Lina Meruane: “Siempre estamos escribiendo como si estuviéramos un poco ciegos”

En este diálogo, la autora chilena reflexiona sobre “Zona ciega”, el libro que compila una serie de ensayos en los que combina la crónica política y la reflexión teórica sobre la historia, el poder y la violencia

Lina Meruane (David Levenson/Getty Images)

Lina Meruane nació en Chile en 1970. Desde el año 2000 vive en Estados Unidos, donde enseña cultura latinoamericana y escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Es una de las voces más destacadas de la escena literaria de su país, con una obra muy amplia que incluye los relatos reunidos en dos libros, Las Infantas y Avidez, y cinco novelas: Póstuma, Cercada, Fruta podrida, Sangre en el ojo y Sistema nervioso. Y en el campo de la no ficción, los ensayos Viajes virales y Zona ciega, así como el ensayo personal Volverse Palestina.

En toda la obra de Lina Meruane, las enfermedades, los padecimientos corporales, y en particular la visión y la ceguera, ocupan un lugar central. A ese universo vuelve en su última obra, Zona ciega, aunque en el primero de los tres ensayos que componen el libro, Matar el ojo, la reflexión ancla en un texto político, a la vez urgente y documentado (el punto de partida es el estallido social de octubre de 2019 en Chile y la brutal represión policial que apuntó a lastimar los ojos de los manifestantes) que lo emparenta con un ensayo anterior, Volverse Palestina, también mezcla de crónica política y reflexión teórica sobre la historia, el poder y la violencia.

Lo que sigue es la conversación que tuvimos al aire en el ciclo radial Mundo Migrante (sábados de 21 a 22 en AM1110), en Radio Ciudad, y el intercambio que mantuvimos después para completar la información.

"Zona ciega" (LRH), de Lina Meruane

-Zona ciega parte de un ensayo político sobre el poder y la violencia contra los cuerpos, la mutilación de los ojos. Vos ya habías trabajado el tema de los ojos, pero era otro tipo de reflexión, más personal, más ligada a la escritura literaria. ¿Cómo fue que aparecieron la visión y la ceguera como punto de partida para pensar la brutalidad del poder, en relación, muy especialmente, con la represión a las protestas de 2019 en Chile? ¿Cómo lo pensás hoy en medio de nuevas violencias, ahora en Colombia y Medio Oriente?

-No son proyectos separados; yo vengo leyendo hace muchos años sobre visión y ceguera, examinando cómo aparecen en los textos literarios, los más antiguos y los contemporáneos. Dentro de Zona ciega hay un ensayo, Ojos prestados, que es el primero que escribí. En él aparece la representación de los ojos en la antigüedad clásica y ahí ya aparece la conexión entre visión y poder. Cuando Edipo descubre quien es ni qué ha hecho, comprende que no tiene el poder que creía, se quita los ojos, en lo que yo leo como el acto de dejar a la vista su verdadera falta de poder. Por el otro lado está Tiresias, cuya visión es tan poderosa que no necesita de los órganos de la visión, eso lo ubica en el lugar de la divinidad. Ahí se explicita para nuestra cultura el vínvulo entre visión y poder. Y en la filosofía posterior la relación entre poder, saber y visión es muy clara. Entonces, cuando escribí este primer ensayo, inmediatamente después de terminar mi novela Sangre en el ojo de 2012, eso lo vi clarito. Ojos prestados me llevó muchos años, es un ensayo que fue creciendo con mis lecturas; cuando ocurre el estallido en Chile y el gobierno responde a las manifestación mediante su policía militarizada que ataca los ojos de los manifestantes, ahí se cierra para mí ese vínculo y en cierta medida el libro que venía escribiendo. La violencia ocular fue una confirmación: si los ojos son el poder de la ciudadanía que de pronto ve lo que está viviendo, lo que el Poder con mayúsculas debe negarle es esa posibilidad de ver y saber. A raíz de ese evento yo escribí una crónica y después convertí esa crónica en una reflexión más amplia sobre la relación entre los ojos chilenos y la violencia que han estado sufriendo otros ciudadanos del mundo, desde los hongkoneses hasta los franceses de chalecos amarillos o los manifestantes de la primavera egipcia y de Cachemira. Eventos concatenados que indican un cambio de estrategia política, militar y policial. Esa fue la conexión que yo hice y que se vuelve a observar violentamente en Colombia, donde mucha gente perdió los ojos, y en Israel, donde precisamente hace unos días escuchaba por la radio a un médico israelí que había atendido a muchísimos palestinos. Decía que nunca había visto tantos ataques a la cara y pérdidas oculares. Yo describo en mi libro un cambio de estrategia en las llamadas democracias contemporáneas.

