Un sueño colonizador
Prólogo
En enero de 1866 un vapor con treinta y cuatro jóvenes pasajeras navegó desde el puerto de Nueva York hasta el de Seattle, ubicado en el extremo oeste de Estados Unidos, sobre el Pacífico, en una travesía que duró tres meses y medio, ya que el único paso entonces era el Cabo de Hornos, en el hemisferio sur. Las viajeras, todas en “edad matrimonial” y de “carácter intachable”, emigraron protegidas por el gobierno, que con ánimo de poblar el salvaje oeste les prometió trabajo como maestras apenas llegaran. Un reportero del New York Times acompañó al contingente para escribir la crónica de los acontecimientos. El artículo se publicó cinco semanas después del desembarco, e incluyó una lista de los casamientos celebrados hasta ese día. Según el historiador Julio Crespo, que escribió un excelente libro sobre el tema, es posible que este viaje haya servido de inspiración al proyecto argentino.
En 1901, setenta muchachas cubanas viajaron desde La Habana hasta la Escuela Normal de New Paltz, en el estado de Nueva York, para formarse como maestras. La directora del Anexo Cubano de la escuela de New Paltz fue la estadounidense Clara Armstrong, que en 1878 había fundado la Escuela Normal de Catamarca, en el norte de la Argentina.
Entre 1869 y 1898 el gobierno argentino contrató a sesenta y una maestras estadounidenses —probablemente viajaron nueve más que no están registradas de modo formal—para trabajar en escuelas normales del interior del país, en muchos casos para fundarlas y, en ocasiones, para ayudar a construirlas. O para defenderlas, cuando se convirtieron en fortines sitiados durante las luchas sangrientas que agitaban la región. Muchas cumplieron los contratos de dos o tres años y regresaron a su país; otras se afincaron en la Argentina, casadas o no; dos de ellas se establecieron como pareja en la provincia de Mendoza durante cincuenta y tres años; ninguna se casó con un argentino. En su mayoría cumplieron con los requisitos pedidos por Domingo Faustino Sarmiento, el impulsor del proyecto: eran solteras, “de aspecto atractivo, maestras normales, jóvenes pero con experiencia docente, de buena familia, conducta y morales irreprochables y, en lo posible, entusiastas y que hicieran gimnasia”.
Excéntrico en todos los sentidos posibles, de nariz achatada y labios gruesos, orejas sobresalientes y con un aspecto general alejado de cualquier idea de belleza, provinciano, vehemente, colérico, escritor genial, Sarmiento era autodidacta por conversión desde que intentó, sin lograrlo, entrar al colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires. Aprendió griego, latín y francés con un tío clérigo y a los veinte años, en Chile, tuvo una hija con una alumna de diecisiete. La madre se desentendió de la niña y él la tomó bajo su cuidado, le dio su apellido y la llevó a San Juan, para que la criaran su madre y sus hermanas. A los treinta y cuatro años había fundado varias escuelas en Chile y la Argentina y un periódico desde el que lanzaba diatribas al gobierno central, sobre todo a las masas gauchas e indígenas, a las que llamaba la barbarie. Desde muy joven rumiaba varias obsesiones mesiánicas. Una de ellas era unir en una gran confederación a los estados argentino, paraguayo y uruguayo. La capital sería Argirópolis, una ciudad utópica emplazada en la isla Martín García, en ese tiempo en manos de Francia. Otra era cambiar el sistema educativo rioplatense. El 28 de octubre de 1845, exiliado en Chile por el gobierno de Juan Manuel de Rosas, partió hacia España con el encargo del ministro chileno de Instrucción de estudiar los sistemas educativos de distintos países europeos.
Las ciudades de Europa lo decepcionaron: “He visto sus millones de campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser contados entre los hombres, la costra de mugre que cubre sus cuerpos, los harapos y andrajos de que visten…”. Ya hacia el final del viaje, en Londres, encontró unos escritos del pedagogo estadounidense Horace Mann. Así descubrió al gran reformador de su tiempo, el hombre que había aplicado en las escuelas públicas de su país las nuevas teorías pedagógicas del suizo Johann Heinrich Pestalozzi. Varado en Liverpool, con pocos recursos, se embarcó rumbo a Estados Unidos en el Montezuma, “un rápido velero que hubiera hecho once nudos con la más leve brisa”, para entrevistarse con Mann.
