Pasada la medianoche del 14 de abril de 1912, en las vísperas del hundimiento del Titanic, la orquesta comenzó a tocar. Cuando el desastre era inminente, Wallace Henry Hartley continuó ejecutando su violín, marcando el tempo de sus colegas. Al terminar guardó su instrumento y con una leve referencia dijo “caballeros, hasta siempre”. Nada se supo de él hasta que se convirtió en uno de los cuerpos recuperados días después de la tragedia.
Wallace nació en Colne, Lancashire, en una familia dedicada a la industria algodonera, circunstancia frecuente en un lugar que adquiriría prestigio mundial por su producción textil. Sin embargo, el joven no continuó la tradición familiar, y se abocó a su carrera musical. Su padre lo introdujo en los conocimientos religiosos -eran metodistas- y en la ejecución del violín, y fue también él quien le enseñó el himno que ejecutaría esa luctuosa noche. Con algunos amigos de su pueblo natal inició la Colne Band, conjunto musical que adquirió cierta notoriedad en esa Inglaterra post-victoriana, dispuestos a mostrar todo el esplendor de un Imperio que se extendía por una cuarta parte del planeta.
Entre los pilares que sostenían al Imperio estaba la Marina británica, orgullo de una nación que ostentaba ante el mundo su poder naval. Wallace y la Colne Band fueron tentados a ejecutar en distintas naves de la compañía Cunard, entre ellos el RMS Lusitania, transatlántico que también tendría un trágico final. La Colne Band prosperaba y además de sus giras en los navíos de la línea Cunard, fueron invitados a tocar en teatros y locales prestigiosos como el Collinson’s Orient Café, de Leeds.
Pero no solo prosperaba Hartley en el plano musical sino también en el terreno afectivo, ya que en 1911 conoció a María Robinson, con quien planeaba casarse. Sin embargo, la oferta de tocar con su orquesta en el transatlántico más grande y lujoso del mundo le hizo posponer la boda. Entonces no sospechaba que esta no habría de celebrarse jamás y que Mary permanecería soltera y dolida por la muerte de su prometido hasta que un cáncer de estómago se la llevó de este mundo en 1931.
A lo largo de los cuatro días que duró el viaje en altamar, la Colne Band tocó en innumerables oportunidades, aun en los servicios religiosos. La noche del 14 de abril, el marinero Frederick Fleet visualizó un iceberg y dio la voz de alarma. Nadie entendería por qué el capitán Smith insistió en marchar a toda máquina en un mar infestado de icebergs y por qué esa noche los vigías no contaban con prismáticos. Lo cierto es que el capitán Smith, sobrepasado por las circunstancias, dio órdenes incoherentes, entre ellas la consigna de que sólo mujeres y niños debían abordar los botes salvavidas, que bien sabía no alcanzaban para albergar a toda la tripulación. Fue así como muchos botes fueron solamente ocupados en la mitad de su capacidad. Quinientas personas se hubiesen salvado de haber cumplido con la elemental tarea de completar las naves salvavidas, pero, salvo en la conducción de la orquesta, todo era caos y falta de mando esa terrible noche.
Wallace sabía lo del espacio limitado y ante lo inevitable hizo lo único que sabía hacer: ejecutar su violín dirigiendo la orquesta para dar consuelo final a aquellos desesperados por abordar algún bote y a otros que se resignaban a ser tragados por el mar. Además de su repertorio, muchos pasajeros, pensando que en breve habrían de perder su vida, le pidieron que ejecutara himnos religiosos. Aunque no todas las versiones coincidan -hay quien dice que lo último que se les escuchó ejecutar fue Our God, our Help in Ages-, la mayoría coincide en que ejecutó Nearer, My God, to Thee, la melodía que había aprendido de su padre.
La Colne Band continuó tocando hasta que fue inevitable el hundimiento, momento en el que Hartley se despidió de sus compañeros. Este último gesto de tocar hasta el final mostrando el coraje y la sangre fría que no tuvieron otros miembros de la tripulación, le ganó prestigio internacional a Hartley, cuyo cadáver fue recuperado días después junto a su violín.
Su padre organizó el entierro al cual asistieron 30.000 personas a despedir al músico convertido en el héroe que continuó ejecutando sus melodías hasta el momento final, una imagen que se ha convertido en una metáfora de generosos gestos en catástrofes que, aunque superfluos, adquieren un carácter simbólico. Para algunos, Wallace debería haberse preocupado por su salvación; para otros, el hecho de seguir ejecutando su música para llevar algún tipo de esperanza a la gente resignada a morir se ha convertido en un ejemplo de la diversidad de nuestra condición humana, de sus luces, sus sombras y esta altruista entrega final.
Lo que sí no tuvo nada de altruismo fue la actitud de los dueños de la naviera al descontar del sueldo de Hartley -que cobraron sus padres- el valor del uniforme que lucía mientras la banda seguía tocando.
SEGUIR LEYENDO