La literatura, escribe Augusto Munaro en Ficciones supremas, es “nuestra fiel testigo histórica”. Por más que el tiempo borre del imaginario cotidiano el nombre de esos artistas errantes, tercos y sensibles que llamamos poetas, sus libros ahí están, y ahí estarán, esperando a que alguien les saque el polvo y los lea al calor de un nuevo presente. Con el entusiasmo como motor, Munaro comenzó a releer sus lecturas: notas, reseñas y críticas publicadas en los últimos veinte años en diarios y revistas. Formó un corpus de textos breves pero incisivos y de esta forma comenzó a asomar un nuevo libro: Ficciones supremas.
“Me pareció un tiempo prudente como para hacer cierto balance —cuenta—, y revisar lo que escribí pero de forma crítica, lo más objetivamente posible. Ver cuáles eran aquellos libros leídos que mejor resistieron el paso del tiempo. Aquellos que merecen ser leídos por un público nuevo. Pero también, tratar de llenar un vacío, un espacio que la crítica no se había ocupado del todo. Originalmente había considerado también incluir varios géneros: el cuento y la novela. Pero Griselda García, la editora, con buen tino, decidió profundizar la mirada y hacer un recorte sustancial limitándonos, exclusivamente, a la poesía. Creo que se ganó en claridad”.
“No me considero un académico, ni mucho menos erudito. No me interesa la teoría; sí, en lo posible, la claridad conceptual”, confiesa este narrador, poeta, traductor, editor y periodista nacido en Buenos Aires en 1980 que publicó varios libros, entre ellos, El cráneo de Miss Siddal, Camino de las Damas, Los soñantes y El sueño de un poema. El último, Ficciones supremas, el motivo de esta entrevista, contiene 43 ensayos breves sobre “poetas de sesgo experimental”: “en su mayoría poemarios de ruptura, intentando buscar un equilibrio entre lo didáctico y el placer que puede brindar una lectura hedónica”.
En esta selección —cuyo título proviene de una frase de Wallace Stevens en El ángel necesario: “el poeta (...) da vida a las ficciones supremas sin las cuales somos incapaces de concebir este mundo”— prácticamente no hay autores mainstream. ¿Por qué? “En mi caso particular, escribir y más aún leer sobre el canon me aburre. Por supuesto que los sonetos de Shakespeare son inmejorables, o que la poesía gauchesca está muy bien, pero lo veo todo ello como sistemas cerrados. Y claro, un poco como piezas de museo, también. Siempre me resultó mucho más productivo leer aquellos autores un tanto corridos del canon; los que escriben contra algo”.
“Busqué mantener una lectura crítica transversal de la historia. Los ninguneados, los olvidados, los nóveles, los malditos… en síntesis, aquellos que hicieron su obra a pesar de las convenciones del género. Además creo que en literatura no hay buenos ni malos autores. Es decir, creo que se gana más descubriendo nuevas ideas, antes que repitiendo viejas fórmulas por el simple hecho de que ‘funcionan’. Volver a escribir sobre autores reconocidos es mera ideología. No me interesa”, sostiene. A continuación, una selección a cargo de Augusto Munaro: cinco secretos guardados en el fondo de la poesía universal que vale la pena sacar del cajón del olvido.
Picabia, francotirador impenitente
La poesía está en todos lados. Lo poético como concepto se escapa de los versos, de las palabras, y abraza otros oficios, otras disciplinas. La pintura, por ejemplo. Francis Picabia fue, fundamentalmente, pintor. Nació y murió en París. Su paso por el mundo fue de 1879 a 1953. Dentro de la pintura se lo conoce por haber trabajado casi todos los estilos contemporáneos: postimpresionismo, cubismo, fauvismo, dadaísmo, surrealismo, arte abstracto, pintura figurativa, dibujo, collage. Fue también escenógrafo, cineasta, crítico, narrador y editor. Y poeta, claro: su poesía completa engorda tres tomos publicados por la editorial Alias en 2011.
Era la vanguardia exacerbada que logró una obra enorme “sin atarse a ningún movimiento”, como escribe Munaro. En el ensayo dedicado a este artista polifacético, titulado Su Santidad, el azar, lo define como “nuestro francotirador impenitente”: “en todos sus poemas hay un espíritu de renovación permanente”. Así comienza aquel texto: “La poesía de Picabia resulta tan fluctuante y camaleónica como lo fue su vida, en la que se sucedían cenas con amantes, noches en cabarés o en los casinos de Montecarlo, visitas a exposiciones, fumaderos de opio, carreras de autos, desayunos de negocios y sesiones de espiritismo. Empleaba el tiempo con furor vital”.