Durante dos meses viajó en trenes, barcos y diligencias por veintiún estados y una parte de Canadá, una recorrida que registró en una bitácora de viaje alucinada: “Veinte millones de habitantes, todos educados, leyendo, escribiendo y gozando de derechos políticos”. Su exaltación le impidió tomar nota de la pobreza del sur, del analfabetismo, de la cuestión de la esclavitud, de la guerra contra México, en la que Estados Unidos se había apropiado de más de la mitad del territorio vecino. Viajó desde Nueva York hasta Boston haciendo un rodeo desmedido, de más de mil kilómetros hacia Búfalo, en el noroeste, para conocer las cataratas del Niágara y los lagos de Ontario, donde albergó “el secreto deseo de quedarme por ahí a vivir para siempre, hacerme yankee”.
Aunque el país entero lo fascinó, Nueva Inglaterra fue su “patria de pensamiento”. Boston vivía en ese entonces una especie de siglo de las luces; era el centro cultural más sofisticado de la nueva nación, vecino de la Universidad de Harvard y del foco de filósofos de Concord. El pensamiento de Margaret Fuller, figura destacada entre los trascendentalistas y precursora del feminismo moderno, postulaba una definición del papel de la mujer que tuvo una notable influencia en la personalidad literaria de Jo March, la heroína de Mujercitas. El padre de Louisa May Alcott, su autora, pertenecía al cenáculo de filósofos que había florecido en Boston en 1830 alrededor de Ralph Waldo Emerson. Con su estilo desmesurado y florido Sarmiento describió Boston, el “santuario de mi peregrinación” —ya que allí vivía Horace Mann—, como “la reina de las escuelas de enseñanza primaria”, “la ciudad puritana, la Menfis de la civilización yankee”.
Horace Mann recibió al argentino en su casa, donde transcurrieron dos días de conversaciones que terminaron con la visita de Sarmiento, escoltado por la señora Mann, a la Escuela Normal de Lexington. Allí, escribió luego Sarmiento, “no sin asombro vi mujeres que pagaban una pensión por estudiar matemáticas, química, botánica y anatomía, como ramas complementarias de su educación. Eran niñas pobres que tomaban dinero anticipado para costear su educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las escuelas como maestras; y como los salarios que se pagan son subidos, el negocio era seguro i lucrativo para los prestamistas”.
En esos años secretario del Consejo de Educación de Massachusetts, Mann era el gran innovador de la educación primaria de Estados Unidos. Se contaba que había cerrado su despacho de abogado con la máxima “que mi cliente sea la próxima generación”. Reformador y político, formulaba la importancia de la educación en el crecimiento económico y la necesidad de impartir conocimientos prácticos en beneficio de la comunidad. Formidable credo para una nación capitalista en ciernes. Mann había logrado que el Estado se comprometiera a garantizar el acceso a la educación de todos los niños al margen de las religiones y proporcionó a Sarmiento uno de los principales argumentos para contratar maestras al resaltar la especial habilidad femenina para instruir a los niños pequeños. Un motivo secundario para el argentino, aunque fundamental, fue que las mujeres cobraban salarios más bajos que los hombres, por la misma tarea.
Quince años mayor, Horace Mann había tenido una infancia y adolescencia pobres y una educación autodidacta, como Sarmiento, aunque luego pudo hacer unos cursos en la Universidad Brown y en la escuela de leyes de Litchfield. Se había casado en 1830, muy enamorado, con la hija del presidente de su universidad, pero ella murió de tuberculosis dos años después. Viudo y parece que muy desdichado, se instaló en Boston, muy cerca de las tres hermanas Peabody, hermosas e inteligentes, estampas vívidas de la nueva generación de mujeres estadounidenses. La mayor, Elizabeth, sería retratada en la novela Las bostonianas, de Henry James, como la señorita Birdseye. Si el personaje de Henry James sugiere un rechazo por la heterosexualidad, la Elizabeth Peabody real fue una militante antiesclavista, defensora de los derechos de la mujer y una innovadora en el campo de la pedagogía. Nunca se casó. Políglota, cultísima, se hizo célebre como impulsora de los jardines de infantes de Estados Unidos. La segunda, Mary, considerada la belleza de la familia, al conocer al joven viudo Horace Mann se enamoró de inmediato, pero él tardó diez años en corresponderla. Las dos hermanas compartían la dirección de una escuela en Boston, que Mary dejó para viajar a Cuba como institutriz, donde trabajó dos años y aprendió castellano. Luego de casarse con Mann escribió varios ensayos y una novela social, Juanita. La menor de las Peabody, Sophia, pintora, escultora y escritora, se casó con Nathaniel Hawthorne, que recién comenzaba su carrera de escritor. Todas las Peabody eran amigas de Emerson y del círculo de Concord, que incluía a Henry Thoreau y a Bronson Alcott. Los Hawthorne eran amigos y vecinos de los Alcott, a los que compraron Hillside, una casita de madera situada junto a Orchard House, el hogar que inspiró Mujercitas.
