Las dos muertes de Jorge Luis Borges

El autor de “El Aleph” llevó a la literatura muchas de las experiencias más difíciles de su vida, del desamor a las situaciones traumáticas que le tocó transitar

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Jorge Luis Borges
Jorge Luis Borges

El 24 de diciembre de 1938, Borges volvía de la Biblioteca Miguel Cané con el corazón en un puño. Hacía menos de un año que trabajaba allí —era casi su primer trabajo formal— y se sentía totalmente fuera de lugar. Creía ocupar un rol muy por debajo de sus capacidades, el trabajo era monótono, no se llevaba bien con sus compañeros. Mucho después, sin embargo, diría a la prensa que recordaba aquella biblioteca con cariño: Borges, como nos enteramos brutalmente con el diario de Bioy, tenía, como todos, un discurso público y uno privado.

Por entonces vivía en Recoleta junto a la madre. Cada tarde, sin demoras, salía de la biblioteca, se tomaba el tranvía número 9 y volvía a casa. A veces iba al cine, a veces se encontraba con algún amigo, a veces, simplemente, se iba a caminar. Aquella tarde, en cambio, era especial: estaba apurado porque lo esperaba una mujer.

Como todo tímido, Borges era un poco torpe, un poco hosco, muy enamoradizo. A lo largo de los años, le dio su amor a una larga serie de mujeres que lo hicieron muy infeliz. De algunas sabemos sus nombres: Concepción Guerrero, Norah Lange, Estela Canto, María Esther Vázquez; de muchas, como la mujer de aquel día, no. Este dato parece banal, pero es revelador. En los cuentos de Borges, el nombre nunca es trivial: ser nombrado es historizarse, heredar un linaje, asumir una responsabilidad. Ser nombrado parte la realidad en dos, como le sucede a Jaromir Hladík en El milagro secreto o a Fergus Kilpatrick en Tema del traidor y del héroe. Que Borges haya ocultado el nombre de la mujer no es, entonces, un hecho fortuito.

¿Por qué? Porque ese día Borges se convirtió en escritor. Ya había publicado varios libros de poesía y ensayo, e incluso había recibido un premio por los poemas de Cuaderno San Martín. Pero esa fue la tarde en que terminó de aceptar su destino.

Borrar el nombre de la mujer lo dejaba a él como único protagonista y hacedor de su historia. Lo curioso es que fueron dos las que, más tarde, dijeron haber sido aquella que lo esperaba: Susana Bombal —a quien Borges le había dedicado un hermoso poema— y Ema Risso Platero —le hizo el prólogo a su libro Arquitecturas del insomnio—. Pero aún así, que fueran dos y no una sola, no hace más que dejarlas atrapadas en el sistema de incertidumbres que él, con tanta maestría, manejaba.

Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en la Rambla de Mar del Plata en 1935
Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en la Rambla de Mar del Plata en 1935

Lejos del planeta silencioso

Borges estaba demasiado ansioso como para esperar el ascensor —o tal vez alguien lo retenía más arriba con la puerta abierta— y decidió subir por las escaleras. Entre el apuro y la mala iluminación que afectaba a unos ojos ya de por sí débiles, no vio la ventana recién pintada que alguien había dejado abierta para que el verano terminara de secarla. Ni siquiera le prestó atención al golpe. Abstraído, urgido por llegar, confundió el rasguño del canto con el roce de un pájaro o de un murciélago. Cuando finalmente llegó, tocó el timbre conteniendo el resuello y acomodándose el traje cruzado. La mujer abrió la puerta y pegó un grito: Borges estaba cubierto de sangre. En la cara, la camisa, el saco, las manos.

Aunque le hicieron curaciones de inmediato, la pintura, que es muy corrosiva, le produjo una infección en la herida y pasó varias noches en cama, con fiebre altísimas que le provocaban alucinaciones y delirios. Un día perdió el habla y debieron internarlo. No se sabe cuántos días estuvo en ese estado, pero no fueron pocos. Es seguro que comenzó 1939 en el hospital. Leonor, su madre, pasó cada momento junto a él. Habría que dulcificar un poco la imagen de dama de hierro que nos llega de ella. En febrero había perdido al marido y en diciembre casi al hijo.

