Presentado por Verónica Chiatellino (Periodista)
“Es un sí rotundo. Lo voy a hacer, lo quiero hacer”. Volver sobre las palabras de Braian cuando le propusimos ser parte de este libro es tan necesario como doloroso. Pero no hay nada que lo describa mejor. Siempre comprometido con cualquier acción que le sumara al otro. A ese distinto de sí mismo. Su generosidad no tenía límites, ha llegado descalzo a entrenar por regalar sus zapatillas en el camino o a no tener dinero para pagar sus cuentas por darle todo a alguien que encontró pidiendo comida.
“Dejame pensar qué contar para dejarles a los chicos”. Y había tanto que contar, porque en él habitaban muchas vidas. El cuento de Braian es de esperanza. Entendía mejor que nadie el privilegio de ser una persona pública para difundir un mensaje que importara y transcendiera su figura. Mejoró a quienes tuvieron la fortuna de conocerlo, algo reservado para los más grandes.
Las oportunidades, tan determinantes, fueron apareciendo en su vida de la manera más impensada. Se aferró a cada una de ellas para cambiar su realidad y la de su familia. Conoció el mundo a través de la jabalina, esa que se propuso hacer volar hasta el infinito. Y lo logró, como solo los elegidos pueden hacerlo. Su mejor y más perfecto lanzamiento es la inspiración que deja a miles de chicos, que encontrarán a través del deporte una herramienta de transformación e inclusión social. Una herramienta para soñar.
Ojalá sean muchos los Braian Toledo que florezcan en este mundo.
* Braian Toledo entregó este texto en enero de 2020.
El árbol de la vida
Dolía. Claro que dolía. Pero la verdad es que no podía parar, porque lo único que quería era seguir jugando al fútbol con mis amigos. No recuerdo bien. Creo que tendría unos doce o trece años cuando mi vieja, Rosa, me pidió que sacara un árbol que teníamos en el patio. El árbol, un sauce verde, estaba levantando el piso de material de la casilla donde vivíamos en Marcos Paz, y yo era el único candidato para hacer el trabajo. Mi vieja estaba todo el día afuera laburando y mi hermana Débora era una niña.
Con pocas ganas y muchas obligaciones, agarré un machete, un hacha y una pala. No sé si fue por el desgano, o por otra cosa, pero sacar aquel sauce verde me resultó mucho más complicado de lo que esperaba. Llevaba como una semana tratando de tirar el árbol siguiendo las claras instrucciones que me había dado mi mamá: “Con el machete cortás las raíces finas, con el hacha las más gruesas y con la pala vas cavando”. Pero perdí la paciencia. Mucho la perdí. Como esas veces en las que no hay vuelta atrás. Tanto la perdí, para que de verdad me crean, que hice que la pala, que era pesadísima, siguiera de largo y mi mano se clavara en la pata de una parrilla oxidada y en desuso que teníamos tirada por ahí en el fondo. Pero, por más fastidioso y entregado que estuviera, tenía que seguir por la única e insustituible razón de que era algo que me había pedido mi mamá.
Yo lo que quería hacer todos los días y sin cansancio, era jugar a la pelota. No importaba si llovía y la cancha se embarraba o si éramos tan pocos que no armábamos ni dos equipos. Yo quería correr y pegarle a la pelota. Pero mi mamá había sido muy clara e inflexible en lo que me había dicho: no lo podía hacer hasta que no terminase con el árbol. Por eso, con la única motivación de sacar la pelota y correr, le seguí dando con la mano y el brazo ensangrentados, hasta que apareció mi tío Antonio, que vivía al lado, y me frenó para devolverme a la realidad: “¿Qué hacés, Braian? ¿Estás loco?”, me dijo e hizo que mi vieja me llevara de manera urgente al hospital más cercano. Una locura lo que había hecho. Era tan irrefrenable mi deseo de terminar para librarme de la tarea de mi vieja, para poder ir a jugar a la pelota, que la adrenalina no me había permitido dimensionar que se me veían los tendones de lo profunda que era la herida.
Lógicamente, fuimos al hospital y, mientras me cosían, recuerdo que mi mamá tuvo un gesto amoroso: me agarró la mano para hacerme saber que estaba ahí conmigo. También pienso a la distancia que, a su manera, me pedía disculpas por aquella locura de hacer talar un árbol a un chico de doce años. Después de aquella ida al hospital, me recuperé y terminé el trabajo con la ayuda de mis amigos, que no solo me ayudaron porque eran mis amigos, sino porque ellos también querían que yo volviera a jugar a la pelota.
