Martha Argerich cumple 80 años: retrato íntimo y pasional de la leyenda del piano

Un recorrido por la vida, los amores y los hitos de la carrera de la genial pianista argentina: la intensa y conflictiva relación con su madre, el vínculo con sus tres hijas y sus choques con el sistema de las celebridades. “Mi mamá es muy antidiva. A veces, creo que siente culpa por el talento que tiene”, dijo su hija Annie Dutoit a Infobae Cultura

(Archivo Teatro Colón)

Se la ve cansada. Recostada sobre una silla roja en una fila de sillas rojas, en el Auditorio de una de las salas del Concurso Chopin para Jóvenes Artistas. Martha Argerich es la jueza más importante. Es una leyenda que está sentada con el brazo derecho estirado sobre una segunda silla, piernas cruzadas, botas negras de gamuza gastada, pantalón gris, sweater negro. Cierra los ojos. Apenas inclina su cabeza hacia atrás, la cabellera gris algo eléctrica. Y súbitamente, pero en low, su brazo izquierdo se apoya sobre el pecho, como sosteniendo el corazón.

La melena Argerich destaca en casi todas las imágenes. Su cabellera tiene tanta reputación como sus manos y recuerda el Autorretrato de Leonora Carrington. Enseguida, baja el brazo izquierdo y el hechizo se fulmina cuando sacude migas inexistentes de su pantalón. Un ademán mundano pulveriza la leyenda: es ésta la eterna lucha de Martha. Martha Argerich es hoy una de las pianistas de música clásica más relevantes, famosas y singulares de la historia contemporánea. Y cumple 80 años.

En Buenos Aires se la espera, siempre se la espera. Están programados sus conciertos en el Teatro Colón para agosto próximo, pero será la pianista quien decidirá sobre la fecha si están dadas las condiciones para trasladarse desde Europa, pandemia mediante.

Nació en Buenos Aires el 5 de junio de 1941 y hace más de 70 que se presenta ante el público. Hoy está tan activa como siempre, con altibajos que forman el ritmo habitual de su vida.

Martha Argerich en Londres, en 1971 (Jeremy Fletcher/Redferns)

En mayo pasado visitó varios escenarios siempre con artistas a los que admira y que alterna con jóvenes valores a lo que siempre les da oportunidades. Hace poco le dijo a un periodista argentino que es fiel a su decisión de no tocar sola en el escenario, decisión que tomó hace mucho años. “Necesito un estímulo”, le confesó. Verla en solitario es poco habitual, aunque ahora vía streaming se dieron algunas oportunidades. Argerich tiene la tendencia a definirse como una no obsesiva del piano. “No toco todo el tiempo”, le dijo al conductor Cecilio Flemati. “Hay mucha soledad en la vida de los pianistas, porque nosotros podemos tocar solos. No soy maniática, pero siempre quiero que haya un piano alrededor para rascar un poquito, viste”.

Hace unas semanas tocó junto a su amigo Misha Maisky, el cellista, en Japón, donde la tratan como a una deidad. Su agenda no para, luego de una suspensión a raíz de la pandemia de coronavirus en la que aprovechó para “no hacer nada y ver televisión”, como le confesó a una de sus tres hijas, Annie. “Mis colegas estudian y yo estoy de lo más cómoda viendo televisión”. El despliegue de actividades, digitado por su representante de siempre Jacques Thelen, es cuidadosamente administrado para no rebasar el delicado equilibrio que sostiene su trajín profesional. “Viajo mucho y trabajo mucho”, le dice a Jacques “y estoy nerviosa”. Thelen la conoce a fondo y le da una explicación: “siempre te pasa cuando tocás Chopin”. “Necesito tranquilidad. Debe ser la edad”. La película documental que filmó su hija más chica Stéphanie, Bloody daughter (2012), muestra el diálogo y se adivina la exasperación contenida en la pianista, antes de un concierto. Las vacilaciones no parecen estar a la altura de su arte.

