Fue a orillas del Río Gualeguay, en un poblado ínfimo al sur de Entre Ríos, Puerto Ruiz, y en el ocaso del siglo XIX, año 1896, un día como hoy —exactamente el mismo: 11 de junio—, nació Juan L. Ortiz, en palabras de Juan José Saer, “el más grande poeta argentino del siglo XX”. Sin embargo, su nombre aún tiene la forma de un secreto: alguien que esté interesado en la poesía va a escuchar su nombre, a veces pronto, otras luego de una larga búsqueda, y se va a meter despacio, casi en puntas de pie, en los pasillos de su obra, tan local y a la vez universal, tan social y a la vez metafísica. Nació en Puerto Ruiz y al concluir el colegio partió a Buenos Aires, la gran capital, para estudiar Filosofía y encontrarse con la bohemia literaria de los años veinte. Entre medio de ambos destinos hay una etapa clave: “No se ha estudiado hasta qué punto el ambiente que Ortiz vivió desde niño hasta casi adolescente en Villaguay influenció su percepción del mundo”, escribe el poeta y periodista Mario Nosotti en La casa de los pájaros, libro que acaba de publicar la editorial de la Universidad Nacional del Litoral y que aborda la vida y la obra de Juanele.
Ahora, en su habitación, mirando el día nublado, la arboleda a través de la ventana, envuelto en una atmósfera reflexiva, Nosotti conversa con Infobae Cultura y dice que “de la vida de Ortiz se sabía bastante poco hasta ahora, A pesar de ser muy nombrado y estudiado (no tan leído) las escasas cronologías o acercamientos biográficos repetían una y otra vez los mismos hitos. Una de las etapas más borrosas era la de la infancia y primera juventud. La familia de Ortiz se muda a Villaguay cuando él tiene tres años y recién a los catorce él vuelve a Gualeguay. Tanto la experiencia de ese monte profundo, al punto que se lo conocía como ‘la selva de Montiel’, sus primeros ‘asombros cósmicos’, como la impronta de las colonias judías provenientes del centro de Europa instaladas muy cerca, tuvieron en su formación una influencia decisiva. Se dio en ese lugar y ese momento un cruce excepcional”. Luego menciona a “personajes tolstoianos” como el Doctor Yarcho, “mezcla de médico y santón”, y “los mismos criollos, conviviendo con los sobrevivientes de las guerras por la conformación de la república y los ecos del Centenario”.
De aquellos años fundacionales en la sensibilidad de Ortiz está, dice Nosotti, “la utopía inmigrante de una tierra en la que vivir en paz, la tierra prometida que en sus patrias les había sido arrebatada, era parte de lo que se vivía. Esa mirada de estar viéndolo todo como por primera vez, y esa sed celebratoria y trascendente tienen mucho que ver con aquélla impronta judía. Ortiz vivenció en la edad más formativa esa combinación de monte semisalvaje, de colonia rural y ciudad de provincia, ahí fue a la escuela, de ahí son sus primeros amigos, su inicio en la lectura, la sociabilidad primera. Con la guía de Miguel Ángel Federik, poeta y abogado amigo de Ortiz, anduve por esas sendas y aparecieron algunos tesoros”. La casa de los pájaros surge en esa búsqueda, entre la lectura puntillosa y la investigación curiosa. “La idea de hacer algo con Ortiz arrancó hace casi una década. Oí su nombre por primera vez siendo un adolescente, en un taller literario. Solo su nombre y la referencia a que era un gran poeta ‘del interior’. Años más tarde, en 1986, empecé a interesarme en su trabajo a partir del dossier que le dedicó el Diario de Poesía”, agrega.
Deslumbramiento es una de las palabras que usa para referirse al primer encuentro, a esas lecturas originarias de aquellos versos lejanos, como si vinieran del fondo de la historia, pero actuales, contemporáneos, vivos. “La poesía era el centro radiante de ese impacto, pero había algo más, algo que se entramaba con la leyenda del hombre, y con una actitud ante lo existente. Ese entramado, que por entonces no lograba discernir, me empujaba a seguir investigando, leyendo, a tratar de entender lo que buscaba. En el 2014 gané una beca para investigar su obra. Como ya por entonces abundaba el material crítico sobre su poesía, me decidí a bucear el costado más biográfico, que en el caso de Ortiz está íntimamente ligado a su escritura, su pensamiento y su filosofía de vida. Entonces advertí que todo dialogaba y casi a mi pesar me fui metiendo en el berenjenal”, cuenta sobre este libro que navega entre el ensayo, la biografía, la crítica literaria y el diario de escritura, y que el lector encuentra, como dice Luis Chitarroni, como “el modo de salir al encuentro de Juanele”.