Mann y Sarmiento ya no volvieron a verse. En cambio, el sanjuanino retomó el contacto con Mary Mann cuando regresó a Estados Unidos en mayo de 1865, veinte años después de su primer viaje. Viuda desde hacía seis años, Mary Mann se había instalado en Concord con sus hijos y con su hermana Elizabeth, muy cerca de los Alcott. Si Sarmiento hubiera viajado diez años antes, no tengo dudas de que la señora Mann habría postulado para el proyecto a Louisa May Alcott, la inteligente hija de sus amigos. Pero en 1865 Louisa tenía treinta y tres años y ya era una escritora reconocida, a punto de dejar Orchard House para viajar a Europa. Decidida a apoyar el proyecto pedagógico de Sarmiento como si fuera propio, la señora Mann organizó una cena en su casa para que el argentino conociera a Emerson, lector de Facundo. Civilización o barbarie por su intermedio. En Cambridge le presentó al poeta Henry W. Longfellow, que hablaba castellano, y al astrónomo Benjamin Gould, amigo de Humboldt, figura muy importante para los planes sarmientinos, ya que en 1870 viajaría a Córdoba con su familia para crear el Observatorio Astronómico.
Si Sarmiento había hecho el viaje anterior con treinta y cuatro años, ahora tenía cincuenta y cuatro no menos impetuosos y el cargo de Ministro Plenipotenciario de la Argentina, el más alto puesto diplomático de ese momento. La Guerra de Secesión acababa de terminar, el presidente Lincoln había muerto asesinado, el país al que había llegado ya no era el mismo, había un brío extraordinario por reedificar la nación. El Freedmen’s Bureau, entre otros grupos, se ocupaba de mandar maestras al sur para civilizar a los esclavos libertos y a la población blanca de pobres recursos. Sarmiento pudo haberse inspirado en sus programas:
“Cuando en los Estados Unidos los primeros estadistas me preguntaban algo sobre mi país, yo con dolor les contestaba que nuestra situación era igual a la de los estados del sur. Allí, como entre nosotros, la sociedad está dividida entre aristócratas, que son los ricos, los que tienen la tierra y ocupan el poder, y por whites, como allí les llaman a los blancos pobres… que no tienen fortuna, ni quieren instruirse y forman la clase que se llama la ‘canalla’”8. Su discurso en la sociedad histórica de Rhode Island poco después de llegar da cuenta de este plan: “El gobernador Andrew ha mandado ya seiscientas maestras al territorio de Washington, para prepararlo a llevar la toga del Estado. Esta es la forma última de la propagación de los principios del Evangelio, unidos con la libertad y el trabajo libre. Esto es lo que la América del Sur necesita y aceptaría”.
La amistad entre Sarmiento y Mary Mann, aunque solo se vieron cinco veces mientras él fue ministro, fue muy cercana. Ella tradujo al inglés Facundo y Recuerdos de provincia, y fue motor y vehículo para el viaje de las maestras estadounidenses al sur del continente. Según Barry Velleman, estudioso de su correspondencia, llegaron a una intimidad que admitía que ella le diera instrucciones para lavarse las orejas o consejos sobre la ropa interior más apropiada en el invierno de Nueva Inglaterra. Aunque Mary Mann era solo seis años mayor, los intentos de Sarmiento por recalcar el carácter filial de su relación “sugieren un acuerdo silencioso para diluir cualquier posible energía sexual”. Fue la señora Mann, no Sarmiento, quien mencionó por primera vez el posible envío de estadounidenses a la Argentina, aunque no se trataba de maestros. Le propuso como candidato al señor Charles Babcock, de Salem, “un hombre de color muy inteligente y muy bien educado, que desea emigrar a un país más cálido donde el color no sea un criterio de respetabilidad tan importante como es aquí, ya que a pesar del maravilloso cambio del sentimiento público en relación con las razas de color, todavía sufren penosamente desde un punto de vista social. Creo que el señor Babcock no lleva sangre africana en sus venas —desciende de los indios Narrangansett de Massachusetts, ahora una raza mestiza—, y varios de sus amigos así como otros de raza de color piensan emigrar con él, a algún lugar donde exista el voto libre para todos. ¿Es así allí? Julio 22, 1865”.