Para el pianista argentino Bruno Gelber, por ejemplo, que fue uno de sus compañeros de estudios desde pequeños, Martha “es un ser divino, etéreo e inasible. Es típicamente Géminis, un signo de aire, una persona cambiante, difícil de sostener en la tierra”. Para otro referente de la música académica internacional, difícil para el elogio, Martha Argerich es “una de las artistas más grandes que han existido. Tiene una facilidad única. También es única su intuición sonora. Uno se queda admirado de la velocidad de sus octavas y de sus pasajes y detrás de todo eso hay una musicalidad muy original. En los últimos años, tocando con ella, la pude admirar aún más”. Son palabras de Daniel Barenboim, con quien Argerich se presenta asiduamente. En el escenario, estos dos amigos semejan dos niños muy concentrados pero a la vez con la gran soltura que da la experiencia y un arte profundamente elaborado.

Daniel Barenboim y Argerich durante la presentación de 2016 en el Teatro Colón (Nicolás Stulberg)

Las imágenes de los fans en redes sociales, que siempre están atentos a los mohínes de Argerich, la muestran en todo tipo de situaciones. Nadie quiere perderse el espectáculo. Durante un Concurso del que fue Jurado, mueve la cabeza como si escuchara a Black Eyed Peas pero se trata de la Sonata para Piano número 3 de Prokofiev. Fue durante la Chopin Piano Competition para jóvenes artistas. Se la nota entregada serenamente a la música, aunque no se puede adivinar si le gusta o no lo que está escuchando. El día anterior había dado un breve e íntimo concierto, pero antes de sentarse frente al piano hizo un gesto sutil de desaprobación. ¿Será la marca del piano, un Shigeru Kawa y no el Steinway & Sons, la marca alemana a la que está vinculada como una “leyenda”? Los miles de fans inundaron las redes con conjeturas y preguntas. Fueron segundos de desasosiego para los organizadores, pero luego se sentó y atacó con una Partita de Bach. Martha es inflexible.

Bloody Daughter

Casi nada se sabe de la reacción de la célebre pianista argentina cuando en 2012 se estrenó la película de su hija menor, Bloody daughter, en la que se la ve en un hilvanado de secuencias íntimas de su vida cotidiana. Lo que sí se sabe es que Martha siempre fue pudorosa, low profile, incluso evasiva. “Mi mamá es muy antidiva”, dice su otra hija, la del medio, Annie Dutoit, hija también del célebre director suizo Charles Dutoit, con quien se presentará Argerich próximamente en el Colón.

Desde Arizona en Estados Unidos, Annie conversó con Infobae Cultura: “Mi madre no puede creer que tiene 80 años, es un poco surrealista. No parece que tuviera esa edad. Sigue tocando de manera increíble”. Y aclara “no le gustan ni las celebraciones ni los premios, siente que no es ella. Porque a veces la gente suele hablar por ella, por eso mantiene una cierta distancia”. En términos más íntimos, confiesa, “mi madre es a veces como una niña, tiene un lado muy tierno, pero a la vez yo no tenía una madre normal que te cuida todos los días. No podía porque también tenía una carrera y eso me produce mucha admiración. Es decir, el hecho de sostener una carrera, tres hijas, una familia y la presión de los conciertos. De esto me di cuenta después. Cuando era niña quería estar más tiempo con mi madre”. Annie es una doctora en Letras, que se alejó de la vida académica para volcarse a las artes escénicas. Adora Buenos Aires, donde vivió brevemente y donde estaba ensayando una obra sobre otra leyenda parangonable a su madre, Clara Schumann, para el Teatro San Martín. Pero la pandemia postergó el inminente estreno de 2020. “Recuerdo una mañana en Londres cuando mi madre se despertó (siempre estudia de noche y sin horarios preestablecidos), me hizo dos tostadas y me llevó hasta el bus de la escuela. Fue maravilloso, aún lo recuerdo”, dice Annie, que remata la evocación con una carcajada. “Para mí era una situación rara”.

