Este año se cumplen doscientos desde la muerte del gran Martín Miguel de Güemes. Honrarlo es hacerlo también con la participación popular y provincial en nuestra gesta independentista más allá de la mirada porteñista y oligárquica de nuestra historia oficial.
Su vida y en especial su muerte son emblemáticas de cómo la oligarquía comercial del puerto, aliada con las provinciales, no tuvo nunca empacho en perseguir y finalmente destruir a todo aquel que atentase contra su conducción de los asuntos públicos y de la guerra contra España, aunque fundamentalmente lo hizo en protección de sus privilegios económicos y políticos cada vez que los sintió amenazados.
Cuando fue gobernador de Salta, indesmayable su compromiso con la conquista de la independencia de las Provincias Unidas, apeló, por las buenas o las malas, a la colaboración de salteñas y salteños de todas las clases sociales. La plebe de gauchos, originarios y mulatos se incorporaría a sus milicias atraída porque creían en ese hombre que les proponía una epopeya en la que tendrían un papel protagónico, tan distinto al sometimiento feudal de su vida cotidiana.
Las circunstancias del caudillo salteño eran distintas a la de los jefes federales del Litoral quienes también guerreaban para que Buenos Aires les permitiera aprovechar sus bienes naturales, como eran sus puertos con salida a ríos que desembocaban fluidamente en el mar y que podrían haber servido para el comercio de importación y exportación de mercaderías, tráfico que los mercaderes porteños se reservaban en exclusividad. A Güemes en cambio sólo lo movían sus convicciones patrióticas y sociales, enfrentado con los “notables” de su provincia, quienes, en su gran mayoría, cedían sus animales y pagaban los impuestos a regañadientes, remisos a apoyar lo que consideraban una guerra que respondía a los intereses económicos del puerto, distintos a los suyos basados en el secular comercio con el Alto Perú y el Perú. Es que los comerciantes de Salta habían progresado comprando y vendiendo a Potosí, a Cuzco, a Lima, mercados que ahora, por la vocación emancipadora obstinadamente sostenida por el jefe gaucho y los suyos, se habían vuelto enemigas.
San Martín, convencido de que la vía de acceso a Lima era por mar y no por tierra, dejó a Martín Güemes y sus gauchos, también a los caudillos altoperuanos, la misión de impedir el avance de las fuerzas enemigas a través de la frontera norte. La tarea es cumplida con heroísmo y sagacidad, lo que arrancará la admiración del Libertador en un comunicación al Directorio porteño: “Los gauchos de Salta solos están haciendo al enemigo una guerra de recursos tan terrible que lo han obligado a desprenderse de una división con el solo objeto de extraer mulas y ganado”. Antes, desde Tucumán, el 1º. de abril de 1814 había resaltado que “es imponderable la intrepidez y entusiasmo con que se arroja el paisanaje sobre las partidas enemigas, sin temor del fuego de fusilería que ellas hacen”.
No fueron esos los únicos elogios. El 21 de julio de 1814 el comandante en jefe de las fuerzas realistas, general Joaquín de la Pezuela, envía una nota al virrey del Perú: “Al abrigo de la continuada e impenetrable espesura, y a beneficio de ser muy prácticos y de estar bien montados, se atreven con frecuencia a llegar hasta los arrabales de Salta y a tirotear nuestros cuerpos por respetables que sean, a arrebatar de improviso cualquier individuo que tiene la imprudencia de alejarse una cuadra de la plaza o del campamento, y burlan, ocultos en la mañana, las salidas nuestras (...) En una palabra, experimento que nos hacen casi con impunidad una guerra lenta pero fatigosa y perjudicial”.
El caudillo salteño contó siempre con el apoyo de dos mujeres de arrojo y lealtad: su madre, María Magdalena de Goyechea de Güemes Montero, y su hermana, Magdalena Güemes de Tejeda, conocida por su apodo “Macacha”. Ambas de a caballo y activas en la política provincial, cubriendo sus espaldas durante las frecuentes ausencias de su célebre hijo y hermano.