Es difícil imaginar a Sarmiento alentando la acogida de un descendiente de la tribu Narrangansett, y menos aún de “varios de sus amigos así como otros de raza de color”, aunque el plan Babcock no dejaba de ser una posibilidad interesante para la política inmigratoria que necesitaba el Cono Sur. El 25 de noviembre de 1876 escribiría en El Nacional: “Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”. En octubre de 1868, en otra carta, la señora Mann le sugirió que la educadora Juana Manso, que planeaba viajar a Estados Unidos, llevara con ella a una estudiante argentina: “Una joven inteligente e instruida que pueda seguir el curso de entrenamiento normal” para maestras de jardín de infantes. Era un curso de seis meses, con prácticas incluidas, con un costo de cien dólares en total, menos del sueldo mensual que el Estado argentino les pagó a las maestras estadounidenses. La señora Mann ofrecía la posibilidad de que la joven pudiera ser recibida como pensionista en algún hogar o colegio.
¿Por qué Sarmiento no optó por ninguna de estas alternativas? Es cierto que los programas que le proponía la señora Mann o los que más adelante se implementaron en Cuba habrían aniquilado el ideal en cierto modo colonizador que parecía agitar, en lo más íntimo, su colosal empresa. Sus expectativas de cimentar un país inserto en la modernidad iban mucho más allá. Él aspiraba al desarrollo de una nación cuya inmensidad territorial aún debía ser integrada al sistema capitalista. Ya no pensaba en Argirópolis y en una confederación de estados del sur, como años antes; la articulación de las culturas autóctonas había trocado en un sueño colonizador: “Imajinese lo que seria un centro luminoso en el interior, una colonia norteamericana, en San Juan, produciendo plata, i cereales, i educando al pueblo”, le escribió a la señora Mann el 15 de enero de 1865.
La campaña de reclutamiento de maestras no era sencilla, pese a la intensa correspondencia que la señora Mann mantenía con universidades y escuelas y a la difusión que hacía Sarmiento en las conferencias y reuniones a las que asistía como diplomático. El 22 de mayo de 1867, eufórico, escribió a Mary Mann: “Una señorita, linda, joven, y sabiendo un poco de castellano se me presenta solicitando ir a Buenos Aires a enseñar, en lo que dice haberse ejercitado, en ejercicios calisténicos… Creo que su beldad serviría de ese charlatanerismo, necesario para provocar la atención”. Para bien o para mal Ida Wickersham, que carecía de título, no viajó a la Argentina. Casada con un médico del que se divorció mucho después, en 1877, era la profesora particular de inglés de Sarmiento y también su amante. Él le regaló joyas y un vestido rojo de raso y encajes, confeccionado en París, pero el romance terminó con la misión diplomática. Por su parte, las cartas coquetas y frívolas de Ida Wickersham no parecen concordar con el ideal de mujer de Sarmiento, más cercano a su amiga Mary Mann y a Kate Newell Doggett, una reformadora social de la alta sociedad de Chicago que contribuyó a la causa: “Mis amigas Mann y Doggett son, á mi juicio, el tipo de la mujer futura del mundo, con el ferro-carril y el vapor atados á su puerta por vehículos, el mundo por barrio, la humanidad por vecinos y amigos, trabajando, dando ciudadanos á la patria, escribiendo, enseñando…”. En el precioso diario de viaje que dedicó a Aurelia Vélez Sársfield durante su regreso a la Argentina, Sarmiento describió a Ida Wickersham como “la mujer más mujer que he conocido”, esbelta y pálida, con una belleza de reina, y a las circunstancias que lo llevaron a ella como “cierta fatalidad feliz”. En la última carta de la señora Wickersham que se conserva, de 1882, ella se quejaba de un silencio de cinco años de su amante.