Para que Borges se sintiera acompañado comenzó a leerle. Inauguraba, sin saberlo, una tradición que duraría décadas. Una tarde le leía Out of the silent planet, de Clive S. Lewis —el autor de Las crónicas de Narnia—, cuando la interrumpió el llanto de Borges. Sorprendida, angustiada, le preguntó qué pasaba.

—Lloro —le dijo él—, porque entiendo.

Vida y muerte le han faltado a mi vida

Seis años antes, Borges había publicado Discusión, en el que reúne casi una decena y media de ensayos. Habla de la poesía gauchesca, de Walt Whitman, de Paul Groussac; hay también un bellísimo texto sobre “La superstición ética del lector”. Discusión es un libro fundamental para comprender la obra de Borges, y tiene, además, un prólogo muy breve y muy sugestivo. Él, que había nacido en 1899 y, por lo tanto, cuando salió el libro tenía 32 ó 33 años, hace una suerte de balance autobiográfico y dice: Vida y muerte le han faltado a mi vida. De esa indigencia, mi laborioso amor por estas minucias”.

Jorge Luis Borges y su madre
Jorge Luis Borges y su madre

Las minucias, por supuesto, es la forma humilde de mencionar a los ensayos. Pero la afirmación anterior era muy llamativa: ¿qué significaba que le faltaran vida y muerte? En principio, suena casi a pedido de disculpas: sus abuelos militares habían sido protagonistas en las guerras civiles del siglo XIX; él, en cambio, se había decidido, no por las armas, sino por las letras. Pero a Borges nunca se lo puede leer tan lineal. Y, entonces, aparece una segunda lectura: si entre la vida y la literatura él elegía la literatura, aquella frase no hacía más que constatar que la pobreza de una le había asegurado la riqueza de la otra.

Y, sin embargo, la contradicción entre vida y literatura encontraría su síntesis aquel 24 de diciembre de 1938.

Las atribuciones erróneas

Ya salido del hospital y en pleno proceso de recuperación, Borges sintió la necesidad de volver a escribir. Pero estaba preocupado —más aterrado— que tuviera secuelas neurológicas que se lo impidieran. “Si me propongo escribir un artículo sobre un libro y no puedo hacerlo”, se dijo, “estoy acabado, ya no existo”.

Se planteó, entonces, hacer algo distinto, algo que nunca había hecho: escribiría un relato. Si fracasaba no sería tan grave; al menos se habría preparado para un futuro no literario. Pero si tenía éxito, se le iba a abrir un nuevo universo de posibilidades. Así que se puso a escribir una historia que algún tiempo atrás le había contado a Adolfo Bioy Casares, la de un hombre que quería volver a escribir el Quijote —escribirlo: ni reescribirlo ni copiarlo—. Esto es algo maravilloso en la vida de Borges: los cuentos que lo llevaron a ser el escritor argentino más importante del siglo XX surgieron como un ensayo, como un pretexto, como una forma de vencer al miedo.

Lo cierto es que el cuento Pierre Menard, autor del Quijote es mucho más que todo eso. Ya en la vejez, Borges dijo que toda su literatura —el germen de su literatura— estaba contenida en su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. Y, sin embargo, esta idea es más precisa con Pierre Menard.... En este relato están prefigurados casi todos los intereses que desarrollará hasta el final: la mezcla, el doble, la intertextualidad, la frontera entre crítica y ficción, la literatura como artífice del destino. El relato está construido como una falsa investigación académica, una suerte de cuento-ensayo-artículo anclado en la paradoja de la creación sin originalidad. Con Pierre Menard.... —y lo repetiría luego con, por ejemplo, El escritor argentino y la tradición— Borges plantea que la literatura se compone inequívocamente de versiones, de apropiaciones, de desvíos y, como dice al final de este cuento, de “atribuciones erróneas”.

"Discusión", edición en 1932
"Discusión", edición en 1932

Literatura del conflicto

Pese a la imagen pacífica que le sobrevive —y que él mismo supo cultivar—, Borges era un gran polemista con una inteligencia superior para intervenir brutalmente en los debates de la época. La disputa es una característica borgiana. En Modos del ensayo, Alberto Giordano señala cómo, para defender la independencia del arte, era capaz de ridiculizar tanto a los intelectuales de izquierda como a los de derecha.