¿Hay una relación entre sus versos y sus lienzos? Desde luego que sí. Basta con ver sus pinturas y comprobar el componente metafísico y poético de esas composiciones. Un poema: “Los gatos que miran a los pájaros / tienen ojos que piensan / los pájaros que miran a los gatos / tienen ojos que dudan / los míos se cierran / para meditar sobre los milagros”. Ahora, en esta conversación, Munaro subraya “el modo que tiene de mutar de registro en cada nuevo libro que emprendía”, y utiliza estas palabras para definir su esencia: “transformación pura”.
Sousândrade, torturado de la forma
“Sousândrade, en cambio, toma palabras de diferentes idiomas, obteniendo, en consecuencia, resignificaciones tales como: palabras compuestas, contracciones extrañas, neologismos, onomatopeyas personalísimas… Su barroquismo de imágenes, brota producto de choques de ritmos suaves y asperezas súbitas. Muy explorativo”, reflexiona ahora Munaro sobre el poeta al que le dedicó el último ensayo de Ficciones supremas, el cierre del libro, el final. Su “obra maestra” es La Guesa errante, cuyo canto décimo, El Infierno de Wall Street, se suele conseguir como poemario autónomo.
Hombre del siglo XIX y del Brasil, nació en Guimarães en 1833 y cruzó el Océano Atlántico para estudiar Letras en la Sorbona de París, así como también Ingeniería de Minas. En 1870 se fue a Estados Unidos, precisamente a Nueva York, y así trazó un triángulo entre tres latitudes: su América Latina, la Europa ilustrada y el país del cosmopolitismo. Murió en São Luís en 1902, en su Brasil, pobre, triste, abandonado y sobre todo olvidado. “Probablemente sea el escritor brasileño más innovador y menos comprendido del siglo XIX”, escribe Munaro en el ensayo titulado La matriz del infierno.
Joaquim de Sousa Andrade —así también se lo conoce a este poeta nómade y erudito— es un secreto que late entre lectores, no sólo de Brasil y América Latina, también del mundo entero. “Su espíritu innovador construye una poesía de especiales características formales y semánticas. Un audaz juego de recursos fonéticos y gramaticales que operan como nexo entre la acumulación cultural del indigenismo americanista y la tradición literaria occidental”, escribe Munaro y, unas líneas más abajo, define a Sousândrade como “un torturado de la forma”.
Rodrigo Lira, chileno maldito
Al incluir a Rodrigo Lira Canguilhem en esta arbitraria pero necesaria enumeración de poetas olvidados, Munaro sale de su libro —a Lira no le dedica un ensayo— y vuelve, como si se tratara de un bonus track. Chileno, de Santiago, fue diagnosticado con esquizofrenia en 1971 y, diez años después, se suicidó desangrándose en la bañera de su departamento el día de su cumpleaños número 32. Para Roberto Bolaño era el mejor poeta chileno de su generación. Para muchos lectores, es uno de los mejores de su país y la región. Sus versos circularon en fotocopias que él mismo repartía en universidades y vieron la luz masiva de forma post mortem.
Ahora, del otro lado de la computadora, Augusto Munaro teclea lo siguiente: “Rodrigo Lira, como Nicanor Parra, aunque más histriónico, ayuda a combatir los fantasmas de la hipocresía. La impostura de lo solemne. Quiebra la continuidad de una tradición poética enmarcada en la opresión objetiva de la entonces dictadura pinochetista y produce una síntesis más radical y de vanguardia”. El compilador de sus obras, Enrique Lihn, dijo: “Si el objetivo de la poesía no fuera el de consolarnos y hacernos soñar, sino el de desconsolarnos y mantenernos despiertos, Lira tendría el lugar que le reservamos en el Olimpo subterráneo de la poesía chilena”.
En los poemas de Lira se deja ver el trauma político de la historia y su respuesta poética, eso que Paula Tesche Roa llamo su “resistencia discursiva e ideológica”. Por ejemplo, en Testimonio de circunstancias: “trate usted de nadar hacia atrás, no se puede, la historia / no retrocede / está la historia / están las bayonetas de la historia bajo las banderas de la historia / está la sangre en las bayonetas de la historia bajo las banderas de la historia / coagulada ya, reseca, más bien, como yesca / yesca de sangre sobre las bayonetas de la historia bajo las banderas de la / historia de lo que queda atrás”.
Roberto Piva, alucinador erótico
En julio se cumplen once años de la muerte de Roberto Piva, poeta brasileño y creador de “una poesía-borracha que se abstiene de comulgar con la norma. Un tejido móvil, sintético. Un recorrido alucinante que evade la mera retórica sin sentido”. Así la define Munaro en el ensayo Visiones de una pesadilla paulista. Piva nació en 1937 y murió, luego de publicar ocho poemarios, a causa del Párkinson, el 3 de julio de 2010 a los 72 años. Esa poesía-borracha se explica también a partir de la mezcla entre sus grandes influencias —el surrealismo y la generación beat—, el erotismo y la experimentación con alucinógenos.