Y así, con la mano lesionada y con una cantidad impresionante de puntos, es que se me presentó mi primera competencia con resultados positivos en el lanzamiento de jabalina. Eran los Torneos Bonaerenses, esos Juegos que tienen que ver con muchos de los deportistas que después competimos representando al país. Hice todo el camino. Gané primero la etapa local en Marcos Paz, después la regional como representante de mi municipio y cuando me quise dar cuenta, ya estaba compitiendo en las finales en Mar del Plata. Por suerte, o por destreza, volví a ganar, y así logré mi pasaje para competir en el Sudamericano escolar de Coquimbo, Chile. Pero esa es otra historia. Con seguridad, un punto de inflexión en mi carrera como deportista.
A veces el talento te encuentra sin que lo busques. O al menos eso pienso yo. Jamás hubiera imaginado durante mi infancia en Marcos Paz una vida ligada a la jabalina. Mi situación —y la de mi familia— era precaria, pero yo no lo sabía. Cuando la vivís en carne propia, cuando es lo normal cada día, naturalizás la pobreza porque no conocés otro contexto que no sea ese. Yo ni siquiera sabía que existía esa palabra para calificar el estado en el que vivíamos. Nací en Quilmes, viví los primeros años en el fondo de la casa de mi abuela paterna. Pero mi mamá sentía que para crecer era necesario irnos de ahí. Y nos llevó a mi hermana y a mí a Marcos Paz, donde tenía un hermano, que, como ella, había llegado desde Formosa hacía tantos años que ni ella se acordaba.
La mente me lleva a esos tiempos en los que hacíamos una comida diaria en el colegio, de donde traíamos sobras a casa con la complicidad de la portera, la siempre amorosa Elba. No teníamos baño, usábamos el de mi tío, que era vecino nuestro. Y yo iba creciendo tan rápido que dormía en un colchón sobre el piso, porque no había cama donde cupiera mi cuerpo. Los días de lluvia y con el piso mojado los pasaba parado o sentado, sin dormir. Y, como decía, mi mayor preocupación no era estar en ese contexto, sino que, por ese entonces, pasaba por jugar a la pelota con mis amigos en la canchita de la esquina de casa. Todo eso para mí era normal y estaba bien. Tuve una infancia hermosa. No sobraba nada, pero tampoco faltaba nada.
O eso pensaba, hasta que encontré a mi mamá llorando porque no sabía qué nos iba a dar de comer en los próximos días. Ahí entendí que éramos pobres. En ese momento, a mis 9 años, me juré ayudarla y, para lograrlo, intenté ser siempre el mejor en todo. Y cuando digo en todo hablo en serio de “en todo”. Completaba las tareas de mis compañeros, les hacía dibujos y, a cambio, recibía unas monedas que servían para ir al almacén del barrio a comprar pan, azúcar y yerba. Mi mamá me retaba porque me decía que no era mi responsabilidad, pero yo sentía alivio por colaborar con algo. Me planteaba que yo tenía que estudiar, y que ella se ocupaba de lo otro. Pero yo quería ser el mejor en todo porque creía que así podría ayudar a mi familia. Jugaba al fútbol y quería ser el mejor para ayudarlos a ellos. Dibujaba y quería ser el mejor para ayudarlos a ellos. Estudiaba y quería destacarme para en un futuro poder ayudarlos a ellos. Mi atención estaba totalmente puesta en destacarme en cualquier cosa que hiciera. Y en esas estaba cuando, jugando en un campito con amigos, se me cruzó la jabalina, ese elemento que me acompañó desde ese día. Creo que soy un afortunado. Hay gente que pasa su vida y se muere sin conocer su talento. Y yo, en esa situación, en Marcos Paz, me topé con una actividad que me dio satisfacciones impensadas, que me hizo descubrir el mundo, que me llevó a empujar mis límites y, sobre todo, a sentir, con lo difícil que es eso. Porque me hizo sentir de todo: alegrías, desilusiones, como nunca antes había sentido.
Como ese viaje que hice a los catorce años a Chile. La primera vez, de muchas, en que puse los pies en un avión, y la primera vez fuera de Argentina. De Marcos Paz al mundo. Iba liderando la competencia y me sentía genial. Pero así como yo siempre intenté ser el mejor, también quería ayudar a los demás a que explotaran su potencial. Empecé a corregir a mis rivales, a darles consejos: “Subí el codo, poné el cuerpo así, incliná la jabalina”. Y poco a poco me fueron pasando todos en la tabla de posiciones. Quedé cuarto, no subí al podio y tampoco salí en ninguna foto. Pero esa derrota fue uno de mis mayores triunfos. Cuando me bajé del avión de regreso a casa, miré a Gustavo, mi entrenador, y le dije: “Quiero entrenarme todo lo que haga falta para que nadie me vuelva a ganar”.
Y aunque a veces dolía, como cuando mi mamá me pidió mover aquel árbol, siempre lo hice.
SEGUIR LEYENDO