Sin negatividad, sin un tiempo densificado y lineal, y sin otros intercambios que los mediados por plataformas que debilitan la reflexión, lo que Byung-Chul Han identifica en lo inmediato de nuestra realidad digitalizada es la extinción del erotismo. Pero este Eros no se limita simplemente al que escenifica las relaciones sexuales entre los cuerpos, sino que incumbe a lo que es capaz de darles un sentido trascendente: el amor. Para Han, por lo tanto, no es solo la parte física de los vínculos eróticos la que el sistema deja en suspenso, sino que deshabita de sentido al amor mismo, es decir, a la dimensión capaz de darle una textura metafísica al encuentro con el otro.
Por supuesto, Han no es el primero en dirigir sus ideas hacia los efectos que los entornos sociales, tecnológicos y políticos provocan sobre las relaciones sentimentales y sexuales. Por nombrar apenas dos autores con un ánimo de divulgación semejante, lo que para Alain Badiou se traduce en la ausencia del acontecimiento del amor, para Slavoj Žižek está presente en las “nuevas angustias de la vida libidinal”.
La agonía del Eros
En La agonía del Eros se aborda el tema amoroso desde la perspectiva del mercado: es entre los principios de la oferta y la demanda que dominan a las relaciones sociales que el exceso de oferta de otros conduce a la crisis del amor y a la erosión del otro, escenario que “va unido a un excesivo narcisismo de la propia mismidad”. La tesis es que en este “infierno de lo igual” propuesto por el mercado no hay posibilidad alguna de erotismo, ya que reducido al rol de consumidor serial de emociones insustanciales, indignaciones inútiles y exhibicionismos vacíos, el único destino es reivindicar el derecho a ser libre ya no de cualquier lazo colectivo (como la política, de la que habrán de ocuparse los tecnócratas al mando de la psicopolítica digital), sino de todo lazo particular.
Conviene insistir en la necesidad de separar las dos instancias de esta “experiencia erótica” que define a la agonía del Eros. Por un lado está la dimensión física sexual y por otro la dimensión sentimental amorosa. Y las dos están bajo amenaza, aunque por factores distintos. Han se remonta a Sócrates y a su lección clásica acerca de la naturaleza atópica del amor (de atopos, “sin lugar”) como el efecto que provoca aquel que se vuelve fascinante para el deseo, precisamente, porque carece de lugar al sustraerse del lenguaje de lo igual. Es una vez más la negatividad, ahora como asimetría y extrañamiento, la que habilita la existencia de ese amor que “hace temblar el lenguaje”, como señala Han en referencia al crítico literario y semiólogo francés Roland Barthes en su célebre Fragmentos de un discurso amoroso. Si aquel que irrumpe en el orden de la monotonía es el amado, entonces una cultura de la igualación constante inhabilita cualquier atopos. En consecuencia, el misterio del amor, eso “indecible” que lo distingue y lo separa del resto, no tiene otro papel que perderse ante la eliminación de la negatividad capaz de sustraer al otro del orden del consumo.
La primera conclusión es que cada vez que somos invitados a participar de plataformas digitales, discursos políticos o dispositivos culturales que insisten en la igualación irrestricta de todas las identidades, la igualación de todas las estéticas y de todos los individuos, estamos ante procesos de aplanamiento positivo que operan únicamente en beneficio directo de la lógica del consumo. Ante esto, la advertencia de Han es que quien no sea capaz de odiar, entonces tampoco es capaz de amar. O en términos más sintéticos: lo que estos discursos de la igualdad provocan es que el sujeto, forzado ideológicamente a “amar” a todos, al final es forzado a odiarse a sí mismo.
La euforia del narcisismo
A la misma velocidad que el reconocimiento del otro como atopos se vuelve improbable, se acrecienta el narcisismo. La libido, explica entonces Han, se invierte sobre todo en la propia subjetividad. Y por eso es necesaria otra salvedad: el narcisismo no es ningún amor propio. En el núcleo de una sociedad entregada al hedonismo y al consumo bajo los principios de la libertad individual y el libre mercado, lo que abunda son sujetos aislados en burbujas frágiles de amor propio que además de subsistir dentro de una economía precarizada y aceptar una representación política estéril, ni siquiera pueden hacer de su sexualidad algo mejor que una competencia casta detrás del objetivo de mantenerse deseables para sí mismos. Si el “sujeto narcisista” solo reconoce al otro como un remedo narcisista de sí mismo, tampoco es posible el proceso dialéctico que entre la positividad y la negatividad habilita la síntesis del entendimiento (en este caso, en términos amorosos).
La singularidad de este conflicto es que el otro se vuelve invisible a nuestro deseo porque es uno el que, ya sea al volcar toda su sociabilidad en las redes que fragmentan el tiempo y atrofian el entendimiento o su libido en un régimen de productividad que desvanece la conciencia, borra su identidad. Entonces, ¿cómo puede existir la atracción subversiva del sexo y el colapso inesperado del amor si no se admiten antes las diferencias entre las personas capaces de encarnar el sexo y experimentar el amor? Aunque la pregunta clave, por supuesto, es qué significaría que tal diferencia fuera posible y qué significarían entonces el sexo y el amor.