Trailer de "Bloody Daughter", de Stéphanie Argerich

Argerich se rindió durante años ante la insistente cámara de Stephanie, hija que tuvo con el notable pianista Stephan Kovacevich, luego de que nacieran Lyda y Annie. En la película confiesa que se enamoró del músico al escucharlo tocar el Concierto número 4 de Beethoven. Con candor, en el relato en off, la hija sostiene que fue “el gran amor”. Lo que sucedió es una serie de desencuentros entre ambos, jóvenes, en los 70. El esplendor de la pareja y el enamoramiento primero, la infidelidad de Kovacevich, la desesperación de Martha y luego un segundo período de sosiego casi marital durante el que quedó embarazada. La película, que pone de manifiesto ternura y curiosidad, no es un retrato de la madre. Tampoco una investigación periodística sobre su deslumbrante carrera. Es un seguimiento pormenorizado y amoroso que se llevó a cabo durante varios años, que revela algo del lado opacado de Martha que todos quieren conocer.

Soy la hija de una diosa, mi madre es un ser sobrenatural”, dice con total naturalidad Stéphanie en el film. En algunos fotogramas aparece la figura central en la vida de Martha, que es su madre, Juana Heller. Casi en la penumbra de una grabación que seguramente realizó una muy joven Stephanie, aparece la mater familiae, la mujer intransigente que intentó dirigir la carrera de su hija durante décadas, y por cierto que en parte lo logró.

Bloody Mother y Perón

Juanita fue una mujer incansable. En 1953 consiguió una entrevista con el entonces presidente Juan Domingo Perón ,que le abrió el pasaporte a la niña Argerich para estudiar con el enorme Friedrich Gulda. Cuando madre e hija conocieron personalmente a Gulda, la niña de 11 años se negó a tocar para él, aunque lo admiraba intensamente. En el invierno europeo del 55 los Argerich se trasladaron a Viena y allí Martha estudió con el pianista. Habían logrado instalarse en la capital austríaca a través de un salvoconducto artístico, digámoslo así, que les proveyó Perón. Juanita logró el encuentro tras varias negociaciones de diversa índole. Finalmente fueron recibidas por el General. En ese encuentro, Perón lanzó la mítica frase -para la grey de los seguidores de Argerich-. “¿Y dónde querés ir a estudiar, ñatita?”.

Sin dudar, la niña le dijo “A Viena”. Europa y no Estados Unidos era un destino más amable para Perón, que le guiñó un ojo. El jefe de Estado apuró los trámites y dispuso que la familia Argerich se trasladara a la capital austríaca. Los padres trabajaban en la embajada argentina. Y Martha voló en el piano junto a Gulda, un maestro apóstata, amante del jazz, crítico de las vidrieras musicales europeas. Gulda no sentía aprecio por el mundo de los concertistas. Decía que sólo hacía falta “un poco de talento, un poco de trabajo y mucha Eitelkeit, es decir una exagerada vanidad”.

Martha Argerich, en 1967 (Archivo Teatro Colón)

Juanita fue también quien primero fomentó el talento natural de su hija, cuando una maestra del jardín de infantes le avisó que Marthita había tocado “con un dedo” todas las canciones que cantaban los niños. Enseguida, con el padre Juan Manuel, le compraron un pianito de juguete, pero la niña lo destrozó, frustrada por su sonido artificial. Tenía menos de tres años. La madre nunca abandonó su entusiasmo y responsabilidad para dirigir la carrera de su hija. Diseñó giras, la anotó en concursos incluso sin que Martha lo supiese y se peleó con maestros como el tiránico y talentoso Vicente Scaramuzza, todo con el fin de “proteger” a su hija. La tensión entre las dos fue casi constante, sobre todo a partir del nacimiento de la primera hija de Argerich, Lyda, en 1964. Como la niña quedó internada por una leve dolencia, Juanita convenció a su hija para que se presentara mientras tanto en el Concurso Reina Élisabeth de Bélgica. Hacía tres años que Martha no se presentaba en público. Finalmente cuando le tocó su turno, con un desdén muy propio, se excusó diciendo que no estaba inspirada. Juanita quedó demudada.