Hay mucha muerte en sus cuentos, y, algunos casos, pueden ser muy sangrientos: cargados de duelos de gauchos y cuchilleros, traiciones, revoluciones fallidas, obsesiones solipsistas. A veces quedan enmascarados en derivas filosóficas, a veces en paradojas científicas, a veces en evocaciones metaliterarias. En todos, hay un movimiento profundo como de placas tectónicas que espera por la contienda.

La literatura de Borges es literatura del conflicto. Cuando dialoga con la tradición, cuando polemiza contra Lugones, cuando hace literatura política —antiperonista—, cuando habla del arrabal, cuando rescata a Evaristo Carriego, cuando indaga por el origen del tango. Incluso cuando escribe poemas de amor.

Y la primera gran batalla —que podría decirse ocupa toda su obra— es la que él propio Borges pelea contra sí mismo: en los cuentos no se termina de resolver la antítesis entre el hombre de letras y el hombre de acción.

Rodeado de fans en agosto de 1976
Rodeado de fans en agosto de 1976

Las guerras floridas

Debieron pasar quince años para que el accidente de la ventana se volviera un hecho literario. Borges lo sitúa como un acontecimiento central de El sur, un cuento que salió primero en La Nación (1953) y luego fue incluido en Artificios —libro que más tarde conformaría la segunda parte de Ficciones. El sur es un cuento imponente. Él mismo dijo que era lo mejor que había escrito. Toma componentes reconocibles de su vida —pero a diferencia de un género tan actual como el de la literatura del yo, aquí los borronea, los adultera— y construye un argumento en donde alucinación y épica quedan suspendidas en un combate irresuelto.

Antes de entrar en El sur, un pequeño rodeo. Laura Rosato, directora del Centro de Estudios Jorge Luis Borges, suele recomendar poner a El Sur en relación con La noche boca arriba, de Julio Cortázar. Es una propuesta sumamente interesante que permite ver cómo uno y otro resuelven entre el fantástico y el realismo.

La noche boca arriba es uno de los cuentos más clásicos de Cortázar. Cuenta la historia de un hombre —por su manera de hablar sabemos que es porteño— que tiene un accidente con la moto y durante la operación sueña que es un indio capturado por los aztecas. El cuento resalta las características típicas de Cortázar, con el pasaje entre mundos y el pliegue de espacio y tiempo. Y la resolución, también cortazariana, impacta pero no deja lugar a dudas: el protagonista era el indio que, ante el horror de ser sacrificado en un ritual de las guerras floridas, había caído en el delirio de ser un hombre de la ciudad.

La primera edición de "Ficciones", de Jorge Luis Borges, en Sur
La primera edición de "Ficciones", de Jorge Luis Borges, en Sur

Civilización y barbarie

El protagonista de El Sur se llama Juan Dahlmann y es secretario de una biblioteca pública. Un día de febrero —quizá el mismo día en que moría Beatriz Viterbo en El Aleph— recibe la noticia de que una mujer lo espera —pero ahora no por amor sino para entregarle un raro ejemplar de Las mil y una noches— y él va hacia ese departamento, donde fatídicamente sube por las escaleras y se golpea con el marco de la ventana. El relato es tan exacto, tan fiel en los detalles a cómo contaba el accidente real, que despierta sospechas. En sus Memorias, Bioy Casares escribió que Borges solía alterar los hechos de su vida para que fueran más literarios.

Después del accidente, Dahlmann es internado en un sanatorio con un cuadro muy comprometido. Pero, inesperadamente, sobrevive. Pasan los días y repuesto pero convaleciente, debe viajar directamente del hospital hacia una estancia de la familia que queda en el sur de la provincia. “Nadie ignora que el sur empieza del otro lado de Rivadavia”, escribe Borges y ese cruce simbólico lo deja a Dahlmann del lado de la barbarie. El tren es lento y cansino y Dahlmann cae en sueños intermitentes. Adormilado llega al pueblo, entra en un viejo almacén, se acomoda junto a la ventana y lee un tomo de Las mil y una noches mientras come sardinas y carne asada. Pero entonces tres hombres comienzan a molestarlo, se burlan, le gritan, lo insultan, le tiran bolitas de pan.

