–¡No! —dijo Rudolf Nureyev, de 23 años, un cognac temblándole en la mano, una palidez de muerto.
Mikhail Klementov, el cónsul general de la Unión Soviética en París, le estaba dando un discurso —intentó persuadirlo de que no desertara durante 20 minutos— en la sede de la policía del aeropuerto de Le Bourget, donde dos oficiales franceses habían llevado a la estrella del Ballet Kirov luego de que caminara hacia ellos y les dijera “Me quiero quedar en este país”.
Detrás de Klementov, tres agentes del KGB revivían mentalmente la escena que había sucedido de repente: antes de que pudieran reaccionar, el bailarín se había puesto de pie y había caminado seis pasos hasta los policías. Klementov hablaba y hablaba, en ruso.
—Нет! —era lo único que Nureyev repetía. Niet. No. Y no. Y no.
Era el 16 de junio de 1961, una mañana radiante en París. Nureyev había llegado al aeropuerto para tomar un vuelo a Londres con el resto de la compañía; al llegar, sin embargo, le habían informado que volvería a Moscú de urgencia. Debía bailar en una gala.
Nureyev había desconfiado.
—Tu madre está enferma —agregó Georgi Korkin, director administrativo del Kirov, y sin saberlo desató el drama que conduciría a la sonora primera defección de un artista de la URSS.
Nureyev había hablando con su madre la noche anterior. Farida estaba bien. Y si hubiera sufrido un mal repentino, ¿cómo podían pedirle que bailara en Moscú, en lugar de ir a verla directamente?
“Tu madre está enferma” le habían dicho a Valery Panov, quien en 1959 interrumpió una gira por los Estados Unidos y volvió a la URSS para nunca más bailar en el extranjero. El bailarín del Teatro Maly había comprado una cámara de 16 milímetros con dinero ahorrado de su salario, pero el KGB imaginó un pago por espionaje.
Las transgresiones de Nureyev en París habían sido bastante más graves para los estándares de la policía política. Alarmados por los informes, 10 días antes los funcionarios del KGB en Moscú habían ordenado que su gira se interrumpiera y lo enviaran de regreso a la URSS. Pero ni el Kirov ni la embajada soviética en París hicieron caso, según documentos a los que accedió Diane Solway para su biografía Nureyev: His Life. La gran potencia socialista había enviado un hombre al espacio y debía demostrarle a Occidente su superioridad también en el campo artístico. Cuando el KGB insistió, Nureyev ya tenía amigos franceses que lo ayudaron a quedarse.
Largas noches de París
En la recepción para la gala del 16 de mayo de 1961 en el Palais Garnier, Nureyev comenzó a conversar con el coreógrafo Pierre Lacotte y la bailarina Claire Motte. Se cayeron bien; los franceses lo invitaron a comer con ellos esa noche en la casa de Claude Bessy.
—Me encantaría, pero nunca me van a dar permiso —Nureyev la rechazó. Motte insistió: ella misma lo acompañaría a hablar con quien fuera necesario.
Konstantin Sergeyev, director artístico del Kirov, y la bailarina Natalia Dudinskaya, su esposa y asesora artística, aceptaron a regañadientes, pidiéndole que llevara de chaperón a otro bailarín ruso. Yuri Soloviev, el elegido, apenas dijo palabra por el camino; Nureyev habló por los dos.
Como Lacotte se estaba recuperando de una lesión, tenía tiempo libre: dedicó los días siguientes a mostrarle la ciudad al joven, a ir al cine con él, a practicar en el estudio de Motte. Cuando Nureyev debutó en Francia, el 19 de mayo, sus amigos lo llevaron a comer para celebrar una performance que fue comparada con Vaslav Nijinsky. Dejó de pedir permisos.
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Esa noche le presentaron a Clara Saint, la hija de una chilena que había pasado su infancia en Buenos Aires y que estaba comprometida con Vincent Malraux, hijo del ministro de cultura André Malraux. Hablaron durante horas; él la invitó a ver La flor de piedra, el último ballet de Sergei Prokofiev, en el que él no bailaba. En un intervalo uno de los agentes que acompañaba al Kirov lo llevó a un costado y lo reprendió por “asociarse con extranjeros”.