Una diferencia idéntica
La positivización del amor, esto es, el proceso que lo reduce a una simple fórmula de disfrute a la que se le demanda, ante todo, sentimientos agradables, se transforma así en un espejismo infantil y alienante de los equívocos que deberían darle sentido a cualquier experiencia amorosa auténtica. Sin acción, sin narración y sin drama, por lo tanto, el sexo y el amor son pura excitación y emoción sin realización ni consecuencia. De nuevo sobre las ideas de Hegel, Han replantea un horizonte amoroso que coincide en términos generales con el que, bajo premisas semejantes, refleja Badiou en su Elogio del amor. En este caso, el pensador francés establece una diferencia crucial entre el amor romántico y el amor real para distinguir un asunto similar: la distancia entre la fugacidad y el acontecimiento. En el amor romántico, señala Badiou, suele hablarse de una fusión sublime de los amantes que, sin embargo, no remite “a la escena del dos” sino a la “escena del uno”. ¿Y qué significa esto? Que por su naturaleza romántica este encuentro fugaz se agota en la pura circunstancia del momento y que no tiene la capacidad de perdurar a través del tiempo y sostenerse a partir de “la paradoja de una diferencia única”.
Amar, dice Badiou, es la posibilidad de presenciar el nacimiento de un mundo: este es el verdadero acontecimiento que interrumpe la continuidad de lo igual, reescribe el pasado y modifica el futuro creando al “sujeto del amor”. Han, por su lado, considera que ya ni siquiera están dadas las condiciones para que estos mundos existan. La razón es que toda relación erótica, cualquiera fuere su tipo, requiere en algún momento la tarea de asumir el riesgo de un salto hacia un más allá del cálculo inmediato de beneficios al que nos condiciona la sociedad del rendimiento. Pero si el “desendeudarse y expiarse” que exige este encuentro real con el otro se opone a los dogmas especulativos, ¿cuál es la salida del Eros ante la falta de negatividad? La respuesta es una positivización absoluta de la sexualidad, que convierte al Eros en una pieza más del andamiaje del dictado del rendimiento: en pocas palabras, la sexualidad queda reducida a mero capital erótico.
Desde ya, no es casualidad que la voz neoliberal del management haya comenzado a colonizar con sus estrategias de gerenciamiento al capital erótico ni que, en términos semejantes a los analistas de inversiones, el objetivo de estos modelos de administración sentimental sea excluir cualquier posibilidad de trauma de la experiencia amorosa. Desde el intento de erradicar los últimos vestigios del mítico amor romántico (que visto desde la sensibilidad neoliberal representa una amenaza directa a la intangibilidad erótica del yo) hasta la voluntad de lograr una parametrización poco menos que contractual entre hombres y mujeres a la hora de evaluar el riesgo de distintos actos de “irresponsabilidad sexoafectiva”, estas operaciones de resguardo narcisista comparten casi todas las características que identifica Han al describir la agonía del Eros: exclusión de los efectos del tiempo y de la historicidad, ausencia de realidad, reflexión o goce, y finalmente, una eliminación radical del vértigo del deseo humano. De hecho, no es tan curioso que esta exigencia de “resguardo” a los terceros involucrados en cualquier riesgo o accidente de la vida erótica tenga su versión espejada en el ámbito laboral, donde los seguros y las indemnizaciones ante riesgos y accidentes de trabajo tienden a desaparecer bajo el axioma de que es uno el que debería asumir la responsabilidad de sus actos ante los vaivenes imprevisibles de la producción y el mercado.
Erotismo sin riesgo
Por otro lado, esta versión positiva de la sexualidad, convertida a veces en un mandato de riguroso higienismo moral, limita la seducción a un yo que solo mide su beneficio erótico ante un otro que se hace presente para la irrestricta satisfacción de su narcisismo. El resultado es un coeficiente de eficacia que nada tiene que ver (y poco tiene que realizar) en términos de sexo y amor, de modo que a lo que llegamos, finalmente, es a un amor o un sexo “sin riesgo” tanto para los sentimientos como para el cuerpo, una modalidad de la experiencia erótica perfectamente adaptada a una cultura que rechaza cualquier salto al vacío de lo que no puede ser calculado en nombre de la seguridad y la ganancia.
Mediante redes sociales y apps, señala Han, lo que se anula es la capacidad de contemplación y reconocimiento del otro, y sin ese distanciamiento, no hay forma de experimentar al otro de cara a su alteridad. En consecuencia, en lugar de amar al otro, solo lo podemos consumir. Devenido empresario de sí mismo, el sujeto gestiona entonces su sexualidad como si fuera un activo más en el inventario de recursos disponibles (la figura más sintética de este panorama es el influencer, cuyo único talento consiste en subastar al mejor postor publicitario sus preferencias ideológicas, sus consumos, sus relaciones y su apariencia, para “influenciar” a los consumidores de tal o cual nicho de mercado).
Para Han esta mercantilización del amor es más atendible aún que la “feminización del amor” que analiza la socióloga Eva Illouz (en términos de una traducción a lo exclusivamente sensible, tierno e íntimo), ya que la mercantilización va más allá de la positivización ingenua de los sentimientos para atrofiar la totalidad del deseo en nombre del confort. El resultado es que entre el resguardo narcisista del yo y el amparo del cuerpo en nombre de la salud, la sexualidad se convierte en una mera vida en oposición a la buena vida, que contempla la existencia del gasto y el goce. Y si el caudal de información transparente que ahoga a los usuarios es una fuerza opuesta a cualquier fantasía erótica, ¿acaso no se trata también de una fuerza que se opone al filosofar? ¿Qué es la filosofía sino la traducción del Eros al Logos?
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