Un día después de que su hija tuviera su primer periodo, en un avión, acompañada de otras adolescentes, que le ofrecieron toallas sanitarias y un analgésico, Melissa Berton escuchó por primera vez la expresión “pobreza menstrual”. Ella, su hija y sus estudiantes de una escuela secundaria de Los Angeles habían llegado a Nueva York para asistir a la Comisión Anual sobre la Situación de las Mujeres en la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Si bien en Compton, Boyle Heights o Central Alameda la pobreza es persistente desde la década de 1980, basta con vivir en zonas más instagrameables de Los Angeles para no enterarse. Así que en la reunión de la ONU Berton y las niñas de North Hollywood se informaron sobre el tema: “Es la falta de acceso a productos mensuales, a baños limpios y seguros, a instalaciones con lavabos y cestos de basura y a la educación sobre biología reproductiva”, explicó la productora de Period. End of Sentence, el documental corto de Rayka Zehtabchi que ganó el Oscar en 2019.
El texto es el prólogo del libro que, con el mismo juego de palabras (period, en inglés, es el periodo de la menstruación como también el punto que termina la oración), acaba de publicar en los Estados Unidos Anita Diamant, autora de La tienda roja, el best seller que se convirtió en miniserie con dirección de Roger Young. Siguió Berton:
Como consecuencia de la pobreza menstrual, en el mundo las niñas, tanto en países ricos como en países pobres, faltan a la escuela cuando menstrúan. Algunas abandonan la escuela por completo. Sin dudas es la presencia del patriarcado, y no la ausencia de productos, que prioriza la casa del padres (y luego la del esposo) antes que la escuela, pero la necesidad práctica de toallas sanitarias era algo que mis estudiantes y yo podíamos entender y sobre lo que podíamos actuar.
Según cifras de la ONU, 1 de cada 10 niñas falta a la escuela durante la menstruación; los mitos que pesan sobre esa función natural del cuerpo hacen que muchas sientan vergüenza, sufran conflictos en su desarrollo y pierdan derechos como el acceso a la educación. Una encuesta entre adolescentes de Australia y Nueva Zelanda, destacó Diamant, reveló que la mitad de ellas prefieren “desaprobar un examen antes de que la clase sepa que tienen su periodo”.
En Nueva York Berton y las niñas escucharon la historia de Arunachalam Muruganantham, el inventor de una máquina manual para hacer toallas higiénicas que había descubierto a su flamante esposa escondiendo un trapo tan usado que él no hubiera empleado ni para limpiar su scooter, según dijo. Fue a comprarle material descartable y se asombró por el precio desproporcionado de un poquito de algodón en una compresa. Desarrolló entonces su máquina, y el resto es la historia que contó el documental.
Las adolescentes le propusieron a Berton que organizaran una recolección de fondos para comprar una de las máquinas de Muruganantham y donarla a una comunidad en el norte de la India. Pensaban, siempre, en la salud física de las mujeres —la pobreza menstrual es responsable de buena parte de las enfermedades de mujeres y niñas que la sufren—; sin embargo, el proyecto se extendió a su independencia económica, ya que por primera vez ganaron un salario como obreras, y a su liberación del estigma, ya que aprendieron a hablar sobre el periodo y sus cuerpos en lugar de aceptar la idea tradicional de “la maldición”.
En la aventura que cambió el pueblo de Kathikhera, cerca de Nueva Delhi, participaron varias fundaciones como nexos: Action India, Girls Learn International, Feminist Majority. Por fin las estudiantes y Berton fundaron la suya, The Pad Project (Proyecto Toalla Sanitaria), que rápidamente se extendió a otros lugares de la India, Sri Lanka, Nepal, Afganistán, Ghana, Kenia, Sierra Leona, Uganda, Zanzíbar y Guatemala.
También a zonas pobres en algunos estados de Estados Unidos: Arizona, California, Luisiana, Maryland, Minnesota, Nueva York y Rhode Island. Personas a las que, luego de pagar las cuentas de las casas, como es uno de los ejemplos del libro, pueden quedarles USD 50 para alimentar a la familia durante una semana entera: una caja de toallas sanitarias sin marca les saldría el 10%; una de tampones, el 15 por ciento. Personas sin techo. Personas discapacitadas. Personas encarceladas.
Diamant parte desde allí para mostrar cómo la pobreza y los prejuicios alrededor de la menstruación limitan las oportunidades sociales, erosionan la autoestima y ponen en peligro la salud física de mujeres, niñas y personas trans y no binarias que menstrúan, destacó.
