Cuando le dieron el premio Nobel en 1931, por revelar uno de los secretos del cáncer, dijo “Ya era hora”. Cuando un funcionario nazi le exigió que firmara una “declaración de raza aria”, devolvió el formulario en blanco. Cuando el mismo funcionario se presentó en su laboratorio y le hizo el saludo con el brazo derecho a 45 grados, pasó a su lado sin devolvérselo, abrió la puerta y le señaló el final del pasillo: “Allí está la salida”. Odiaba que lo molestasen mientras trabajaba.
Otto Warburg fue un científico excéntrico. Mientras otros nombres brillantes como Albert Einstein y Otto Meyerhof abandonaban Alemania e incluso Fritz Haber, de origen judío pero convertido al protestantismo, comprendía que eso no lo salvaría de sucumbir a la aplicación de las leyes raciales de nazismo y emigraba, Warburg continuó su investigación como si nada sucediera a su alrededor.
En 1942 llegó a exigir que el gobierno de Adolf Hitler le cambiara su status de Mischling, cruzado, como lo consideraba la normativa de 1935 ya que tenía un padre judío y una madre protestante, por uno de igualdad con los arios, y lo obtuvo. Su amante, Jacob Heiss, con el que convivió toda su vida en una mansión de Dahlem, un barrio elegante al sudoeste de Berlín, transmitía sus órdenes con la mayor naturalidad en el laboratorio construido, según las detalladas indicaciones de Warburg, al estilo rococó de una propiedad holandesa del siglo XVIII que le había encantado.
Ni el hecho de que fuera de ascendencia judía ni el hecho de que fuera gay implicaron que su vida peligrase, cuando Hitler ya encerraba a ciudadanos alemanes por mucho menos y se disponía a sembrar Europa de campos de concentración. Eso, sumado al hecho de que Warburg rechazó una oferta de la Fundación Rockefeller para continuar su investigación en Nueva York, hizo que el mundo científico supusiera que apoyaba el nazismo. Lo pagó caro al terminar la Segunda Guerra Mundial: quiso vivir y trabajar en los Estados Unidos y no lo logró.
Sin embargo, su verdadera historia es mucho más compleja, según cuenta Ravenous, Otto Warburg, the Nazis, and the Search for the Cancer-Diet Connection (Con hambre voraz: Otto Warburg, los nazis y la búsqueda de la conexión entre cáncer y dieta), una biografía del singular bioquímico alemán a la vez que una crónica de un siglo de investigación en cáncer. Porque las ideas de Warburg, que cayeron en el olvido con el fin de la guerra, recientemente han vuelto al campo de la investigación médica.
El autor del libro, Sam Apple, se interesó por la resurrección del “efecto Warburg” en las investigaciones científicas sobre el cáncer hacia finales del siglo XX: se trata de una particularidad del metabolismo de las células por la cual las malignas tienen un consumo de glucosa 200 veces mayor que las células normales. Esa voracidad, creía Warburg, era la clave para terminar con el cáncer: bastaría con hambrearlas.
La derrota de Alemania por los Aliados y el surgimiento de la investigación genética como posible origen de la enfermedad lo dejaron en el olvido. Algunas décadas más tarde, la falta de resultados y el vínculo entre obesidad y cáncer devolvieron a Warburg a la discusión académica. Apple dio con la pista, hizo un artículo para la revista de The New York Times y se encontró fascinado por la historia. No pudo dejarla, y al conocer las características personales de Warburg y los azares de sus circunstancias, comenzó este libro.
De los más de 100 científicos del Instituto Kaiser Wilhelm que el nazismo consideraba judíos —y 2.600 en el país, con distintos grados de asimilación, que emigraron para salvarse—, ¿por qué Warburg fue el único que ocupaba su silla cuando cayó Berlín? A partir de esa pregunta, Apple comenzó a reconstruir una historia en la que se mezclan la arrogancia del científico, la hipocondría de Hitler y las encrucijadas morales.
Warburg era una estrella en el cielo abigarrado que era la ciencia alemana antes del ascenso de Hitler: desde que se instituyó el premio Nobel, en 1901, hasta 1932, Alemania concentró un tercio de las distinciones. Dos de esos premiados, Einstein y Max Planck, eran amigos de su padre, Emil Warburg, uno de los físicos más importantes del país. Otro, Emil Fischer, fue su profesor de química. Él mismo recibiría el suyo dos años antes de la llegada de Hitler al poder, cuando ya era director del Instituto de Fisiología Celular, parte de la Sociedad Kaiser Wilhelm.
Muchos de esos científicos eran judíos, y debieron abandonar su país; en 1937 Hitler decretó que ninguno de sus nacionales podía rebajarse al premio Nobel. La preeminencia científica de Alemania se desplazó hacia los países que recibieron a sus emigrados, principalmente los Estados Unidos.