Ya instalado en Buenos Aires, y luego de darles vueltas al asunto, logró publicar el que se considera su primer libro: El agua y la noche, de 1933. Fue una cantidad pequeña de ejemplares que él mismo se encargó de distribuir entre amigos y lectores. Lo mismo ocurrió con el segundo, El alba sube..., de 1937. Lo que siguió fue la continuación de una búsqueda, de un estilo, de un universo temático y la confirmación de una certeza: tenía algo para decir que no estaba siendo dicho, tenía en sus manos una obra que escribir. Hoy sus poemas se encuentran aglutinados en la Obra completa que editó el año pasado la Universidad Nacional del Litoral en conjunto con la Universidad Nacional de Entre Ríos en dos volúmenes. El primero se titula En el aura del sauce y contiene trece libros publicados entre 1924 y 1971 y una sección final, “A la orilla del aura”, que incluye los poemas que hubieran pertenecido al hipotético cuarto tomo de la edición de Editorial Biblioteca. En el segundo volumen, Hojillas, se encuentra su “otra” producción: poemas extraños, prosas, ensayos, traducciones y correspondencia.
¿Qué lugar ocupa Juanele en la poesía argentina? “Sigue ocupando ese lugar extraño, escurridizo, del poeta ‘insoslayable’ y a la vez poco leído, tan central y estudiado como secreto”, responde Nosotti, y agrega: “Lo que pasa, me parece, es que su obra corre el centro de cierta concepción del sistema literario argentino, marca otra cancha, por así decirlo. Están Borges, Girondo, el grupo Martín Fierro, Sur, y todo lo que vino después, y Ortiz viene a mostrar otra cosa, aparece en el margen de todos esos hitos. No se impone, a él hay que ir a buscarlo. No tiene como Borges un comienzo vanguardista, de reacción contra lo establecido como forma de posicionarse, más bien él aprovecha cosas del modernismo, y hasta de cierta vena misteriosa del romanticismo para hacer algo nuevo. Creo que la obra de Juan L. como la de Saer, corren el centro gravitacional del sistema. Es una lectura que puede hacerse, que ya hizo de otro modo Martín Prieto, por ejemplo. Por otro lado, siento que su poesía de guarda un secreto antídoto contra la oficialización. A Ortiz le hubiese horrorizado ser un poeta oficial”.
La poética de Juan L. Ortiz, que atrapa anchas sensaciones, dilemas sociales, postales del campo o incluso el fluir caótico del río, es más que un conjunto de versos ordenados. “Creo que su obraaporta tanto un imaginario como un arsenal de recursos y una forma de utilizar esos recursos que lo hace un caso único. El poeta que hablando de tú y de vosotros escribió libros como La orilla que se abisma, o como El Gualeguay, sigue siendo un poeta del futuro. Un poeta lírico, afectado por momentos de cierto bucolismo, que tiene una escritura de un refinamiento y una complejidad propia de las vanguardias. Si tuviera que restringirme a un aporte formal hablaría de su aspiración a la levedad, deshilachar la frase hasta un punto inverosímil, donde los referentes no se borran pero quedan inmersos en la corriente continua de la pérdida y la aparición. Como dice la poeta Olvido García Valdez, el lenguaje de Ortiz logró abrir el castellano (una lengua clara y con frecuencia enfática), ‘a todas las brumas y posibilidades, a la potencialidad de una lengua de todos, para todos’”.
Si de “contar la historia a través de un poema” se trata, como se lee en La casa de los pájaros, ¿qué historia cuenta la obra de Ortiz? “La de un auscultamiento y una persistencia, la de la integración de una mirada y una emotividad capaces de transformar y hacer hablar a lo que nos rodea. Una escucha que permite el acceso al grado más sutil de la materia, y también de la historia de un espacio, un territorio, que aparecen apenas aludidos, como si fuesen ecos, o como vibraciones en su grado atómico. La insistente acechanza a esa ‘espléndida monotonía’, como dice Hugo Gola, donde el poeta encuentra la incesante variación de lo real”, responde Mario Nosotti en esta entrevista con Infobae Cultura sobre su libro recién publicado, cuya tapa tiene a un Juanele tamizado un amarillo alegórico. “Uno no sabe del todo lo que ha escrito ni qué valor tiene hasta escuchar las impresiones de los primeros lectores”, dice y parece oírse una breve y humilde carcajada. Quizás no sea, pienso, la de Nosotti. Tal vez sea la de aquel poeta lírico del interior, desde algún lugar del tiempo. ¿El futuro tal vez?
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