Nureyev no llegó a conocer a Vincent Malraux: el joven, que había viajado con su hermano Gauthier en el Alfa Romeo de su novia, había estrellado el auto en una carretera peligrosa cerca de Dijon. Una semana después del funeral los amigos arrastraron a Clara al Palais des Sports para que viera a Rudolf en El lago de los cisnes. Los cuatro pasaron los 10 días siguientes juntos, y así llegó la última noche, que duró hasta las seis de la mañana, y Nureyev apenas alcanzó a buscar su maleta y correr al aeropuerto.
Donde supo que no iría a Londres.
Y empezó a gritar:
—Hay lugar para la compañía, hay lugar para los carpinteros, ¡¿y para mí no hay lugar?!
—El camarada Jrushchov te quiere ver bailar —le dijo Korkin.
—¡Me van a condenar a la oscuridad! ¡Nunca más podré viajar al extranjero! ¡Me voy a matar! —balbuceó mientras lloraba.
Asilo político de emergencia
Todos sus compañeros del Kirov se acercaron a consolarlo. Le prometieron que apenas llegaran a Londres irían a la embajada a pedir por él; Sergeyev le dio su palabra de que él lo escoltaría personalmente para continuar la gira. Nada le importó. Le pidió a un joven bailarín francés que le consiguiera un taxi; el muchacho no se atrevió. “¡Entonces al menos avísale a Clara!”, le ordenó, y una hora más tarde, cuando el grupo principal había embarcado ya hacia Londres y Nureyev esperaba el vuelo a Moscú, ella llegó al aeropuerto.
Vitaly Strizhevsky, enviado principal del KGB para vigilar a los bailarines, había querido llevarlo al salón de Aeroflot; con un movimiento del brazo Nureyev se había sacudido su mano: “No me vuelvas a tocar”. Strizhevisky lo hubiera golpeado sin más trámite, pero como estaban en un aeropuerto en Francia le ofreció en cambio esperar en el bar Soucoupes Volantes. Allí lo encontró Saint.
“Se lo veía triste, apretado entre dos hombres. Ya no lloraba, estaba muy pálido”, le contó ella a Julie Kavanaugh, autora de Rudolf Nureyev: The Life.
La muchacha puso cara de idiota y les preguntó a los caballeros si le permitirían que les robase a su amigo por un momento, para decirle adiós. Mientras se besaban en las dos mejillas, cruzaron pocas palabras:
—Me quiero quedar aquí.
—¿Estás seguro?
—Sí. Haz algo, por favor. Por favor.
Eran casi las 10 de la mañana; una hora más tarde comenzaría el embarque del vuelo a Moscú. Clara preguntó dónde había una estación de la policía; le indicaron el piso superior. Corrió y habló con Gregory Alexinsky, a cargo de esa frontera en el momento, quien le preguntó si de verdad se trataba de un artista: si era un científico, no podrían ayudarlo sin causar un problema diplomático. Le explicó también que él y su segundo, Jagaud-Lachaume, no podían hacer nada: debía ser él quien se acercara a ellos —que, por supuesto, podían ir a tomar algo al bar en ese mismo momento— y les dijera “Je veux l’asile politique”.
—Aw, me faltó decirle una cosita a mi amigo —se volvió a acercar Saint a la mesa de los agentes del KGB en Soucoupes Volantes.
“Qué chica más estúpida”, pensó Strizhevsky. “No se da cuenta de que a éste no le gustan las mujeres”.
—Esos dos hombres —le señaló discretamente mientras le hablaba al oído— son policías. Tienes que ser tú quien les pida protección.
Nureyev volvió a sentarse por un segundo, y de nuevo se levantó. Strizhevsky se puso de pie también, pero el bailarín daba ya sus seis pasos entre la gente. “Sin saltar, sin correr, sin gritar, sin histeria. En voz baja dije: ‘Quisiera quedarme en su país’”.
Así fue como, horas más tarde, luego de que Klementov fracasara con su discurso en la oficina de la policía en el aeropuerto de Le Bourget, Nureyev desertó. Los policías le explicaron que debía permanecer a solas 45 minutos en esa sala para reflexionar sobre su decisión. Una puerta daba al embarque: si se arrepentía, no tenía más que abrirla. Detrás de la otra lo estarían esperando ellos para procesar su asilo si realmente lo deseaba.
