“Última función”, un cuento de Osvaldo Santoro

El autor y actor argentino recrea la historia de un intérprete teatral que en sus años finales le toca enfrentar a la crítica por última vez

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“Última función”, un cuento de Osvaldo Santoro
“Última función”, un cuento de Osvaldo Santoro

Santiago casi no ha dormido pensando que hoy es la función despedida de su adaptación teatral de “El corazón delator”.

Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de un éxito tan grande. Sin embargo, ni las localidades agotadas ni las buenas críticas alcanzan a consolarlo de la lógica tristeza de una última función.

Sentado en su viejo sillón de mimbre, saboreando un café, contempla con sus ojos fatigados cómo el sol del atardecer juega manchando una a una y por última vez las cúpulas de los edificios vecinos hasta desaparecer en la tarde de invierno.

Luego de un baño se perfuma, se viste con su mejor traje y termina de peinarse frente al espejo donde esboza una sonrisa forzada que apenas ilumina su rostro.

Antes de dejar el pequeño departamento apaga el equipo de audio que reproducía la música elegida para su puesta en escena, la sinfonía de Haydn “El reloj”. Luego cierra el amplio cortinado que cubre el ventanal y controla si lleva en su chaleco la diminuta lechuza de metal que le regalara Marcelo Mastroiani en una pequeña participación que hizo en “De eso no se habla " de Luisa Bemberg.

En la calle el viento frío lo obliga a sacar un pañuelo del bolsillo para tapar su boca y cuidar las cuerdas vocales. Recorre siempre el mismo camino hacia el teatro porque desviarse de su recorrido sería para él, un drama de acontecimientos incontrolables. Nunca pudo superar el miedo a quedarse sin letra en el escenario. Repasa, mirando el piso, el principio del monólogo que comienza diciendo:

–¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco?–

No advierte, en su concentración, que algunos paseantes de domingo lo saludan con sonrisas afectuosas mientras él prosigue repasando letra.

–Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver.–

Desde hace años se adelanta a sus compañeros para llegar primero al teatro. Quizás porque la vejez todo lo reduce, esta vez el éxito le ha tocado en una pequeña sala ubicada en el subsuelo de una galería comercial. En la entrada, en la vereda, mira hacia ambos lados como esperando ver a alguien. Luego se para frente al afiche que dice “Santiago Gómez, en “El corazón de Poe”, un humilde cartel que reproduce su rostro espantado ante una caja redonda de sombreros abierta sobre una mesa.

Antes de entrar el empleado de la taquilla le avisa que hay un pedido de reservación a nombre de un tal Jaime Cosenza. Siempre puntual éste Cosenza, piensa Santiago, mientras recuerda al crítico de teatro que desde hace cuarenta años asiste a las primeras y a las últimas de sus funciones. Ahora algo más nervioso camina hasta el fondo de la galería, baja al subsuelo por las escaleras, entra con el pie derecho a la oscuridad del recinto y se sumerge en el tufo de alfombras añosas. Elige como siempre la séptima butaca de la quinta fila de asientos. Sentado en el centro de la sala imagina verse recorriendo cada rincón del escenario mientras la obra transcurre en su cabeza. En ese silencio, concentrado en su actividad mental, su ansiedad parece desaparecer. Abandona con esfuerzo la butaca, porque el cansancio de sus setenta y tantos años lo abruma. Todo está en orden, piensa y sube al escenario. En el proscenio, de frente a la sala vacía, cierra los ojos, abre los brazos y murmura una pequeña oración laica antes de ir a cambiarse.

Es una buena noche para deslumbrarlo por una vez a Cosenza , piensa Santiago camino a su camarín. Todavía recuerda lo que el critico dijo de su primer trabajo que lo hizo dudar de volver a subir a un escenario. –Es bueno que Santiago Gómez, al quedarse un paso atrás en el saludo final, reconozca que no está a la altura de sus compañeros,– decía la crónica.

En los siguientes cuarenta años, una única vez había escrito una alabanza tan exagerada a su trabajo, que parecía una burla cifrada. En la preparación de la obra, en los ensayos y durante cada una de las en las funciones no pudo evitar trabajar como memoria emotiva la imagen de Cosenza para el viejo asesinado de Poe.

Luego en un ritual repetido, acomoda sobre la mesa del camarín la lechuza que lleva como amuleto, un camafeo con el relieve de su madre y la foto de una escena donde se lo ve joven interpretando el papel de Hamlet.

Ya vestido como el personaje en el escenario, con una punta cortante que extrae del saco de su vestuario perfora el telón para espiar la llegada del público. Y sobretodo la de Cosenza.

Hoy el anuncio de “función despedida” ha convocado a muchos espectadores. El asistente del productor, agitado y feliz, le avisa que ya colocaron el cartel “No hay más localidades”.

De todas maneras Santiago observa angustiado que la sala se va completando y el crítico no aparece. Se lo nota tan nervioso que sus compañeros actores, ya enteramente vestidos de policías, lo observan curiosos mientras cuchichean a su espalda.

Cuando el asistente avisa que va a dar la orden de apagar la luz de la sala, Santiago lo retiene con un chistido y le muestra que aún falta completar la primera fila. Sería la primera vez, piensa, que Cosenza no asiste a la despedida de una de sus obras.