La calistenia que proponía Ida Wickersham era una práctica de entrenamiento que solía aplicarse en las nuevas escuelas normales del norte de Estados Unidos. En el seminario de Lexington adonde la señora Mann lo había llevado en su primer viaje, Sarmiento había observado a veinticinco muchachas haciendo gimnasia y enfatizaba la utilidad de los ejercicios físicos “para enseñar a nuestras criollas, tan acostumbradas a estar inmóviles, asistidas por su servidumbre, a usar su cuerpo al modo de los griegos, valorizándolo y glorificándolo”. Las conferencias en Buenos Aires de la gran reformista Juana Manso incluían, entre otros ejercicios, clases de gimnasia, una exhibición que se consideraba inmoral. Ante la falta de postulantes mujeres, en junio de 1867 fueron enviados a la Argentina dos maestros del círculo de Mary Mann. Se trataba del doctor Foster Thayer, que había intervenido como médico en la Guerra Civil, y de Storrow Higginson, capellán de la Infantería de Color durante la guerra, egresado de Harvard y prometido de Una Hawthorne, hija de Sophia Peabody y sobrina de Mary Mann. Para desazón de Sarmiento, los jóvenes no fueron bien recibidos en Buenos Aires y el proyecto se frustró. Storrow Higginson asumió el rectorado del Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, pero tuvo que resignarlo luego del asesinato del gobernador Justo José de Urquiza en 1870, cuando el colegio se transformó en un campo de batalla. De vuelta en Buenos Aires, Higginson rompió su compromiso con Una Hawthorne y se casó con una muchacha argentina. Sin embargo, el catolicismo de la novia y el protestantismo del novio se convirtieron en impedimentos insalvables hasta que al año siguiente, ya en Estados Unidos, el matrimonio se disolvió. Una Hawthorne emigró a Inglaterra, donde dirigió un pequeño orfanato. Nunca se casó.
En una carta de abril de 1866 Sarmiento comunicaba a Mary Mann las condiciones que había acordado con el gobierno argentino: contratos por dos o tres años; las maestras podrían abrir cursos públicos o clases particulares además de sus cargos en las escuelas; los salarios oscilarían entre cien y ciento noventa pesos oro o pesos fuertes para directoras o docentes avanzadas; se crearían escuelas normales y también escuelas primarias llamadas modelo o de aplicación para que los aspirantes a maestros hicieran sus prácticas.
En cuanto a los costos del viaje, hubo que hacer varios reajustes. Las travesías de setenta y cinco días en transatlántico, por su lentitud, resultaban excesivamente caras para el gobierno, ya que los salarios se pagaban desde el embarque en Estados Unidos. Sarmiento entonces ideó un itinerario más corto: un buque de Nueva York a Liverpool, y desde allí un paquebote hasta Buenos Aires. Esta combinación resultaba más barata, aun pagando la tarifa de primera clase, ya que el viaje duraba aproximadamente un mes. El contrato incluía los seiscientos dólares del viaje de ida y vuelta en primera clase.
Si bien los sueldos sumaban más del doble de lo que cobraban las maestras de Seattle cuando los contratos se hicieron en pesos oro, disminuyeron cuando este bajó. Al usarse el peso moneda nacional, la situación empeoró, más allá de que los pagos con frecuencia se atrasaban. Las maestras extranjeras se quejaban de que el costo de vida en la Argentina era igual o a veces superior al de Estados Unidos, con un nivel de calidad que consideraban inferior. La señorita Elizabeth Coolidge, que trabajó en la Escuela Normal de Rosario en 1879, observó que “los buenos maestros eran a menudo desplazados para dar lugar a protegidos políticos con poca o ninguna preparación”. Pero las maestras descalzas, como se solía llamar a las docentes argentinas, también tenían razones para protestar. En su exhaustivo libro sobre la Escuela Normal de Paraná, Sara Figueroa reporta que los profesores locales de anatomía, francés, música y dibujo cobraban entre treinta y cincuenta pesos de sueldo. Este contraste entre los salarios de argentinos y extranjeros derivó en fuertes desacuerdos, personales y políticos. Pero no solo los salarios provocaban suspicacias entre uno y otro sector. El protestantismo de la mayoría de las maestras estadounidenses tuvo una pésima acogida en la Iglesia católica argentina. Los conflictos en esta área, que culminaron con una ruptura de relaciones con el Vaticano, involucraron directamente a las maestras extranjeras.
Se contemplaba, además, que durante los primeros cuatro meses las recién llegadas recibieran un entrenamiento intensivo en el idioma. Al leer algunas cartas de las maestras descubrí que muchas ignoraban, antes de viajar, que debían dictar sus clases en castellano. Cuando lo supieron, se preguntaron cómo irían a enseñar pedagogía en un idioma que desconocían. La maestra Jennie Howard comentó con mordacidad en sus memorias: “El Ministro de Educación tenía por lo visto gran fe en la capacidad de las mujeres americanas al enviarlas, después de cuatro meses de estudio del idioma, a lejanos rincones de la república, donde el inglés en la mayoría de los casos era rara vez oído… Con el castellano que las maestras podían manejar entonces, se esperaba que llevasen no solo la tarea de organizar y administrar las escuelas normales, sino también la enseñanza de las materias más importantes relacionadas con la profesión de maestro, como psicología, metodología y ciencias de la educación, y que corrieran además con toda la correspondencia oficial con el gobierno”. En esta fisura se ubica uno de los desajustes más visibles del proyecto sarmientino, o una de sus paradojas. En la práctica, las materias que empezaron a impartir las maestras extranjeras durante sus primeros años fueron gimnasia, música, francés o economía doméstica, las menos exigentes en términos idiomáticos.