Warburg, sin embargo, se mantuvo en su puesto, indiferente a la realidad. “No se preocupó particularmente por lo que le hacían a otras personas”, dijo Apple a The New York Jewish Week (NYJW) sobre su biografiado. “Estaba feliz sólo por estar en paz en su instituto. Trató de proteger a algunas personas: invitar a trabajar en su laboratorio a Hans Krebs y a otros famosos bioquímicos fue una manera de protegerlos. Había un tipo, Erwin Haas, a quien protegió porque valoraba su conocimiento científico, pero también hubo otro joven investigador judío al que despidió en 1933, aparentemente bajo presión”.
Según el testimonio de un primo, Warburg se preguntó cada día del nazismo si no debía irse. Pero no porque fuera un defensor los judíos perseguidos, aclaró el biógrafo: muchos de los emigrados, supo, no estaban a gusto en sus nuevos lugares. “Habían perdido todo el prestigio que tenían en Alemania”, siguió Apple. “Él se conocía y sabía que iba a ser desdichado si se marchaba. Se conocía lo suficiente como para saber que necesitaba su castillo para sentirse como un emperador”.
Así lo llamaban sus vecinos, “el emperador de Dahlem”, cuando lo veían pasar por el barrio junto a Heiss, siempre elegante y a paso firme en sus botas con espuelas. Su casa era una de las más fastuosas de la zona, con techos de más de cuatro metros de altura, un pasillo con baldosas de piedra, pisos de parquet y un espacio dedicado a su hobby: un establo y un área de equitación.
Él no se consideraba menos. “Se puede discutir si Walburg fue el bioquímico más grande de su tiempo, pero casi con certeza fue el más vanidoso de la historia”, escribió Apple. “Como lo expresó un colega, si la arrogancia se midiera en una escala de 1 a 10, ‘Walburg clasificaría con 20′. Warburg estaba tan enamorado de sí mismo que en una ocasión rechazó salir en una fotografía con un grupo de científicos que él consideraba inferiores, y buena cantidad de los científicos de ese grupo eran ganadores del premio Nobel”.
Para el Reich, sin embargo, era un Mischling, y si bien el nazismo no libró esa pelea mientras se entronizaba, porque su reputación internacional era una clave en la acumulación de poder, una vez que se declaró la guerra los medio judíos y hasta un cuarto de judíos eran simplemente indeseables, y luego de la conferencia de Wannsee —donde se planeó la “solución final”, eufemismo por exterminio— en 1942 la situación de Warburg se volvió mucho más precaria. “Hitler odiaba especialmente a los Mischlinge porque eran la encarnación viva de lo que detestaba: la mezcla de judíos y arios”, recordó Apple a NYJW.
Warburg, como en una realidad paralela, prohibió la bandera y el saludo nazis en su instituto y no tenía adherentes a Hitler entre su personal. Cuando le solicitaron que diera fe de su origen ario en un formulario era a los efectos de obtener etanol, una sustancia regulada, para sus investigaciones; todo el episodio del desaire y la expulsión del funcionario de Hitler condujeron a una queja oficial ante el director de la Sociedad Kaiser Wilheim, Planck.
El físico, que había visto crecer a Warburg, lo citó en su oficina. “Para alguien completamente convencido de su propia grandeza, la idea de que una escoria nazi le dijera cuáles químicos podía ordenar y cuáles no era casi inconcebible”, escribió Apple. “Como le manifestó una vez a su hermana: ‘Yo estaba aquí antes de Hitler’”. El biógrafo especuló que Planck le dijo al hijo de su amigo que no se preocupara, porque sus pedidos de etanol serían formulados desde la Sociedad, pero que, en el futuro, fuera más tolerante con los enviados del Führer.
La explicación, según Ravenous, es que el cáncer, que crecía en los países occidentales desde el siglo XIX, era un temor nacional en Alemania y, sobre todo, una fijación personal de Hitler. Sus colaboradores más cercanos estaban convencidos de que sólo Warburg, en el mundo entero, estaba tan avanzado en el hallazgo de una cura.
“Hay una tremenda cantidad de pruebas de que Hitler estaba obsesionado con el cáncer más que con otras enfermedades”, dijo Apple a NYJW. “El cáncer ocupaba buena parte de la hipocondría de Hitler. Constantemente hablaba sobre la investigación, presumía de teorías sin sentido sobre el cáncer y probaba un montón de terapias dietéticas. No tengo prueba clara de que Hitler estuviera directamente involucrado en el caso de Warburg, pero muchos elementos apuntan a eso”.
Se sabe, además, que Hitler aludía al cáncer, en un recurso demagógico, como metáfora de los judíos, y en sus discursos y hasta en Mein Kampf mezclaba delirios y ciencia para explicar que el cáncer era el síntoma de la sociedad degenerada. “En el caso de Hitler, la conexión entre los judíos y el cáncer era más que una metáfora”, destacó Apple. “Era más bien una conexión literal dentro de su cabeza. Le preocupaba el cáncer y le preocupaban los judíos”.
