No sólo su literatura tenía esa composición alegórica y universal capaz de ser leída y comprendida por personas dispuestas en distintos puntos del globo, también Borges, era, como solía decirse, un hombre de mundo. “Tenía un gran espíritu viajero. Le encantaba viajar”, afirma del otro lado del teléfono María Kodama, desde su departamento en Buenos Aires, mientras el cielo se vuelve cada vez más anaranjado. En esta conversación con Infobae Cultura, la viuda y albacea de Borges hurga en el cajón de los recuerdos y saca anécdotas que nacieron en los confines del mundo. Por ejemplo: Islandia. En aquel pedazo de tierra entre América del Norte y Europa, bien arriba del planeta, Borges estuvo en tres ocasiones: 1971, 1976 y 1978. Ya de joven se había acercado con la lectura de las sagas de aquel país, y lo continuó al depositar esas sabidurías e inquietudes en algunos ensayos y poemas. Por ejemplo, Las kenningar, donde reflexiona sobre el sistema metafórico islandés. O mejor: el poema A Islandia, que empieza así: “De las regiones de la hermosa tierra / que mi carne y su sombra han fatigado / eres la más remota y la más íntima”.
“El islandés es uno de los idiomas que estudiamos para leer las sagas escandinavas. Él tenía una especie de pasión por esa historia. Islandia tuvo la primera democracia del mundo. Una vez al año, ahí, en una especie de roca, se reunían todos los pueblos que vivían alrededor, y entre todos hablaban y combinaban cómo regir el país”, recuerda sobre aquellas tardes donde salían a recorrer, tomados del brazo, las calles de Reikiavik. “Además está la historia de los vikings. A ellos no les interesaba conquistar territorio, querían otra cosa: si les pagaban el tributo seguían, si no lo pagaban peleaban. No tenían el interés de hacer un imperio”, cuenta Kodama, mientras recuerda que “el frío es terrible. Es una cosa rarísima. Es como otro mundo. En el invierno no hay sol, es todo noche. Y en el verano es todo de día. Uno tiene que acostumbrarse. En esa época que fuimos con Borges, en el baño había un cartel que avisaba que uno debía, antes de bañarse, abrir primero el agua fría porque el agua caliente sale directamente de los géiseres, entonces sale hirviendo. Ahora no sé, eso fue hace muchos años”, agrega.
Un día se encontraron con un sacerdote pagano. “Borges quería casarse. Yo no, porque soy una adelantada, como decían mis amigos. Yo ya decía que no quería ser esposa, es decir, la atadura de las manos, eso es lo que quiere decir. Yo no creo en eso. Además mis padres estaban separados, así que es otra historia. Entonces Borges le dice a este sacerdote: ‘¿Y usted puede casarnos?’ “Esa era la obsesión de Borges: casarnos”, dice María y se echa a reír. “Entonces el sacerdote pagano nos dice que sí. ‘Vengan’. Y nos lleva hasta la casa y en un lugar, que era como una biblioteca, en lugar de libros, tenía huesos de animales. Fue una cosa rarísima. Hizo toda una especie de ritual: ‘¡En el nombre de Odín y de Thor los declaro marido y mujer!’ Así, un casamiento pagano. ¡Maravilloso!”, cuenta. Hace poco, cuando fue a dar una conferencia, tuvo una nueva chofer, que era la chofer del Padre Mario Pantaleo, sacerdote fallecido en 1992, con quien Borges se reunía con frecuencia. Kodama cuenta que la mujer le dijo: “No sabés cómo Borges quería casarse. Él le decía al Padre Mario que te convenciera para que te casaras con él”. Y sigue riendo.
“La primera vez que viajamos juntos fue hace muchos años”, dice con imprecisión. “Era un viaje que él tenía que hacer a Estados Unidos, iba a dar una conferencia, como siempre, y yo lo acompañé. Después de ese viaje continuaron otros más a los lugares donde daba conferencias. Después de que entró al gran mar, como llamaban a la muerte los sorrentinos, yo continué viajando por todo el mundo dando conferencias sobre él, sobre su obra”, y hace un silencio, el recuerdo se tiñe de nostalgias. Pero de aquel país inaugural en sus viajes juntos surge otra historia. Una tarde, en los tempranos ochenta, María leía el diario en busca de la dirección de un negocio, el pedido de una amiga, y se cruza con un anuncio con letras gruesas: “Vuele en globo”. Lo lee en voz alta. Borges, que está a unos metros, sonríe. “Llamemos”, le dice. En esa época era algo romántico y bastante recurrente los casamientos en globo. Era una actividad concurrida. Sin embargo, consiguen uno, para el día siguiente, en el Valle de Napa, California. “Había que salir muy temprano, al alba, lógicamente por el calor”, cuenta.