“Paranoia, aquella poderosa visión de alucinaciones, es un libro extraordinario”, dice Munaro y describe ese libro, quizás su gran obra, la más conocida, la más emblemática, así: “Una explosión de colores, temas, poesía. Entre lo real y lo imaginario. Los quiebres, aquellos cortes de intensidad que operan como amplificadores de sentido regulan los versos de largo aliento con que el texto se construye. ¿El resultado? Se trata de uno de los libros más intensos de poesía latinoamericana publicados en el siglo XX. Como Poema sujo, como Catatau, como Galáxias, es una obra en ruptura”.
Ricardo Carreira, devoto gramatical
El quinto y último elegido es, al igual que Picabia, alguien que combinaba pintura y poesía, que se desempeñaba y se volvía reconocido por la primera, pero que trabajaba con obsesión y minuciosidad sobre la segunda: el argentino Ricardo Carreira (1942-1993), de quien prácticamente no hay fotos en la web. “Fue otro caso notable y que merece nuestra atención. Una escritura que abre otra relación lingüística con la realidad. Su mayor logro consistió en buscar otro sistema de significación. Su poesía denotativa se descubre paulatinamente mientras se enuncia a través de subrayados y cuestionamientos gramaticales”, cuenta.
Un poema de su libro Mataderos: “Hay trescientos libros cerrados en mi biblioteca. / libros, biblioteca / 300 palabras por página / palabras, páginas. / Voy leyendo palabra por palabra. / palabra. / Sé que estás ahí leyendo”. El modo en que se deja caer en la poesía se parece al de un extranjero explorando un idioma nuevo. Arma frases y las repasa en voz baja, palabra por palabra, hasta vaciar el sentido llevando el lenguaje a su más absurda arbitrariedad. De esta forma, encuentra sentidos nuevos. Y ahí es donde gana la poesía: cuando hace de la experiencia lectora un rapto de extrañamiento.
A Carreira, pero también a Picabia, a Sousândrade, a Lira y a Piva, dice Munaro, “los elijo porque nos recuerdan que la poesía es, ante todo, una herramienta de búsqueda. Autores cuyos programas se limitan a articular un camino empírico. Por ello mismo, muy digno. Lejos de ofrecer certezas, sus obras son formas lícitas de interrogar la realidad a través de la palabra”. Y agrega: “Ninguno olvidó jamás que la única realidad, al fin y al cabo, es la del campo textual donde aparece impreso el poema. Atrás quedan las buenas intenciones de cualquier abstracción ambiciosa, la grandilocuencia de las retóricas abiertas a las especulaciones metafísicas, etc.
“Los cinco, en cada caso, buscan otro grado de literalidad. Son grandes exploradores del verbo y sus derivas”, sentencia.
La crítica y la poesía de hoy
La pregunta por los modos de lectura siempre es pertinente, porque de alguna manera determina los modos de escritura. ¿Cómo se lee y cómo se escribe poesía hoy? ¿Qué fuerza tiene la crítica literaria en ese sentido? “Lamento no ser muy original en mi respuesta”, comienza diciendo Augusto Munaro sobre la crítica, esa que él mismo ejerce, a su manera, en Ficciones supremas. “Encuentro a la crítica literaria de hoy muy subordinada a las leyes del mercado. Acaso encandilada por el sistema de la supuesta legitimación que otorgan los premios (cualquiera que ellos sean).
“Hago extensiva esa superstición como la otra, de sostener que asistiendo a un taller literario, por ejemplo, uno se convierte en poeta. Con esto no digo que estoy en contra de ellos. Lo que sí está mal es pensar que saliendo de un taller uno ganará el Premio Nobel y que eso significa ser la apoteosis de un muy buen poeta. Ningún premio garantiza la perdurabilidad de un poema. No nos perdamos buenos poetas por el prejuicio de que no ganaron ningún premio, o porque jamás asistieron al taller de un poeta reconocido. Es una falacia”, agrega.
¿Y la poesía de hoy? ¿Qué momento atraviesa? “En los últimos veinte años, noto una importante proliferación de poetas y editoriales independientes. Ambos acontecimientos, creo, son buenos. Lo que también noto, es un progresivo protagonismo de la figura del editor por sobre los autores. También los efectos de ciertas figuras totémicas dentro de la poesía nacional, y sus influencias (a mi entender, excesivas). Esto último, lamentable, por la simple razón de producir poéticas un tanto predecibles e intercambiables entre si. Es una apreciación personal, pero lo noto presente. Hay que vindicar el atributo de la originalidad un poco más”, concluye.
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