La invasión más vigorosa y duradera que debieron enfrentar los gauchos salteños fue la comandada por el general José de la Serna, quien llegó de España con oficiales y tropas que habían vencido a las de Napoleón Bonaparte. El invasor rebosaba de comprensible optimismo y el 22 de septiembre de 1816, a los cinco días de haber desembarcado en el puerto de Arica, La Serna escribía al virrey Pezuela: “Creo podría lisonjearme al asegurar a V.E. formaría un cuerpo de ejército capaz de entrar a Buenos Aires para el mes de mayo del próximo año”. Lo que realmente ocurrió fue que en mayo de 1817 José de la Serna y su ejército emprendían la retirada ante la imposibilidad de superar la acción defensiva de las milicias de Güemes y dadas las constantes bajas que sufrían. Lo mismo ocurrió con los demás ejércitos invasores que siguieron sus pasos.
Como lo describió en sus “Memorias” el coronel García Camba del ejército español la forma de obrar de las fuerzas de Güemes fue la siguiente: atacar por los flancos y la retaguardia, inmediatamente después que el ejército enemigo comenzaba la invasión. El ataque tendía siempre a ser sorpresivo y estaba a cargo de grupos o partidas que se retiraban antes de que el enemigo pudiera organizar la defensa. Los ataques se repetían una y más veces, de día y de noche, mientras avanzaba el invasor. Cuando éste se detenía y destacaba una o más divisiones en busca de alimento, eran acosadas constantemente por los gauchos. En algunos casos, cuando las partidas que destacaba no tenían muchos soldados, había enfrentamientos en campo abierto y más de un triunfo completo de las milicias gauchas.
Entre Belgrano y el jefe salteño nació una gran amistad, quien le escribiría sobre quienes, siendo compatriotas, serían sus peores enemigos y a la postre responsables de su muerte: “Hace Ud. muy bien en reírse de los doctores; sus vocinglerías se las lleva el viento. Mis afanes y desvelos no tienen más objeto que el bien general y en esta inteligencia no hago caso de todos esos malvados que tratan de dividirnos. Así pues, trabajemos con empeño y tesón, que si las generaciones presentes nos son ingratas, las futuras venerarán”.
Porque los adversarios de Güemes no eran sólo quienes guerreaban en nombre del rey de España sino también la clase alta salteña, celosos de que nadie compitiese con su poder basado en un sistema feudal en el que los humildes gauchos e indígenas trabajaban para ellos en condiciones de esclavitud. En cambio desde que el caudillo salteño los había elevado en la consideración social por su patriótico coraje y lealtad debían soportar que perdieran la timidez al caminar por las calles y que ya no se sintieran obligados a hacerse a un lado a su paso ni a dedicarles sumisas reverencias.
El general José Rondeau, al frente de las tropas venidas de Buenos Aires, fue derrotado por los ejércitos del rey el 21 de octubre en Venta y Media y el 29 de noviembre de 1815 en Sipe Sipe. Buenos Aires envió entonces refuerzos de tropa, armamento y bastimentos para reorganizar el maltrecho ejército pero con la mayor sorpresa, en vez de ir contra el ejército real, Rondeau, siguiendo instrucciones de los gobernantes porteños, se lanzó de improviso contra Güemes para castigarlo por su “indisciplina”.
Como no podía ser de otra manera las tropas porteñas fueron derrotadas contundentemente por las experimentadas montoneras salteñas y sus tácticas fueron tantas veces exitosas que las dejaron sin víveres, retirando todo el ganado que hubiese en su camino y haciendo arder los campos cultivados, a tiempo que les producían crecientes bajas a favor de un decisivo predominio en las acciones de caballería.