Alexinsky, además, ayudó con gusto a Nureyev, contó Solway en su biografía. Su padre, menchevique, había ido a la cárcel por criticar a Lenin. Su pequeño resarcimiento íntimo fue facilitarle al joven una visa de refugiado.
Otras fuentes —que también citó Solway— sugirieron que la defección de Nureyev fue menos su propia obra que una interna del KGB: que la URSS perdiera a su primer artista en Occidente haría quedar mal a la dirección del organismo, y había una línea de recambio ya vestida y perfumada.
Locos por Rudolf
Clara Saint le encontró un apartamento en Jardin du Luxembourg y habló con Raymundo de Larrain: antes de que cayera la noche del 16 de junio Nureyev tenía casa y empleo en París. También antes del fin del día Sergeyev y Korkin estaban en problemas con el Kremlin y Alla Osipenko, una bailarina que había intercedido para que Nureyev pudiera viajar a París, comenzó un purgatorio de seis años sin viajar fuera de la URSS.
Nureyev tenía frío, porque el apartamento en el que se alojaba era de la década de 1930 y estaba lleno de mármol. Se aburría. No le gustó el color del piyama que le llevó Clara. Quería rodilleras de lana, no de cualquier otro material. “No soy hipersensible. Soy un bailarín”, aclaró.
Larrain, que acababa de perder la financiación de su compañía, Marquis de Cuevas, lo vio como un regalo del cielo. Le prometió convertirlo en una “súper vedette” y le ofreció un contrato de seis años; Rudolf contraofertó tres meses. Tenía sueños, planes. Quería que lo dirigiera George Balanchine; quería ir a Dinamarca para trabajar con Erik Bruhn.
“En noviembre de 1962 una campaña para ocuparse de los desertores especificó una ‘acción especial’ contra Nureyev, ‘que apunte a disminuir sus habilidades profesionales”, escribió Kavanaugh sobre el KGB, que a partir del episodio del bailarín había comenzado a trabajar en represalias. El plan era romperle una pierna, o ambas; Larrain contrató a dos detectives para que siguieran a su estrella a todas partes.
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El KGB también hizo que el maestro de Nureyev, Alexander Pushkin, le enviara una carta diciéndole que la decadencia de París solo corrompería su técnica y su moral; que su padre le preguntara cómo pudo haber traicionado a su patria; que su madre le rogara que regresara. (Nureyev no pudo volver a ver a su madre hasta 1987, cuando Mijail Gorbachov le otorgó una visa de pocos días en vísperas de la muerte de Farida.) Un tribunal lo condenó in absentia a cárcel por deserción.
“París, mientras tanto, se volvía loca, loca, loca por Rudolf”, continuó Kavanaugh. “En todas partes los afiches anunciaban su primera presentación y las filas para comprar entradas iban del Théâtre des Champs-Élysées hasta la plaza de l’Alma”. Su debut incitó una ovación tras otra, incluidas 12 al final.
Lo fotografió Richard Avedon, se puso en contacto con Balanchine, criticó brutalmente la puesta de La bella durmiente que hizo Larrain. Recibió invitaciones para presentarse en Cannes, en Londres, en Chicago y en Nueva York. Colaboró con Rosella Hightower, bailarina del Marquis de Cuevas, y en una de sus presentaciones conoció a Maria Tallchief, quien se disponía a bailar con Bruhn.
¡Cuánto lo admiraba!, le confesó Nureyev. ¿Podría ella presentarlos?
El amor y la ballerina
“Así los dos hombres se enamoraron, y mantuvieron sus sentimientos, a pesar de peleas y separaciones, hasta la muerte de Bruhn”, explicó el sitio de la Fundación Nureyev. “Ambos eran perfeccionistas y practicaban juntos a diario; Nureyev comenzó a asimilar el estilo occidental para sumar a lo que había aprendido en Rusia”.
Eso fue algo capital no solo para Nureyev, sino también para la danza en Occidente. Nureyev ocupaba el escenario con una gravedad que era lo opuesto a la aparente falta de esfuerzo que dominaba un arte en el cual el centro era la bailarina, no el bailarín.