Y ahí estaban, expectantes y despiertos, justo antes del amanecer: María con un tapado de piel violeta, Borges de traje oscuro. Uno de los empleados del globo, cuando lo vio a Borges, por su edad, por su condición de ciego, creyó que no iba a subir. “El hombre intenta explicar que el señor, por Borges, iba a subir a un auto y nos iba a esperar en otro lado con dos botellas de champán. Y él dice: ‘No, no. Yo quiero ir’. ‘No, señor, es muy complicado, porque usted tiene que poner un pie acá... es como montar’. ‘Yo montaba cuando era joven’, le contesta Borges. ‘Es muy peligroso’, insistía el hombre, muy desesperado, entonces hice lo que hacía cada vez que Borges tenía una idea fija: evitar discutir. Y le dije al señor: ‘Mire, yo me hago cargo y corro con toda la responsabilidad. Además, si él quiere viajar lo va a hacer. Yo lo conozco y sé cómo es. Así que deme el papel que lo firmo y todas sus responsabilidades pasan a ser mis responsabilidades’. Y así fue que viajamos en globo. Borges estaba feliz de la vida. Fue nunca experiencia maravillosa. Nunca la voy a olvidar”.
En 1984 se subieron a un avión y se bajaron en El Cairo. “Egipto es un país maravilloso”, afirma. Pasaron una noche en el desierto, caminaron bajo las pirámides de Sakkara, sintieron el viento seco del noreste africano. Uno puede cerrar los ojos e imaginar el cuento que en la cabeza de Borges se proyectaba al oí las descripciones de su pareja. “Recuerdo un día. Había un espectáculo de luz y sonido. Justo cuando estaba por comenzar pasamos por delante de la esfinge y Borges dice: ‘Yo’. Entonces, cuando nos sentamos, un señor me toca la espalda y me dice: ‘Perdón, ¿es una visión o el que está sentado a su lado es Jorge Luis Borges?’”, cuenta. Hay una foto donde ella está arriba de un camello. La recuerda enseguida y se empieza a reír. “Sí, y él está tocando al camello”, sostiene risueña. “Él quería subir. Yo le dije: ‘¿Usted qué quiere? ¿Matarse? Eso sí es complicado’. Es realmente complicado porque el camello se arrodilla y uno tiene que subir, pero resulta que después el camello para pararse se inclina sobre las patas de adelante. Si uno no está bien agarrado, se cae. Finalmente él no se subió”.
“Siempre la gente le negaba las cosas: ‘esto no puede’, ‘no, que usted no ve’, ‘esto no’. Cuando él me preguntaba yo le decía: ‘Mire, los riesgos, como me había enseñado mi padre, son estos y estos. ¿Qué es lo que usted quiere hacer? Si sucede algo, después conmigo no se queje’. ‘Está bien, lo hacemos’. Y lo hacíamos, y él estaba fascinado. Ni yo permito que corten mi libertad ni corto la libertad de nadie. En Egipto nos habían dicho que era todo peligrosísimo. Un día nos metimos en uno de esos mercados, solos, y la gente se acercaba. Allá la gente mayor es muy respetada. Entonces lo trataban como si fuese una especie de ídolo. Era una cosa genial. Él estaba encantado. Le hablaban en árabe y en francés”, agrega. “Londres y Nueva York le gustaban mucho. Sobre todo Nueva York, por esa libertad enorme. Ahí todo el mundo hace lo que quiere. Es algo que uno lo sentía. Había una contraposición muy grande con nuestro país, por ejemplo, donde siempre está lo que hay que hacer, lo que no, ¿no? En cambio allá todo era posible... la libertad. Y el anonimato también.”
