diciembre, más o menos cuando era el invierno en Rusia, hice la traducción de las dos versiones de El doble, y luego me dediqué a escribir el estudio previo. Terminé el 31 de mayo. Ese día mandé el original a Eterna Cadencia. Fue un año redondo”.

Cuando empezás a leer a Platónov te mete en una tonalidad distinta. Es casi como meterse en una película de Tarkovsky

Esta vez, con Moscú Feliz, González se enfrentó a un nuevo desafío: “Platónov es muy difícil de traducir y te obliga a tomar decisiones pesadas permanentemente, pero lo hice porque me parecía extraordinario que se lo publicara en la Argentina”.

¿Qué se puede destacar de la literatura de Platónov?

—Platónov creó un estilo. Tiene una sintaxis muy especial, inmediatamente reconocible. Es muy consciente de las palabras y de cómo desarticularlas. Cuando empezás a leerlo te mete en una tonalidad distinta. Es casi como meterse en una película de Tarkovsky. Hay una temporalidad distinta. Es una experiencia, no es tanto un mensaje lo que recibís: entrás en unas coordenadas temporoespaciales y lingüísticas distintas.

¿Qué era lo que más le molestaba a Stalin? ¿La ironía? Me refiero a que el compromiso y la candidez de Moscú Chestnova no evita que todo termine patas arriba.

—En Moscú Feliz, la protagonista quiere llevar al máximo la realización del comunismo, quiere ponerle el cuerpo al comunismo y queda destrozada. Físicamente destrozada. Pierde una pierna, unos depravados le escriben guarangadas en el yeso. Cada personaje termina mal. Todo termina estallando, fracasando. En un momento en que ya estaba el realismo socialista, en que había que hablar del hombre nuevo, de la construcción del socialismo y ser positivo, esta novela te destruye. Creo que en Moscú Feliz está muy bien reflejado el conflicto entre los ideales y la materialidad. Pienso, por ejemplo, en esa escena en la que, rebuscando entre los excrementos del intestino, se busca el alma.

¿Por qué en Platónov no está la estética del futurismo soviético? ¿Cómo se escribe en contra de una estética tan dominante?

—Es una pregunta compleja. Platónov crea micromundos de historias mínimas que le permiten establecer una suerte de muro con lo que ocurre afuera y con los grandes discursos oficiales. Esos relatos están en el micromundo, pero ocupan un lugar distinto. No el que se pretende ocupar desde el poder. En ese juego también está la sátira, la ironía. Esta contraposición es la manera que encuentra para retomar en el siglo XX el viejo tema de la literatura rusa del siglo XIX, que es el tema del hombre pequeño. Cómo todos los grandes relatos, la gran maquinaria estatal, los grandes ideales —por ejemplo, terminar con la sociedad de clases— encuentran reflejo en el día a día de una persona que tiene que ganarse el pan, cuidar a la esposa enferma que tiene mal carácter y con hijos saliendo al mundo. Esos discursos son partes de una dinámica individual. Platónov hace muy bien el juego de relativizar esos grandes relatos, esos grandes discursos.

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