Curiosamente, el disparador de La niña de sus ojos no tuvo nada que ver con lo que se perfila como el interés central de los lectores y, acaso, ya con el mío en el transcurso de la escritura de la novela. El entrañable Pepe Quintana –ex periodista de Crítica, con 102 años bien puestos– deslizó la anécdota en una reunión entintada en la casa del poeta Juano Villafañe: cuando Juan Domingo Perón enviudó de Eva prefirió la soledad de los mármoles y los jardines del Palacio Unzué, donde hoy se erige la Biblioteca Nacional. Alguien, al tanto de que el Presidente era muy “bichero” le regaló un loro para que se distrajera. Y se distrajo nomás: le enseñó a cantar la marcha Los muchachos peronistas y a decir “boludo a la vista” cada vez que se acercaba algún pesado.
La historia la corroboré luego en el que, creo, es uno de los pocos escritos sobre ese vínculo, el libro del actor y escritor Luis Longhi Yo conocí a Perón. El derrotero final del perico –que aquí no adelanto– vibró en mí como una condensación de drama político y burbujeante paso de comedia. Cuando sentí que el destino de ese chisme era escribir una ficción, sobrevolé la época y lo que se conoce de la vida privada de Perón por esos años. Ahí me encontré con la adolescente Nelly Rivas y su Vía Crucis. Busqué el apoyo de algunos libros, uno resultó fundamental: Amor y violencia, del abogado confesamente antiperonista, Juan Ovidio Zabala, quien se había apiadado del encarnizamiento del que la chica era víctima tras su relación con el líder y asumido ad honorem su defensa ante la arremetida judicial de la Libertadora pese a haber sido su titular de Institutos Penales. Otra charla más con Quintana completó el cuadro informativo. Ya había leído suficientes biografías sobre Perón, desde las pretendidamente neutras hasta las indudablemente empáticas, pasando por esa impecable disección de su conformación vital e intelectual escrita por Horacio González.
No es mi primera novela cruzada con la historia política argentina, y empleé el mismo método –por mucho tiempo inconsciente– que en las anteriores: estudiar mucho y olvidar todo, tratar con seriedad los datos “macro”, y después dejar suelta la imaginación literaria que cuando tiene el tanque lleno hace lo que mejor sabe hacer: trastocar la realidad para que sin tantas ideologizaciones previas –al menos ideologizaciones adrede- le encuentre otro sentido. Siempre me quedó grabado un acápite de Carlos María Domínguez en su novela Pozo de Vargas sobre la famosa batalla de Felipe Varela: “Esta novela está ambientada en sucesos históricos, pero su desarrollo dramático es, en todo caso, solo verosímil. He transgredido lo real con intención de arrancarle un sentido necesario”.
O sea: hay más de fantasmagórico valor agregado que de arquitectura histórica. Acaso porque creo que el “realismo” es siempre un subgénero novelístico y jamás una representación fidedigna de la realidad. Lo sabemos hace mucho: la literatura como “fotografía a lo largo del camino” no existe, eso que llaman realidad es siempre una materia infinita y nuestro relato un recorte lúdico y caprichoso. Así que durante un tiempo me froté las manos con lo que más me gusta: un cuaderno de notas donde registro desarrollos, ideas, posibles continuidades, bosquejos de personajes y situaciones, y el muelle repiqueteo del teclado de la cumpu en la deseada rutina de las mañanas sin otra música que el borboteo de la invención ni otra actividad fuera de renovar el mate.
Sé que toda novela con trasfondo histórico (a mi entender lo que se suele llamar novela histórica es –como definición, no siempre como producto- un equívoco formidable) suele ser pasto de tensiones y las redes me están informando que, con La niña de sus ojos ya las hay. Así debe ser, cada uno habilita su propia lectura. Hay una sola salvedad muy bien expresada por Umberto Eco: “Los lectores pueden inferir lo que los textos no dicen explícitamente (y la colaboración interpretativa se basa en este principio), pero no pueden hacer que los textos digan lo contrario de lo que han dicho”.
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