Sarmiento resaltaba, tal vez con un ánimo matrimonial que no se vio recompensado, los importantes vínculos que podrían establecer las extranjeras en la Argentina: “La situación social que ocuparán será tan distinguida y sin mala interpretación me atrevo a decir mejor que aquí [Estados Unidos], por el prestigio que las acompañaría de ir tan poderosamente recomendadas, ser norteamericanas, y personas de saber. Sus relaciones serían pues, las primeras familias del país”. Por provinciano, o por pobre, se equivocó. La aristocracia local nunca consideró a las extranjeras más que como unas honorables institutrices. Con todo el respeto del que las investían sus cargos pedagógicos, su sabiduría y en particular su nacionalidad, las maestras no lograron integrarse en las familias patricias.
En 1867, durante una cena de honor en la Universidad de Wisconsin, en Chicago, Sarmiento conoció a una inteligente y atractiva maestra de veintitrés años que hablaba castellano. Un año y medio más tarde, Mary Gorman viajaba hacia la Argentina, con la misión de dirigir la nueva Escuela Normal de San Juan. A su llegada en 1869, Mary Gorman se encontró con una Buenos Aires en esa instancia un poco imprecisa, como señala la historiadora Francis Korn, en que pasó de ser “un poblado muy chato y cuadrado” a “la que en muchos aspectos es la ciudad más importante del hemisferio sur”. Las manzanas de casas bajas de la capital ya dejaban ver algunas casas de altos, los frentes seguían siendo austeros, con las rejas en las ventanas al estilo español. En las calles estaba llegando la gran modernización de la luz a gas, pero aún no se había construido un puerto. Los grandes barcos debían atracar a veinte o treinta kilómetros de la tierra para no encallar en las aguas poco profundas, las maestras debían subirse a unas inestables falúas o barcazas para llegar hasta el muelle, y los días de poca agua a unas carretas tiradas por bueyes que las “arrastraban por el barro”. El muelle no era más que un espigón de madera de trescientos metros de largo que llegaba al edificio de la Aduana.
Cuando la señorita Gorman tomara la diligencia hacia San Juan, como estaba previsto, se vería frente a un paisaje mucho menos amable. Pese a las aspiraciones de Sarmiento, el interior estaba alzado en armas. La Guerra de la Triple Alianza, que unió a la Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay entre 1864 y 1870, insumía costos enormes y había alimentado una oposición furiosa en el litoral y en el norte. El levantamiento del caudillo Ricardo López Jordán y el asesinato de Urquiza, ocurridos en 1870, en la misma semana en que otras tres maestras estadounidenses estaban a punto de tomar la diligencia rumbo a San Juan, sintetizan las contradicciones del país. En 1868 la Argentina tenía una población de casi dos millones de habitantes, de los que solo trescientos sesenta mil sabían leer. La proporción entre los quinientos médicos y los mil curanderos revela el desarrollo desigual y combinado, distorsionado y pujante que convivía en el territorio.