Otro país: Japón. Ciudad: Tokio. “Cuando llegamos fue a buscarnos un profesor de la universidad y le dice: ‘Bueno, maestro, ¿qué es lo primero que usted quiere ver?’ Casi se desmaya porque Borges lo mira y le dice: ‘Quiero ver el templo de Inari’. ‘¿El templo de Inari? Pero, ¿usted sabe quién es Inari?’ ‘Sí, el dios zorro’, le dice Borges, ‘porque a mí me encantan los zorros’. Lo gracioso es que cuando llegamos al templo había una cantidad de autos particulares impresionante. Eran todos hombres de negocios que iban a pedirle al dios zorro habilidad para los negocios...”, y Kodama no puede terminar la frase, se echa a reír. Enseguida retoma: “El hombre no podía entender cómo una persona de la literatura podía querer ver ese templo. La verdad que nos divertimos muchísimo. Nos trataron todos muy bien, imagínese”. Y vuelve al cajón de los recuerdos, con sus postales de los confines del mundo. Imaginariamente, Kodama mete la mano, revuelve y revuelve, y saca el lugar que lo vio morir, aquella tierra a la que hizo propia, la que decidió que sería su destino final: Ginebra, Suiza.
“A Ginebra fuimos muchísimas veces”, cuenta. Borges y su familia llegaron a Europa en 1914, antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. Tenía catorce años. El motivo del viaje era la enfermedad de su padre, una ceguera que avanzaba, que era hereditaria y que también vivió el propio escritor. Al desatarse el conflicto bélico, decidieron ir a Ginebra, para estar seguros. “Ahí él estudió alemán para poder entender la poesía de Friedrich Hölderlin, que le gustaba mucho. Y ahí estudió francés. No terminó el bachillerato, volvió antes a Argentina”, cuenta. “Como había vivido en la Ciudad Vieja, quería que nosotros viviéramos ahí. Pero en la Ciudad Vieja no alquilan, tienen un lugar para extranjeros donde sí. En Ginebra sólo pueden vivir personas que nacieron allí o tienen parientes. ‘Borges, esto es imposible’. ‘Usted va a poder’, me dijo. Y gracias al marido de una amiga mía que era de allí pudimos alquilar un departamento. Cuando se enteraron de que estaba Borges, ahí iba todo el mundo. Todos estaban enloquecidos con él”. Para Borges, esa era su ciudad.
“Él me dijo: ‘Esta ciudad se la voy a mostrar yo’. Porque él, al no poder ver, yo le describía las ciudades que visitábamos y que no conocía. ‘Vamos a salir a caminar y yo voy a ser la guía de esta ciudad que es mía’, decía. Y fue maravilloso”. Borges tenía, dice María, “un conocimiento extraordinario en pintura”. Entonces, cuando salían de paseo por una ciudad que no conocían, que ninguno de los dos había estado, “utilizaba la descripción de cuadros que yo sabía que él había visto para que tuviera una idea aproximada de lo que estábamos viviendo”. Pero ahí, en Ginebra, no: esa ciudad era de Borges. En Atlas, el libro que escribió junto a Kodama, se lee: “De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad (…) Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo”. En 1986, cuando se enteró de que padecía cáncer, partió para la ciudad suiza. Hizo todo bastante rápido, el desenlace era inminente. El 26 de abril se casaron, su gran deseo romántico. Unos meses después, murió.
Su lápida, en el cementerio de Plainpalais, en Ginebra, está marcada por ese “espíritu viajero”, por esa imaginación universal que hacen de su literatura una composición capaz de ser leída y comprendida por personas dispuestas en distintos puntos del globo. A la delicada piedra blanca que es su lápida la hizo el escultor argentino Eduardo Longato. En lo alto se lee su nombre, por supuesto, pero debajo hay una frase que dice “And ne forhtedon na” y que se traduce como “Y que nada temieran”. Completan ese lado un grabado circular con siete guerreros, una pequeña cruz de Gales y los años 1899 y 1986. Lo que hay del otro lado “es una embarcación de los vikings, porque cuando morían no los enterraban sino que los colocaban en un barco y dejaban que el mar los llevara al otro mundo, al paraíso. Por eso del otro lado hay una nave vikinga, que es lo que él quería”, cuenta. Se hace un breve silencio, María Kodama suspira —y se puede sentir que sonríe del otro lado del teléfono—: “A él esas historias... ¡le gustaban tanto!”
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