Así, aunque no pudo ser profesor ni atraer a los científicos nazis para que colaborasen con él, por el desprestigio que podía contagiarles su condición de Mischling, Warburg trabajó en completa libertad durante toda la guerra —moriría en Alemania en 1970— y logró amar a otro hombre en las narices del Führer.
“Es asombroso que haya sobrevivido, no sólo como judío o Mischling sino también como alguien que muy claramente era homosexual”, comentó Apple a NYJW. “Él y su compañero vivían en la misma casa, viajaban juntos y eran inseparables. Está claro que en algún momento alguien lo denunció o escribió una carta a las autoridades acusándolo de homosexualidad, entre otros delitos. Pero del mismo modo que se negó a permitir que los nazis interfirieran con sus estudios científicos, no iba a permitir que alguien interfiriera con su estilo de vida”.
Si bien el acoso de algunos funcionarios nazi se intensificó, el 21 de junio de 1941 Warburg obtuvo una cita en la Cancillería, la sede del gobierno nazi en Berlín, y confirmó que podía seguir trabajando en el instituto siempre que se concentrara en la investigación del cáncer. Lo curioso es que ese día fue el comienzo de la invasión a la Unión Soviética, la Unternehmen Barbarossa: ¿quién en las altas esferas podía hacer que se concediera, en una jornada tan intensa, una entrevista a un científico que ni siquiera trabajaba en el proyecto atómico?
En 1943, para evitar los crecientes ataques aéreos, Warburg debió abandonar el edificio rococó y reubicó su laboratorio en la localidad de Liebenburg, en las afueras de Berlín. Al año siguiente, cuando fue nominado por segunda vez al Nobel, ni siquiera pestañeó, dada la prohibición que Hitler había impuesto al premio para los alemanes. Así terminó la Segunda Guerra Mundial y Warburg seguía saciando el apetito voraz de energía de las células malignas, y el suyo de gloria.
“Que las células cancerosas por lo general consumen enormes cantidades de glucosa y fermentan buena parte de ella es algo que fue confirmado por otros científicos en las décadas siguientes a que Warburg hiciera su descubrimiento. Sin embargo, en la década del cincuenta algunos científicos rechazaron la explicación que Warburg daba al fenómeno”, contó Apple. Mientras el emperador vociferaba ofendido en esos debates, porque creía que lo único importante de la oncología de los años recientes era su trabajo, “en 1953 James Watson y Francis Crick, a partir de la investigación de Rosalind Franklin, descifraron la estructura del ADN y abrieron la nueva era de la biología molecular”.
La idea de hambrear a las células malignas para combatir el cáncer se hizo a un lado: la enfermedad podía deberse a mutaciones genéticas y por lo tanto debía tener una solución en el nivel de los cromosomas.
Warburg se volvió cada vez menos sociable y cada vez más excéntrico, aunque se mantuvo como director del Kaiser Wilhelm, renombrado Instituto Max Planck, hasta su muerte. Pasó sus últimos años obstinado en cumplir una dieta estrictamente orgánica, al punto que llevaba su propios alimentos a los restaurantes para que se los preparasen.
A fines de la década de 1990, a casi 30 años de la muerte de Warburg, la cura genética del cáncer seguía sin aparecer y varios científicos volvieron a pensar en alternativas de tratamientos, entre ellas el metabolismo de las células. The Hub, publicación de la Universidad Johns Hopkins, recordó que uno de ellos, Chi Van Dang, parte de su profesorado, redescubrió la importancia de la obra de Warburg.
“Basándose en investigaciones anteriores, Dang y otros llegaron a la conclusión de que las células cancerosas son adictas a los nutrientes y, a diferencia de las células sanas, carecen de mensajes internos para conservar recursos cuando no hay comida disponible. Sin su fuente de energía, pueden morir”, explicó The Hub.
“Dan volvió a conectar su investigación a los estudios precursores de Warburg sobre las enzimas y el papel que el metabolismo celular podría cumplir en el surgimiento del cáncer. Comenzó a investigar la obra del bioquímico alemán más detalladamente”, completó el artículo.
Otros retomaron también aquel camino. Y resultó que la cuestión genética y la metabólica no se excluían a la hora de decidir adónde van los recursos de la investigación: “Una cantidad de las mismas mutaciones genéticas que hacen que una célula se divida sin límite también hacen que una célula coma sin limitaciones”, resumió Apple. “Hacia 2010 el redescubrimiento del enfoque metabólico del cáncer que hizo Warburg había llevado a resurgimiento por todo lo alto, con nuevas conferencias científicas, nuevas drogas destinadas a privar a los cánceres de los nutrientes que necesitan para crecer y miles de publicaciones académicas”.
El cáncer, argumentan hoy los científicos, es una enfermedad genética, pero consiste en una transformación genética que no se puede comprender aparte de la transformación metabólica. Thomas Sefried, biólogo de Boston College, es uno de esos investigadores, y sintetizó a Apple su parecer sobre la hipótesis de Warburg: “Descubrimos que el hijo de puta tenía razón”.
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