El 16 de agosto de 1868, mientras navegaba de regreso a la Argentina después de tres años en el exterior (“los tres años más felices de mi vida”), Sarmiento fue proclamado presidente. Buenos Aires lo recibió con júbilo, pero los viejos conflictos entre los federales del interior y los unitarios porteños habían recrudecido con los nuevos enfrentamientos, a los que él no era ni sería en absoluto ajeno. Antes de dejar su país Sarmiento había renunciado a la gobernación de San Juan, presionado por las fuerzas provinciales que lo acusaban del asesinato del caudillo Ángel “Chacho” Peñaloza, ocurrido el 12 de noviembre de 1863. La cabeza del Chacho había sido cortada y clavada en la punta de un poste en la plaza de Olta, en La Rioja, frente a su familia; su esposa, Victoria Romero, había sido obligada a barrer la Plaza Mayor atada con cadenas; se dijo que una de las orejas del Chacho había sido enviada en un sobre, como regalo, a Natal Luna, el dirigente liberal más importante de La Rioja. Una vez conocido el hecho, Sarmiento escribió al presidente Mitre: “No sé qué pensarán de la ejecución del Chacho, yo inspirado en los hombres pacíficos y honrados he aplaudido la medida precisamente por su forma, sin cortarle la cabeza al inveterado pícaro, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses”. Cuando Juan Bautista Alberdi le lanzó a Sarmiento su frase “Facundo es usted”, ¿no tenía cierta razón en acusarlo de encarnar la barbarie que pretendía combatir? Si bien no emigraron dos mil maestras, como aspiraba Sarmiento, las sesenta y una que llegaron al Cono Sur eran profesionales altamente calificadas excepto dos, que de todos modos tenían una excelente educación y conocían la pedagogía pestalozziana. Aunque viajaron muchas antes y después, en el año 1883 llegaron veintitrés mujeres, distribuidas en dos grupos. El primer embarque de nueve maestras, que trajo el buque Hevelius, también era llamado el grupo de Winona, porque la mayoría de las graduadas provenía de esa universidad, en el estado de Minnesota. El segundo, conocido como el contingente del Maskelyne, liderado por la señorita Clara Armstrong, trajo catorce. De todas las maestras, solo dos se casaron antes de terminar sus contratos. Treinta y seis continuaron enseñando cuando estos se terminaron, y veinte se quedaron trabajando hasta morir en la Argentina.
En términos estrictamente económicos, el proyecto sarmientino fue una catástrofe. Los gastos representaron el treinta por ciento del total de egresos del país y absorbieron el cuarenta y dos por ciento de los ingresos tributarios. Pero ¿en qué términos debería medirse? Para la gesta de Sarmiento, la construcción de la nación implicaba la difusión de la educación popular y de los valores de la que nombraba como civilización, la formación del ciudadano y su disciplinamiento. Tulio Halperin Donghi escribió sobre el “desgarrado” estilo político de Sarmiento, fundamental en el pasaje del pasado colonial a una definitiva estructuración de la patria. El proyecto de alfabetización sarmientino, con toda la violencia y el degüello que el pasaje de la oralidad al universo letrado arrastró, no dejó de significar una transformación cultural y una orientación hacia nuevos tipos de identidades sociales. En un sentido más general, la fundación de las escuelas normales fue decisiva a la hora de contabilizar el porcentaje de asistencia escolar de Iberoamérica. La llegada de las maestras estadounidenses profesionalizó, o consolidó, la enseñanza como instrumento de las mujeres para forjar su independencia. La impronta sarmientina de remover la cultura hispánica colonial, a la que consideraba un obstáculo para el progreso, se entroncó con el método Pestalozzi, cuya pedagogía no pudo ensamblarse con la tradición escolástica del catolicismo. La nueva pedagogía seguía el orden de la naturaleza del niño, incentivaba la exploración y la observación como métodos de aprendizaje e incorporaba el juego como elemento central para organizar experiencias. Eliminaba la memorización, los castigos corporales, promovía la enseñanza para ambos sexos y para todas las clases sociales, proponía escuelas de oficios para huérfanos y mendigos y postulaba a la educación como herramienta para erradicar la pobreza. Juana Manso, agente de la nueva corriente en el aparato del Estado argentino, insertó la lucha feminista en la búsqueda de un modelo de país. Ella entendía que la emancipación de la nación debía ser también la emancipación del intelecto de sus miembros, y entre ellos estaban incluidas las mujeres.
La mayoría de la información disponible sobre las maestras sarmientinas fue producida por la estadounidense Alice Houston Luiggi, que entre 1948 y 1952 entrevistó a las sobrevivientes, a sus alumnas, sus hijos y nietos en la Argentina y en Estados Unidos y mantuvo correspondencia con decenas de personas relacionadas con ellas. Luego de una investigación minuciosa e hiperbólica, en 1959 consiguió publicar en castellano el libro Sesenta y cinco valientes. Sarmiento y las maestras norteamericanas, por el minúsculo sello editorial Ágora. En 1965 salió la versión en inglés, 65 Valiants, publicada por University of Florida Press. Escrito con un tono anacrónico y encantador, desordenado, sentimental, carente de citas, el libro omite más de lo que su autora supone y, es probable que por pudor y discreción, comenta más de lo que informa.