Para toda esa gente la experiencia es la misma: “La vergüenza y el estigma de la menstruación son expresiones de misoginia, de la desconfianza y el disgusto históricos ante las mujeres en general y cuerpo femenino en particular. En las civilizaciones binarias (es decir, la mayoría), la cultura, el lenguaje, la religión y el arte reflejan y refuerzan la ecuación menstruación = femenino = menos que. El prejuicio se extiende a las personas trans y no binarias”.
Basta considerar —lo hizo en el primer capítulo— los eufemismos con los que se habla de la menstruación: vino Andrés, esos días, el desembarco de los ingleses, Juana la colorada, la semana de la fresa, la enfermedad de la vaca loca, según su recorrido por distintos idiomas.
Pero hay uno más conocido y generalizado en diferentes culturas: la maldición.
“La menstruación ha sido definida y descripta como una maldición desde tiempos antiguos hasta el presente: grabado como una verdad por los eruditos, impuesto por los líderes religiosos y transmitido —una herencia penosa— a través de generaciones de mujeres. En consecuencia, para millones de personas ‘maldita’ es una descripción adecuada de cómo se siente vivir en un cuerpo que sangra”, señaló Diament.
Si la menstruación es una maldición, quien menstrúa es una amenaza. Diament recordó lo que Plinio el Viejo escribió en su Historia natural:
El contacto con el flujo mensual de la mujer amarga el vino nuevo, hace que las cosechas se marchiten, mata los injertos, seca semillas en los jardines, causa que las frutas se caigan de los árboles, opaca la superficie de los espejos, embota el filo del acero y el destello del marfil, mata abejas, enmohece el hierro y el bronce y un olor horrible llena el aire. Probarlo vuelve locos a los perros e infecta sus mordeduras con un veneno incurable.
Pero antes de reírse del atraso científico de la Roma del siglo I convendría recordar que en la década de 1920 la prestigiosa publicación medica The Lancet “informó que el tacto de las mujeres menstruantes hacía que las flores cortadas se marchitasen, y en 1974 duplicó la apuesta con un artículo en el que aseguraba que los rulos de la permanente no ‘prendían’ en el cabello de las mujeres menstruantes”, escribió Diamant.
Las religiones han enfatizado la “impureza” de la persona que menstrúa y quienes entran en contacto con ella (caso), la “suciedad ritual” y la “pena”. Nada de eso tiene asidero, subrayó, asombrada de que haga falta hacerlo en el siglo XXI al referirse a una función saludable de la anatomía humana. “La maldición es la vergüenza”.
A Diamant no le llamó la atención la propuesta de Berton sobre escribir este Period. End of Sentence. En su exitosa novela La tienda roja la menstruación y el parto sucedían en un espacio exclusivamente femenino, una carpa donde madres, hermanas, tías y amigas protegían y acompañaban, les transmitían saberes y les compartían sus experiencias. Cuando el libro salió, “la idea de compartir la experiencia de menstruar, del tiempo y el espacio para reconocer y honrar las estaciones del cuerpo femenino —de manera comunitaria, segura, intergeneracional y sin vergüenza— caló hondo”, siguió Diamant.
Desde entonces ha escrito muchísimo sobre temas de salud femenina. Uno de los casos que trató fue el de Roshani Tiruwa, una niña que vivía en una zona de Nepal donde los días de la menstruación implican aislamiento en chozas insalubres. La menor de 15 años murió asfixiada, en diciembre de 2016, cuando encendió una fogata para calentarse en la construcción de barro y piedras.
Pero también escribió —e incluyó en el libro— historias positivas sobre la naturaleza humana y femenina, como algunas comunidades indígenas que “honran y celebran la menstruación y la fertilidad”. Los Hupa, de California, realizan la Danza de las Flores para marcar el primer periodo de una niña; en Nueva Zelanda los maoríes tienen el poema “Bienvenida, ven, / sangre menstrual / con tu potencial de vida”.
Diamant, además, conocía a Berton: le escritora fue una de las casi 27 millones de personas que en 225 países y territorios miró los Oscar de 2019 y escuchó a la directora, Zehtabchi, decir “No estoy llorando porque esté con el periodo, sino porque no puedo creer que una película sobre la menstruación haya ganado un Oscar”. Le encantó la idea de escribir sobre el esfuerzo para terminar con silencio menstrual, el estigma y la injusticia.
“Ahora es un movimiento global, diverso, intergeneracional e interseccional”, señaló en Period. “Se convierte en leyes y se litiga en los tribunales. Las adolescentes van a la escuela con remeras que dicen ‘Todo lo que tú puedes hacer, yo lo puedo hacer mientras sangro’”. Recordó que millones de personas en la India crearon un Muro en Protesta de 600 kilómetros para objetar una prohibición religiosa que impedía el ingreso a los templos hinduistas a quienes estuvieran en edad de menstruar; habló de las numerosas organizaciones que durante la pandemia de COVID-19 presentaron al público el problema de la pobreza menstrual y recaudaron fondos para asegurar una provisión de productos a quienes no podían acceder a ellos.