Las desavenencias fueron constantes. La joven Martha se escapaba a otras casas o incluso ciudades, en busca de amigos. “La relación entre ellas dos no fue fácil”, cuenta Annie Dutoit. “Ella nunca pudo ir al colegio, porque cuando tomaron nota de su talento de niña prodigio en Buenos Aires, sus papás, mis abuelos, se abocaron de lleno a una carrera artística. Nunca conoció un mundo donde ella era, en cierta forma, igual a los demás. Siempre estuvo sola y ella siempre luchó en contra de los divismos en el mundo artístico”. Y agrega Annie: “A veces, creo que siente culpa por el talento que tiene. Ella quería ser médica. Pero nació con este talento. Nunca eligió ser pianista. Algo del sufrimiento de ella viene de ese talento. Y a la vez es Martha quien se siente obligada a dar algo a cambio. A ofrecer su arte”.

Juanita fue la vara que sostuvo la inclinación de Martha por abandonarlo todo, y de hecho lo hizo cuando ya había ganado el concurso Chopin en Varsovia y, frustrada por el mundo incesante de los conciertos, decidió que lo mejor era ser secretaria. Con paciencia, Juana esperó. “Sentía que no podía tocar más”, recuerda Argerich en una entrevista. Quería “vivir una vida”. Y así no pensar en el peso de los horarios de los vuelos, las ciudades nunca recorridas, los ensayos, el terror frente al público, olvidarse de la endeblez que la acompañaba. “Debido a que hablaba varios idiomas, pensé que me convertiría en secretaria” recordó años después con naturalidad.

Pero a medida que su carrera avanzaba, comenzó a perder conciertos con cierta frecuencia. “No sé por qué tenía esa reputación de artista que provocaba escándalos. Concreté más conciertos que los que tuve que cancelar”, se quejó Martha en alguna charla informal.

Martha Argerich con sus hijas Lyda Chen, Stephanie Argerich y Anne Catherine Dutoit (AFP)

El secuestro

La madre de Argerich también protagonizó una situación por lo menos desconcertante, tras el nacimiento de Lyda. Argerich tuvo a su hija a los 23 años en Suiza, fruto de una unión pasajera con el músico chino Robert Chen. En una sucesión de viajes de ida y vuelta, Martha voló hasta Suiza, luego volvió a Estados Unidos, donde residía Chen, se casaron en una ceremonia budista exótica, pero la convivencia duró dos semanas.

Embarazada, Martha compró un pasaje a Ginebra y se instaló con su madre para afrontar el parto. Poco después del nacimiento, en episodios más confusos que aclaratorios, viajó por varias ciudades de Europa para presentarse en conciertos y estudiar, se instaló en Bruselas y la niña quedó al cuidado de la abuela en Suiza. La ausencia de Martha exasperó al padre de la criatura quien dio los primeros pasos para lograr la tenencia. Pero Juanita viajó rápidamente de Berna a Bruselas con la pequeña y la dejó al cuidado de un matrimonio amigo. La mujer fue interpelada por las autoridades, volvió a Suiza pero lo intentó de nuevo y fue detenida en Múnich. Juanita se salvó de la pena de “sustracción de menores” gracias a su pasaporte diplomático. Martha no figura en este cruce de distancias llevando un bebé en brazos. Finalmente el padre logró la custodia de la niña. Martha no pudo ver a su hija hasta mucho tiempo después, tras desarmar la furia de su ex joven primer marido. La niña, por diversos motivos, deambuló entre familias sustitutas. Leído así, este episodio podría inscribirse en el género de tragedia familiar. No fue así. Martha siguió con sus presentaciones, formó otras parejas y tuvo otras dos hijas. Mientras, la niña quedó en un limbo, sin padre y sin madre por un tiempo, como describe su biógrafo Olivier Bellamy.

Fue como un hiato en la música de su vida, un episodio oscuro, del que se habla poco porque duele y que fue subsanado muchos años después, cuando madre e hija lograron reconstituir su vínculo.