El archivo con todas las entrevistas y cartas de la investigación fue cedido en 1864, un año después de su muerte, a la Universidad de Duke, donde permaneció adormilado sesenta años. En 2017, poco después de entregar a mi editorial una biografía sobre las hermanas Brontë, casi por accidente me encontré en la Universidad de Duke, un edifico gótico de Carolina del Norte. Allí descubrí los llamados Luiggi Papers, un archivo asombroso que desbordaba en todos los sentidos posibles las doscientas cuarenta y cinco páginas del libro de Luiggi, con un material dramático que parecía no tener límites. Entre otros documentos exquisitos, encontré el diario íntimo de la prima de veintiún años de las niñas Allyn, dos maestras procedentes de la helada Minnesota, que me reveló el nexo entre la abuela inglesa de Borges y las maestras de Paraná. Unas semanas después, en la biblioteca de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, encontré los cientos de cartas que las dos maestras más jóvenes, las únicas no graduadas, enviaron a su numerosa familia durante los tres años que trabajaron en San Juan. Las cartas de las hermanas Atkinson no habían sido vistas por Luiggi, de modo que me encontraba ante un material virgen, virgen de historiografía. A diferencia de los diarios íntimos de otras maestras, que parecían seguir algún modelo establecido de escritura, las Atkinson tenían estilo. El estilo de Sarah Atkinson, la mayor, es cientificista, generoso en los datos y parco en opiniones, contiene sucesos políticos y mucha información sobre la vida de la provincia. Las cartas y diarios de Florence Atkinson, de veinte años de edad y una marcada afición literaria, cuentan las vidas privadas, desde sus aventuras en la cubierta del transatlántico hasta el cruce de los Andes que hicieron a lomo de mula, con notable gracia. Las cartas de las chicas Atkinson revelan dos obsesiones: el pelo y la gordura. Se rapaban, confeccionaban pelucas, dejaban crecer las melenas, temían que les crecieran lacias. Su preocupación por engordar, la aflicción que sentían al bajar de peso, respondían a la moda de la época y también a la inquietud de la familia por la salud de Florence, que contrajo fiebre tifoidea poco después de llegar.
En la Argentina me encontré con estatuas, edificios, cementerios, con parasoles y vestidos relacionados con las maestras, con hijos y nietos de personas involucradas con ellas, con las indagaciones y algunos libros de los historiadores locales, con el hallazgo de la sobrina bisnieta de Sarmiento en San Juan. Gran parte de mi investigación transcurrió entre bóvedas y monumentos funerarios, mientras desempolvaba antiguas actas de defunción. Así, en un archivo del Cementerio de la Recoleta descubrí que Agnes Trégent, una maestra formidable que recitaba a los Poetas de los Lagos de memoria, había muerto de paretic neurosyphilis, la enfermedad maldita de la época. La verdadera causa de su muerte fue ocultada con prudencia, ya que podría haber acarreado un grave descrédito para el proyecto de Sarmiento.
Pero fueron las cartas de la maestra Mary Conway, corresponsal prolífica que con sus chismes lustró, o borroneó, las biografías de cada una de las compatriotas que conoció y también de las que oyó hablar, las que pusieron chispa y efervescencia a las historias. A partir de estas cartas Mary Conway se convirtió menos en un personaje histórico que en una fuente espléndida, malintencionada y precisa. No por nada la sobrina de Mary Conway, Helen Conway, cuando le prestó las cartas de su tía a la historiadora Luiggi, le pidió que no publicara “expresiones, opiniones, que son solo para información de la familia… Hay algunos párrafos que no deben, incluso hoy, ser públicos”. A oídas o desoídas del ruego de la sobrina, los párrafos que incluyó Luiggi en sus documentos son suficientes para convertir a Mary Conway en la voz más categórica para narrar la vida íntima de sus compatriotas.
Aunque esta edición incluye fichas biográficas de las sesenta y una que viajaron a la Argentina, solo conté las historias de unas veinte maestras: las más jóvenes, las grandes pedagogas, las aventureras. La bostoniana Jennie Howard describió las piedras y los escupitajos que recibió, con sus compañeras, durante los conflictos religiosos en Córdoba; las cartas de las hermanitas Atkinson narraron la rebelión contra el gobernador Anacleto Gil en San Juan; los reportes de Emma Caprile sobre los insurrectos de 1880, que le pidieron usar la Escuela Normal N° 1 de Buenos Aires como hospital, contaron las guerras civiles como nadie. En sus cartas familiares, entre las listas de pedidos que enumeraban cintas para sombreros y metros de algodón blanco para la menstruación, estas mujeres fueron escribiendo, con caligrafía inglesa y desigual, una historia posible de la patria bárbara. Este libro no es más que la transcripción, lo más fiel y meticulosa posible, de esos apuntes domésticos.
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