Diamant hizo una comparación poderosa: “Este reconocimiento no es distinto del movimiento #MeToo, cuando el acoso y el ataque sexuales emergieron a la vista de todos luego de años de ‘aguantárselos’ mansamente. Las normas no escritas sobre aguantar el estigma y la vergüenza menstruales son antiguas y están explícitamente integradas a la religión, la cultura y el lenguaje. Después de todo, las menstruaciones han sido llamadas ‘la maldición’ durante milenios”.
Entre las cosas que aguantan mansamente quienes menstrúan se destaca la pérdida económica. A razón de doce menstruaciones por año durante unas cuatro décadas, cada mujer debe disponer de USD 17.000 para pagar productos (compresas, tampones, salvaslips, analgésicos y ropa interior) que muy pocas sociedades consideran necesarios y que por lo tanto, a diferencia de los preservativos o el Viagra, se gravan con impuestos que, según los lugares, van del 4% al 10 por ciento.
Las cifras no son mejores en América Latina y el Caribe, según la organización no gubernamental Plan International Ecuador: el costo promedio de solamente un paquete pequeño, de 10 unidades, de toallas sanitarias es de USD 1,87, “lo cual coloca a niñas, adolescentes y jóvenes mujeres —especialmente cuando se encuentran en condiciones de vulnerabilidad— en el dilema de escoger entre comprar alimentos o adquirir toallas sanitarias”. La situación es particularmente grave en Venezuela, donde el salario mínimo equivale a USD 2,40.
“La pobreza menstrual existe en todos los países, en todos los códigos postales”, escribió Diamant. “La pobreza menstrual no es igual para todo el mundo: puede significar una caja de tampones vacía o la falta de un lugar donde secar las compresas de tela; puede significar no tener agua corriente para lavar las manos, no tener baños para cambiarse en privado y no tener forma de deshacerte de lo que se ha usado”.
Es, también, un lastre y una preocupación constante “que te hace sentir sin control o sin esperanza, o como una mala madre”. Y que no recae sobre toda la población: “Jennifer Weiss-Wolf, autora de Periods Gone Public y cofundadora de la organización Period Equity, dice que el impuesto en los productos para la menstruación es discriminación basada en el sexo, es inconstitucional y es ilegal”.
El libro también recorre los cambios en tiempo real de la legislación: de Australia a Irlanda, de Colombia a la India, de Malasia a Canadá, de Ruanda a México, en Escocia y en varios lugares de los Estados Unidos se ha comenzado a eliminar el “impuesto al tampón”, como se lo ha apodado, y también a brindar gratuitamente productos sanitarios para la menstruación en escuelas, universidades y baños públicos.
“También se están llevando a cabo campañas para que los productos para el periodo sean tan generalizados y tan gratuitos como el papel higiénico”, detalló. “En respuesta a la inevitable pregunta sobre el costo, Nancy Kramer, fundadora de la fundación Free the Tampons, dice: ‘Quien paga el papel higiénico, paga las toallitas’”: los restaurantes y los hoteles, las estaciones de tren y los aviones, los gobiernos y los empleadores, las escuelas y los lugares de oración.
El libro parece, en este punto, un informe sobre los avances, más que un lamento sobre la discriminación, y sus anécdotas y estadísticas son alentadoras. El objetivo planteado en las primeras páginas, “reconocer la completa humanidad de mujeres y niñas y toda persona que menstrúe”, parece alcanzable en las sociedades que aspiren a la igualdad de su ciudadanía.
A la vez que plantea casos sobre la falta de acceso o el robo de la dignidad, Period avanza a lo largo de sus cinco secciones hacia la visibilización de la menstruación como tema social, y no de un grupo, hasta que la narrativa de la vergüenza se vuelve ridícula. Del mismo modo, mientras incorpora las alternativas ecológicas como las toallas reutilizables o la copa menstrual, el libro se centra en la educación de la juventud a nivel global.
“El cambio radical está en el orden del día: radical en el sentido de arrancar de raíz las creencias y los hábitos que tratan a la menstruación como contaminación, incapacidad, inferioridad y una vergüenza predestinada. Radical, también, en el esfuerzo por reemplazar esas mentiras (seamos honestos) con la comprensión de que la menstruación es un signo vital, una parte esencial del diseño humano, que es —según el sistema de creencias— una maravilla de la naturaleza, un recipiente sagrado o ambos”, escribió Diamant, convencida de que la historia del periodo se encuentra en un punto de inflexión.
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