Martha Argerich (Télam)

Los otros y el piano

Lyda es una sobresaliente violista que ya se ha presentado varias veces con su madre al piano, ambas con cabellera sauvage. En la versión de Märchenbilder, Imágenes de Cuentos de Hadas opus 113 de Schumann, el dúo sostiene un equilibrio exacto. La joven violinista es sutil y segura y su madre toca mientras de vez en cuando la mira con el rabillo del ojo. La comunicación fluye.

Sola, no

A Argerich le gusta tocar con otros músicos. Hace ya mucho tiempo, en 1981, anunció oficialmente que no volvería a presentarse como solista, y lo cumplió. “Toco poquísimo sola, me resulta muy cansador. Estar sola para mí es un problema, porque necesito un estímulo, eso es muy importante para mí. Ahora me gusta vivir donde hay otros músicos, porque cuando los escucho estudiar me dan ganas de tocar a mí también”, le dijo la pianista a los periodistas Pablo Kohan y Margarita Zelarrayán, por Radio Nacional Clásica. La decisión marcó una bisagra en su carrera. La soledad en el escenario la abruma. “Tampoco me gusta estar sola en mi vida”, confesó en otro encuentro periodístico de los escasos que tiene, ya que dialogar con Martha no es fácil.

El periodista especializado y musicólogo Diego Fischerman recuerda que cuando viajó a Bruselas hace 20 años para realizarle una entrevista que estaba siendo negociada, pero no confirmada, pasó varias horas con la intérprete porque “es la forma en que ella se siente más segura”. “No hablo con gente que no conozco”, le dijo. Después de un día de vacilaciones y llamados sin atender, a las 11 y media de la noche sonó el teléfono en la habitación del hotel. “Soy Martha, me dijeron que querés charlar conmigo, venite a casa”. Me cuenta Fischerman con una media sonrisa que esa hora en Bélgica es equivalente a las 4 de la mañana argentina. Pero la noche y la madrugada son los mundos de Martha.

Siempre estudió de noche, con los mismos bríos con que habla por teléfono o lee. Así es que Fischerman llegó a la casa de Argerich. “El portero eléctrico con los nombres de los habitantes de la casa, una especie de petit hotel con mini departamentos aislados, era como el anaquel de una vieja disquería. Todos eran apellidos de músicos: Kovacevich, Rabinovich y por supuesto, Argerich”. El periodista se entusiasma con el relato: “había varias personas. Gente joven. Pianistas, familiares, las hijas. Charlamos un rato, se sirvió la cena, jugamos a la charade, Martha comió helado de dulce de leche y luego me dijo …'estoy cansada, me voy a la cama’. Quedé desconcertado -confiesa-, al día siguiente me fue difícil contactarla pero después de varias horas me invitó nuevamente a su casa. “Cuando me recibió me dijo ‘ahora que te conozco sí podemos hablar’”.

"Hungarian Rhapsody No.6, de Liszt", interpretada por Martha Argerich en 1966

Argerich es un enigma para los pocos entrevistadores que tuvo en su vida. Si uno repasa los archivos, la película de su hija y algún documental, salta a la vista que sus respuestas, aunque no deberían ser tomadas como incompletas, siempre terminan en unos puntos suspensivos que generan desconcierto en su interlocutor. El recurso de Martha es terminar las frases más definitorias con un “no sabría explicarlo”. Habla varios idiomas. Es habitual que mezcle un poco el francés con el inglés. El entrevero de palabras y su medio tono-bajo obligan a que quien la escucha se acerque a la celebrada artista, afinando el oído. Luego un mohín, la boca súbitamente fruncida, con un gesto entre pensativo e infantil. Y el silencio, los puntos suspensivos. Siempre se tiene la sensación de que nadie conoce a esta mujer.

Del otro lado del mar, la frescura con la que se relaciona con su instrumento, el piano, es conmovedora. “Su actitud cuando comienza a tocar es la de un pez que vuelve al agua”, opina Fischerman.