“Él entraba al escenario como al ruedo romano”, citó Kavanaugh a una amiga de la estrella. “¿Se lo va a comer el león o no?”. Esa enorme presencia combinada con su androginia —a Nureyev le parecía horrible la estética del bailarín fuerte y sólido y se modelaba más bien en la elegancia de las bailarinas— creó un estilo que hoy es común, pero en los sesenta era exótico por decir lo menos.
Si hasta su salida de la URSS había sido un obsesivo del entrenamiento, en París descubrió que solo esa dedicación lo convertiría en quien quería ser: “Sentí que, si me quedaba en Occidente, nadie correría a ponerme en una bandeja y exhibirme. Yo tendría que luchar por mí mismo”, pensó. Además de perfeccionarse con Bruhn, comenzó una asociación con Margot Fonteyn, la primera bailarina del Royal Ballet, que cambiaría su vida.
A los 42 años, ella pensaba ya en retirarse cuando bailó con él y reconsideró sus planes: no solo continuó en los escenarios durante la siguiente década sino que formó con él la pareja más aplaudida del ballet en el siglo XX a partir de un primer duo en Giselle. “El fenómeno Fonteyn-Nureyev fue el factor central del ‘boom de la danza en los sesenta y los setenta”, escribió Joan Acocella en The New Yorker. “Hicieron que este arte fuera más popular que nunca antes”.
También hicieron que nadie más tuviera una oportunidad de crecimiento en el Royal Ballet, donde Nureyev ingresó como estrella. Todas las producciones eran para ellos, e incluso algunas pensadas para otros terminaron en sus manos, lo cual causó la renuncia del coreógrafo Kenneth MacMillan, quien se fue al Ballet de la Ópera de Berlín junto con la bailarina Lynn Seymour.
A Nureyev, enamorado de sí mismo, nada de eso le importó, pero para el Royal Ballet fue una señal. Comenzó a dar lugar a otros artistas; él comenzó a aceptar invitaciones para participar en producciones de otras compañías, como las de Alemania, Austria (que le concedió la ciudadanía), Suecia, Canadá, Australia.
Sus caprichos viajaban con él: en una ocasión durante una prueba de vestuario redujo a jirones su traje, porque le hacía lucir las piernas cortas, argumentó; en otra demolió a patadas el podio del director de orquesta. Modificaba todas las coreografías para beneficiar sus papeles, en la cara de los creadores.
En 1983, completamente desvinculado ya del Royal Ballet, volvió a Francia como director artístico del Ballet de la Ópera de París, el más antiguo del mundo. Pero a los bailarines no les gustaron los profesores de tradiciones muy alejadas de las francesas ni los coreógrafos de danza moderna con los que Nureyev quiso remozar la compañía: faltaban a los ensayos. Tampoco los maestros históricos estaban a gusto, y Michel Renault hizo juicio contra el ballet porque Nureyev le rompió la mandíbula de un golpe cuando discutieron por correcciones. “Si sabía que iba a ser tan barato, lo hubiera golpeado por segunda vez”, fue todo lo que dijo Nureyev cuando debió indemnizarlo.
El bebé del tren
Nureyev nació en una familia de tártaros y baskires, y su madre estaba en el tren Transiberiano cuando lo dio a luz el 17 de marzo de 1938. A sus cinco años lo evacuaron de Moscú, con sus hermanas y su madre, en plena Segunda Guerra Mundial; su padre estaba en el frente. En Ufá pasó hambre y frío: recogía periódicos y envases de vidrio, que limpiaba y revendía. Los niños se burlaban de él porque no tenía zapatos y sus abrigos solían ser los que ya no le quedaban a su hermana mayor. Pero allí también descubrió su pasión, una noche de Año Nuevo.
Farida había comprado una entrada para el ballet, con la esperanza de lograr, de algún modo, hacer entrar a toda la familia; no fue difícil ya que había una multitud frente a la ópera de Ufá que la empujó, con sus hijos, al auditorio.