Quizás él hubiera seguido leyendo, pero el almacenero interviene: “Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres”. La frase del almacenero produce el efecto contrario al que buscaba. Ha dicho su nombre y él siente que ya no puede sino reaccionar. Entonces un viejo le da un puñal y Dahlmann, inexperto con el arma y todavía débil, sale a la pelea.

Muerte en Ginebra

Para llegar al final de El sur, para darle el sentido que encierra, necesitamos hacer un nuevo salto. Casi como si imitáramos el pasaje de Cortázar, dejamos a Borges en su casa en Buenos Aires en 1953 y lo volvemos a encontrar en Ginebra en 1986.

Tumba de Borges en Ginebra
Tumba de Borges en Ginebra

“A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”, escribió en el cuento. Y ahora él mismo, de alguna manera, lo confirma. Borges que era un adolescente la primera vez que llegó a Ginebra, regresa crepuscular y con un diagnóstico severo de un cáncer de hígado para despedirse.

En 1914 la familia había ido a Ginebra porque el padre, Jorge Guillermo, tenía que someterse a una operación de los ojos —la ceguera de Borges era hereditaria—, y el comienzo de la Primera Guerra los dejó varados allí. Borges, entonces, cursó el secundario en un colegio calvinista. Una tarde de febrero conoció a una chica de su edad y caminaron varias horas alrededor de la ciudad antigua. Se entendían poco —él todavía no hablaba bien el francés—, pero algo difuso aunque reconocible los retenía. Esa chica, a quien buscó sin suerte los días posteriores y de la que nunca pudo recordar cómo se llamaba, fue su primer amor.

Varias veces había dicho ante la prensa que quería morir en Buenos Aires, pero ahora, en privado, tras hacer una pequeña gira en Italia, le había dicho a María Kodama, su segunda mujer, que quería terminar sus días en Ginebra. Estoico al extremo, no quería que su enfermedad se volviera un espectáculo televisivo.

Seguramente en esa decisión habrá mediado el recuerdo de su abuela Fanny, que desde la cama donde ya no se levantaría, reunió a los integrantes de la familia y les dijo: “No soy más que una vieja muriéndose muy, muy despacio”. O tal vez la del padre, que en febrero del 1938, después de meses de agonía, exhausto y ansioso por el final, le dijo: “No voy a pedirte que me pegues un balazo porque sé que no lo harás”, pero dejó de comer y de tomar los medicamentos.

Aquiles y Homero

¿Habrá pensado en ellos aquel 14 de junio de 1986? ¿Habrá pensado en Juan Dahlmann, en la mujer sin nombre que lo esperaba, en la chica de su adolescencia, en Pierre Menard, en su madre, en sus abuelos?

¿Es real el final de El Sur? ¿Dahlmann se enfrenta realmente a duelo o lo que vive es apenas el delirio autoindulgente de un hombre agonizante en un hospital? “Sintió al atravesar el umbral”, escribe Borges, “que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”.

El mundo literario en sus manos
El mundo literario en sus manos

¿Se habrá visto Borges a sí mismo de pie con un facón en la mano? ¿Habrá sentido en los pulmones el aire frío del ocaso en la pampa? ¿Se habrá visto audaz, feroz, hambriento, fatal, obsceno, exuberante: valiente? ¿Habrá elegido o soñado la muerte de Juan Dahlmann?

En 1970, Mario Mactas le preguntó a Borges por el prólogo de Discusión. “Ahora sé que cuando la escribí estaba totalmente equivocado”, respondió. Y continuó:

—Ahora creo que la vida de un hombre de acción no puede tener tanto interés como la vida de un hombre sedentario que piensa sobre ella. He ido llegando a esa conclusión. Estoy seguro que la vida de Homero fue mucho más rica que la de Ulises o la de Aquiles, porque aquéllos hicieron las cosas y Homero las recreó y seguramente les dio grandeza y belleza. De modo que cuando yo escribí eso estaba en un error. La vida no puede faltarle a nadie, porque ¿qué otra cosa tenemos sino la vida? En cuanto a la muerte, estuve cerca de ella en varias oportunidades y todo fue desagradable pero no muy interesante. Ni siquiera me interesó pensar qué podía ocurrir después. Si hay otra vida, pensé, lo sabré, sabré qué sucedió. Si no la hay, bueno, habré sido aniquilado.

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