Para el maestro Rafael Gíntoli, violinista que tocó con ella en Buenos Aires y en otras ciudades, “su personalidad es simple y avasallante. Es como Mozart, puede llegar a ser muy difícil porque es totalmente simple”. Ante la pregunta de si ensayaban, Gíntoli duda un poco y dice: “Sí, ensayábamos, por decirlo así. Tocábamos y sentíamos lo mismo en el mismo momento”.

Los nervios antes de los conciertos fueron permanentes y lo recuerda el compositor, músico y amigo Daniel Zuker: “Cuando se presentó en Argentina luego de casi 20 años de ausencia, estaba muy nerviosa y le hice unos masajes en los hombros, como para aflojar un poco”. Zuker vuelve a la idea de la pianista fuera de serie: “ya nació sabiendo tocar el piano, pareciera. Tiene una pulsación rítmica interna impresionante. Dulce y totalmente liviana pasa a otra parte tormentosa como si fuera un tsunami, con una transmisión musical que parece hacer cantar al piano. Es una experiencia espiritual y ella lo transmite”.

Martha Argerich interpreta "Tres minutos con la realidad", de Astor Piazzolla

Para algunos seguidores y biógrafos ad hoc, uno de los instrumentos que saca a Martha del pozo ¿depresivo? es su afán por conocer gente y llevar adelante parejas que siempre le dieron diversión, amor, pasión. Desde muy joven, o siendo aún pequeña, Martha siempre sedujo. Lo lleva naturalmente, como a su pelo. El devenir de estos amores y la propensión a compartir su vida cotidiana con amigos entrañables u ocasionales que se instalan en su casa, casi todos más jóvenes que ella y también músicos, creaban un marco propicio para la diversión y el descanso. Martha siempre construyó mundos paralelos.

La fuente de oxígeno más importante, como dice Fischerman, está en el piano. Y aunque Martha a veces de vueltas antes de sentarse en la banqueta, como un gato que busca su mejor posición, es ahí donde fluye lo vital. Argerich se mueve en el piano con la virtud infantil que no busca necesariamente el final cuando juega. Su posición artística es siempre joven. En tanto joven, conserva la frescura de la primera vez. Esta libertad de respirar el momento es su gran capital.

El debut, las presentaciones, los conciertos en general, la entierran cada tanto en la desazón de sentirse en un mundo circular, donde los encuentros con el público funcionan como un cine continuado, habitado por repeticiones. Las obras y los aplausos. El ramo de flores al final del concierto, el saludo al concertino y la salida por el foro buscando una bocanada de aire. No quisiera decir con esto que Martha sufre o es desdichada. Todo lo contrario, sólo que -como a muchos artistas- el sistema aplastante de las celebridades hace rato que ya nada le ofrece.

Los juegos suponen la velocidad de Martha para tocar. Cuando estudió con Nikita Magalov, una leyenda de la “escuela rusa”, el profesor siempre destacaba la interpretación de las octavas, el intervalo que separa dos sonidos. Decía Magalov, “se puede impulsar la potencia desde el hombro, desde el antebrazo o desde la muñeca” y luego, agregaba discretamente, “Martha ¿podrías venir a tocar unas octavas?

Martha Argerich durante sus ensayos en el CCK (Laura Szenkierman)

Algo de vida en común

A partir de la década del 60 comenzaron las giras intensas. Su pareja de entonces, el director de orquesta Charles Dutoit, la llevaba en su Porsche a toda velocidad por las autopistas, como rescató Bellamy en su biografía. En Escocia fueron detenidos cuando el automóvil iba a 180 km por hora. Con su fino humor suizo, Dutoit les dijo a los policías que era “una suerte que el límite de velocidad no se aplicara al piano”. Los dos terminaron casándose en el ’69 en Montevideo, ya que no pudieron hacerlo en Buenos Aires, adonde habían viajado, porque ambos eran divorciados. En octubre de 1970 nació la hija. Annie vino al mundo con la ayuda de un ginecólogo melómano y fan de Argerich. En el 74 la pareja empezó a resquebrajarse. Durante una gira, en Japón, se oyeron portazos en el hotel. Dutoit finalmente admitió que había “alguien”. Y Martha abandonó la gira, lo que en Japón es considerado una declaración de guerra. Pero los japoneses le perdonan todo a la admirada Argerich.