El inicio del espectáculo se demora pero él impone su autoridad de director para pedir un tiempo mas.

Con quince minutos de atraso finalmente comienza la función.

Apenas se abre el telón y se encienden las luces un fuerte aplauso acompaña su aparición en escena. Santiago no parece escucharlo porque busca preocupado a Cosenza entre los asistentes. Recorre con su vista casi todo el teatro pero convencido a medias de la ausencia del crítico comienza a liberarse de tensiones y su actuación crece, tiene la lógica, sinceridad y coherencia que alguna vez, emulando al viejo Stanislavski, le había pedido su primer profesor del Conservatorio. Mientras disfruta de la construcción orgánica de sus emociones, el texto en su interpretación suena como música en su pecho y también presiente, en el de los espectadores. Promediando la obra, sus compañeros actores perciben la vehemencia y la energía desplegada por Santiago a pesar de su edad.

En un momento de su parlamento de cara al público, parece reconocer a Cosenza sentado en la misma butaca que siempre elige antes del comienzo de la función. El pánico desordena sus movimientos y se queda con la mente en blanco. Intenta retomar la letra pero no le viene a la memoria. Los espectadores comienzan a advertir que Santiago ha clavado su vista en la séptima butaca de la quinta fila. El asistente de dirección desesperado, desde un costado del escenario le tira letra. Santiago empieza a palidecer y a dudar si quedarse en el escenario. Por suerte el texto reaparece de improviso como otras tantas veces y Santiago, con las herramientas que le da su oficio, continúa la representación, sabiendo, de acuerdo a su experiencia, que nadie del público se dio cuenta de lo sucedido.

Cerca del final de la obra se oye en la sala un corazón que late dramáticamente, como parte de la puesta en escena que él mismo imaginó.

Dirigiéndose a los policías de ficción Santiago llega emocionado al último parlamento y lo dice con tanta verdad, que los espectadores angustiados parecen no apoyar los pies en el piso.

—¡Miserables!. No disimulen más. Ustedes también escuchan el corazón que está latiendo dentro de esa caja. Confieso el crimen. ¡Yo lo maté! ¡Abran la caja:¡ ahí está, ahí está!.

 Osvaldo Santoro
Osvaldo Santoro

Ha llegado el final de “El corazón de Poe” pero los actores que lo acompañan no entienden la insistencia del protagonista que, fuera de guion repite a los gritos

- ¡ Abran la caja! ¡Abran la caja!

Luego de algunos segundos de desconcierto general, uno de los actores, creyendo que se trata de un agregado al texto para esta última función, levanta la tapa de la caja, finge ver un corazón sangrando en el interior de la sombrerera y da un alarido sobreactuado. Santiago aprovecha el estímulo del grito e improvisa un texto dirigido al espectador de la quinta fila.

- ¿Que mirás? ¿Creés que estoy loco? ¿Ah, te reís de mi?

Salta del escenario a la platea y se precipita señalándolo con su dedo.

- ¿Creías que no lo lograría? ¿Creías que habías arruinado mi carrera? Hoy te arranqué de mi corazón para siempre. Vos eras para mí el viejo que quería matar.

Santiago llega al asiento de la quinta fila y descubre a un espectador que lo mira desconcertado. No es Cosenza. Paralizado y confundido piensa cómo recomponer la situación. Pide las disculpas del caso y cuando pensaba regresar al escenario para saludar, ve que un anciano se levanta de la ultima fila y apoyándose dificultosamente en un bastón, comienza a retirarse de la sala.

Santiago lo advierte y grita, mientras corre escaleras arriba:

– Cosenza, Cosenza, espere.

Algunos espectadores, creyendo que es parte de la puesta se ponen de pie y aplauden un poco confundidos.

El sonido grabado del corazón se oye en su máximo volumen.

Santiago sube agitado las escaleras y una vez en la galería alcanza al viejo del bastón y pregunta angustiado,

–Cosenza, vio la función?

El anciano se detiene no muy convencido y de espaldas, tomándose su tiempo le contesta,

–Si, desde la última fila porque nadie me reservó la entrada.

Santiago ansioso con una sonrisa actuada pregunta

–¿Qué le pareció?

Cosenza, siempre de espaldas, le dice mientras se va retirando,

–Mañana se va a enterar por la crónica en el diario. Santiago percibe que su cuerpo es como una marioneta desprendida de sus hilos mientras mira cómo el crítico lentamente se pierde en la oscuridad de la calle.

En un segundo se recupera y a pesar de un suave dolor en el pecho, recibe con beneplácito todo tipo de halagos, felicitaciones, abrazos, apretones de manos.

Retirado el último espectador vuelva a entrar a la sala envuelta todavía en los acordes de la sinfonía del reloj de Haydn.

En el escenario técnicos y actores lo esperan rodeando la mesa con la sombrerera. De pronto alguien pide silencio, levanta ceremoniosamente la tapa de la caja de sombreros, mira el interior y lanza el mismo alarido de asombro que dio pie a la locura de Santiago. Luego introduce sus dos manos y con sumo cuidado hace aparecer una torta con una vela encendida.

Entre aplausos y gritos de festejo, Santiago Gómez no puede dejar de pensar en qué dirá la crítica de Cosenza en el diario de mañana.

*El autor es actor y escritor argentino

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