“Aun antes de que comenzara la obertura, Rudolf estaba como encantado: la maravilla de los caireles de cristal, el interior de estuco, los murales clásicos y las cortinas de terciopelo con luces de colores en movimiento lo transportaron de inmediato fuera del mundo gris que conocía”, describió Kavanaugh. “Y entonces los aparecieron los dioses bailando”, lo citó. “Lo supe. Es esto, esta es mi vida, esta será mi función”.
Su padre, sin embargo, no estuvo de acuerdo. Pero la madre estaba dispuesta a consentirlo a cualquier precio y antes de que Rudolf cumpliera ocho ya tomaba clases de danza en secreto. Sus profesores, que se habían formado en la respetada Escuela Coreográfica Vaganova, de Leningrado, notaron su talento y le advirtieron que, si quería tomarse en serio el ballet, debía salir de Ufá. Lo hizo, a los 17 años. Y asistió a Vaganova también.
Allí conoció al bailarín Alexander Pushkin, que además de ser su profesor lo protegió del bullying de sus compañeros, a quien les parecía un provinciano, y llegó a invitarlo a vivir con él y su esposa, la bailarina retirada Xenia Jurgenson, con quien Nureyev tuvo un romance. El maestro le mostró una paciencia inagotable: “Rudik, no puedes portarte así”, le decía cuando el muchacho hacía un berrinche frustrado en los ensayos. “Haz algunas piruetas, te calmará”. Para él las clases diarias con Pushkin eran “dos horas sagradas”, no solo por los saberes que aprendía sino porque estimulaba —a diferencia de otros— la individualidad de los estudiantes, y Nureyev era muy creativo.
Apenas se graduó lo invitaron a sumarse como solista al Teatro Mariinksy de Ópera y Ballet, que entonces se llamaba Kirov. Tenía 20 años cuando el público se enamoró de él en su primer papel en El lago de los cisnes. Era una de las figuras principales del grupo cuando llegó a París para quedarse.
La leyenda
Poco después de que lo contrataran en el Ballet de la Ópera de París, en 1983, Nureyev dio positivo en la prueba de HIV. Era el peor momento de la epidemia, cuando todavía no se conocían los mecanismos de la enfermedad ni se había desarrollado la medicación que luego la convertiría en un mal difícil pero crónico. Él, no obstante la debilitación que le causó el síndrome, parecía no aceptar lo que sucedía y seguía cumpliendo compromisos a ambos lados del Atlántico.
La cuestión de la familia comenzó a dolerle intensamente, y su obstinación —junto con las políticas de liberalización de Gorbachov— le valieron una visa para encontrarse con su madre en 1987. “Luego de 26 años lejos de mi país, regreso a la Unión Soviética para ver a mi familia. Mi madre es muy anciana y sufre. Yo estoy muy conmovido”.
También empezó a pensar en que él no había formado una familia, y fantaseó con tener un bebé (iba a proponérselo a Nastassja Kinski, quien había actuado con él en una película que fracasó, Exposed, de 1980) y habló con su amigo Charles Jude sobre la posibilidad de adoptarlos a él, su esposa y sus hijos y que todos vivieran juntos en una de sus propiedades.
Tenía muchas: una casa cerca de Richmond Park, en Londres; un apartamento en París lleno de antigüedades; una casa de campo en el sur de Francia; un apartamento en el edificio Dakota, de Nueva York; una granja en Virginia; incluso un pequeño archipiélago en el golfo de Salerno. Al morir a los 54 años, en 1993, dejó una fortuna de USD 33 millones que destinó a la fundación que lleva su nombre e impulsa el ballet en el mundo.
Rudolf estaba convencido de que, mientras bailara, podría vivir, escribió Kavanaugh. “Practicar con tiempo cálido. Buen clima. No en el invierno, no hacia el norte”. Llegó a firmar el título de una casa en St. Barthélemy, pero su salud se deterioró hacia 1990 y dejó de bailar. Se dedicó a la dirección de orquesta hasta su muerte, a los 54 años, en 1993, en París. En el podio, curiosamente, tuvo la mesura que nunca había mostrado al bailar.
Desde entonces varios libros han contado sus anécdotas y algunos han mostrado que iba mucho más allá de eso, que era más grande que sus excentricidades. Su leyenda inspiró recientemente dos películas: el documental Nureyev, de Jacqui y David Morris, y The White Crow, dirigida por Ralph Fiennes.
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