Ya con una carrera descollante, Martha recaló en Ginebra, donde alquiló un antiguo orfanato del siglo XIX, debido a su férrea oposición al concepto de propiedad privada. La casa bullía de gente. Músicos, pero también personas no relacionadas con el piano, más unos veinte gatos. Sus hijas iban a la escuela pero Martha nunca supo ocuparse del asunto, por lo que tanto Annie como Stephanie se encargaban de escribir las notas a las maestras o las autorizaciones, que luego firmaba Martha sin leerlas. En 1982 la intérprete ofreció sus últimos recitales en soledad, en Italia y Suiza. En los ochenta también hubo novios que compartieron la casa en Ginebra. En marzo de 1989 murió Juana, la madre. Y pareció que todo se derrumbaba.

Cáncer

Pocos años después, la pianista tuvo que afrontar un melanoma por el que algún tiempo después fue intervenida en Los Ángeles. “Tuve miedo por mí por primera vez” le dijo a un periodista de The New York Times en marzo de 2000. La intervención fue delicada y podría haber tenido consecuencias para su rol de pianista. “Usted sabe que para tocar el piano es fundamental usar estos músculos”, decía tocándose debajo de los brazos, en las zonas laterales del tórax y luego en la espalda, consigna Anthony Tomassinni del diario neoyorkino. La enfermedad fue superada lentamente y la operación se realizó con todos los cuidados por su condición de pianista.

DyN

En el año 2000 y en agradecimiento, Argerich se presentó en un concierto a beneficio en el Carnegie Hall, como solista luego de 19 años de esquivar este tipo de presentaciones. Ese día el Times publicó en primera plana su “vuelta”. Luego vinieron los festivales con su nombre, uno de ellos en Beppu, Japón. También en Buenos Aires hubo tres ediciones en lo que se consideró la vuelta a su país de origen. “Le faltaba algo a mi vida”, le dijo al diario La Nación. El Festival Martha Argerich se inauguró en setiembre de 1999. Durante la crisis de 2001 volvió, presentó a varios jóvenes músicos y tocó en una fábrica metalúrgica recuperada en Villa Martelli y luego con la Orquesta Sinfónica de Salta. Años después, Mendoza, Córdoba y Jujuy. Y en 2005 sobrevino otra crisis sobre lo que ya era la Fundación Argerich, se retiraron sponsors y el personal del Teatro Colón realizó una huelga, que Martha apoyó con tristeza, justo el día de su concierto. Para ese entonces el emprendimiento Argerich tenía un pasivo inquietante de 80 mil dólares. Como siempre, sin decir nada, dio vuelta la página. Y se refugió en un pequeño departamento que consiguió en el Distrito XVI de París, cerca del de su amigo de siempre, el pianista brasileño Nelson Freire. Siempre fiel a escaparle a la prensa y a los halagos.

Marthas

Hay varias cuentas en las redes sociales que rinden tributo a Martha Argerich. En Facebook, en Twitter en varios idiomas (ninguna de ellas de propiedad de la pianista) donde se publican alabanzas y recordatorios permanentemente. Y en Instagram. Allí varias cuentas la muestran en el presente y el pasado como un continuum, la vida que no cesa. Hay fotos de una Martha alegre y despeinada y otras con su rostro desafiante y sus ojos casi siempre felices, que no engañan. Pero, como escribió Theodor Adorno en su libro sobre Gustav Mahler, “en Mahler la felicidad permanece tan encadenada a lo contrario de ella como lo está la suerte del jugador a la pérdida y la ruina”. Un conflicto que no cesa. Para Martha, no obstante, las cosas son más simples. “La velocidad es mi naturaleza”, dijo en alguna entrevista improvisada en bastidores. Este 5 de junio cumple 80 años, pero Martha no tiene épocas ni cree en las “épicas”.

Lo suyo es fluir.

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