Estos desatinos en el seno de las fuerzas patriotas provocaron su debilitamiento. Fue lógico entonces que un poderoso ejército realista al mando del general Ramírez Orosco, aprovechando las circunstancias, invadiese Salta y el 31 de mayo de 1820 ocupase fugazmente la capital. A pesar de la desorganización de las guerrillas patriotas y de combatir con una mano contra los realistas y con la otra contra las tropas regulares porteñas, la resistencia de los gauchos salteños fue admirable y eficaz. Al proclamar, ante el Cabildo salteño, su nuevo triunfo, un Güemes más preocupado que eufórico decía: “A pesar de no haber sido oportunamente auxiliados, una vez más hemos conseguido, aunque a costa del exterminio de nuestra provincia, el escarmiento de los tiranos”.
En Buenos Aires crecía el temor de que su “anarquía”, como llamaban a la patriótica desobediencia del salteño, pudiera ganar adeptos y extenderse más allá de los límites de su provincia. Ya demasiados problemas tenían con Artigas y su influencia sobre las provincias litorales. Quizás fuese entonces inevitable que los enemigos del jefe gaucho, la oligarquía provincial y el ejército español se unieran y planearan y ejecutaran su desaparición física. Para ello el general español Olañeta dispuso que su lugarteniente, el coronel Valdez, apodado el “Barbarucho”, que acampaba en Yavi con 400 hombres, marchase hacia el sur en maniobra oculta y sigilosa con el propósito de alcanzar en el menor tiempo posible la ciudad de Salta, sorprender y emboscar a Güemes. La operación se cumplió eficazmente con el ominoso aporte de baqueanos y soldados salteños.
Cuando el caudillo gaucho se dio cuenta de lo que sucedía pretendió huir a la carrera por una calle lateral pero cae en una encerrona y es herido por una descarga en el trasero. Batiéndose con su proverbial bravura logró subir a un caballo y se dirigió al río Arias, desde donde fue transportado en camilla hasta la hacienda de la Cruz, para desde allí continuar su fuga hasta El Chamical.
Sabiéndolo gravemente herido Olañeta decide sacar partido de la situación y le ofrece respetar su vida y transportarlo hasta donde pudiese ser bien atendido, pero Güemes nada quiso deber a los enemigos de su patria, ni aun su propia vida. Olañeta insistió, mientras el jefe gaucho se desangraba sin remedio, para que cediera en su obstinación y ordenara a sus hombres que rindieran las armas. Güemes escuchó con calma la proposición de los parlamentarios y luego levantó la voz y con marcial expresión ordenó: “¡Coronel Vidt – su primer oficial- tome usted el mando de las tropas y marche inmediatamente a poner sitio a la ciudad, y no me descanse hasta no arrojar fuera de la patria al último enemigo!”. Y al mensajero español: “Señor oficial está usted despachado”.
El sector complotado de la aristocracia salteña, dueña otra vez del poder, feliz de ya no ser obligada a apoyar la emancipación argentina, festejó su muerte e hizo desvergonzadamente pública su traición, como es claro en el acta del cabildo de Salta que ofrece la gobernación provincial al jefe español Olañeta: “Fue (la ciudad de Salta) el siete del siguiente junio ocupada por las armas enemigas del mando del brigadier comandante general don Pedro Antonio de Olañeta que penetradas de la compasible situación en que se hallaban los ciudadanos entregados a la mano feroz del cruel Güemes, sorprendieron la plaza sin ser sentidas, logrando la ruina del tirano con su fallecimiento acaecido el diecisiete del mismo resultivo de una herida que recibió cuando más empapado se hallaba en ejecutar los horrores de su venganza (…)”. Firman apellidos de la más rancia alta sociedad salteña: Saturnino Saravía, Baltasar de Usandivaras, Alejo Arias, Juan Francisco Valdez, Gaspar José de Solá, Dámaso de Uriburu, Mariano Antonio Echazú, Facundo de Zuviría, Francisco Fernández Maldonado y otros.
Cuando Rivadavia hizo publicar la noticia en el diario oficial “La Gazeta de Buenos Ayres” no dejó dudas de su sentimiento: “Murió el abominable Güemes al huir de la sorpresa que le hicieron los enemigos con el favor de los comandantes Zerda, Zabala y Benítez, quienes se pasaron al enemigo. Ya tenemos un cacique menos”.
SEGUIR LEYENDO