-En el comienzo del segundo ensayo, “Ojos prestados”, que ya se introduce en el terreno de la literatura, volvés sobre tu novela Sangre en el ojo, y narras de manera más directa tu propia experiencia con la pérdida de la visión a raíz de un derrame. Hay ahí una pregunta muy inquietante sobre el concepto de autoría, porque quien escribe habiendo perdido la visión depende del relato de los otros, de los ojos de otros. ¿Cómo te afecta en lo personal esa pregunta, qué fantasías o qué temores despierta?

-Tú apuntas a algo que para mí fue decisivo cuando me ocurrió ese derrame ocular: cómo escribir lo visto si ya no era yo quién percibía, visualmente, la realidad. Esta pregunta fue angustiante en algún momento, pero luego dejó de serlo porque comprendí que en parte vemos con ojos prestados. No solo percibimos asistidos con todos nuestros sentidos, los otros ojos del cuerpo, sino que en el campo mismo de lo visual estamos inmersos en las pantallas viendo lo que otros graban y registran para nosotros; entonces la construcción de realidad está muy mediada, y es comunitaria... Y aunque esto se ha intensificado, siempre ha sido así, siempre hemos recibido préstamos perceptuales y visuales; los escritores siempre estamos escribiendo como si estuviéramos un poco ciegos porque no trabajamos directamente sobre la realidad. Cerramos los ojos para recordar y cerramos los ojos para imaginar, escribimos como si tuviéramos los ojos cerrados. La construcción de la autoría es mucho más colaborativa de lo que pensaba y las reflexiones de este ensayo me permitieron llegar a esa conclusión.

Lina Meruane (Télam)

-En el libro hay una suerte de historia de la literatura en torno a autores que tuvieron problemas con sus ojos y se menciona a algunos célebres como Borges, Sartre, Joyce, y otros. Pero hay un descubrimiento en torno a tres escritoras –la mexicana Josefina Vicens y las chilenas Marta Brunet y Gabriela Mistral– y el modo en que les afecta el tema de la ceguera, que no era tan fácil de llevar para una mujer. ¿Qué te dejó ese descubrimiento?

-Eso vino a confirmar algo que yo sospechaba, y es que escribir el cuerpo y desde el cuerpo tiene poco prestigio literario. A mí me costó mucho emprender la escritura de Sangre en el ojo, me tomó diez años y muchas vueltas. Por un lado quería contar la experiencia de perder la vista, y recuperarla, pero tenía la misma preocupación que expresa Josefina Vicens cuando decide no escribir sobre su ceguera tardía: temía que le saliera una cosa lastimera. Así lo dijo. Me pasaba eso, temía lo lastimero en la ceguera y entonces no encontraba un punto de entrada. Finalmente ese punto de entrada me lo dio el género del terror, o el género del terror médico, que es donde yo sitúo mi propia novela. Y la exploración de cuestiones de género en la relación de los tres personajes principales. Pero cuando leí lo de Vicens, que descubrí mucho después de terminar mi libro, confirmé que mi preocupación no era extraña, que las escritoras que padecieron sus cuerpos tendieron a ocultarlo para no exponerse en lo literario. La versión de la ceguera de Borges iluminó el modo en que los hombres procesan sus propias deficiencias, en ese caso visuales, porque él concibe su ceguera y la de todos sus venerables antecesores ciegos, Homero, Milton, Joyce, como un estilo de vida de los valientes. Ahí pensé, los hombres asumen los problemas físicos como una épica, pero las mujeres no, porque sobre ella está el desafío de probarse en el terreno intelectual y el cuerpo, sobre todo un cuerpo doliente, no les ayuda. Estas escritoras sabían que se las medía con otra vara, y ocultan sus cuerpo incluso en su literatura.

-Ver/no ver tiene una lectura que puede ser literal, pero también una enorme potencia simbólica que va apareciendo a lo largo del ensayo. Una lectura política, ética, de ese verbo. Ver nos hace responsables por los demás, por ejemplo. No querer ver es como no querer saber. Las mujeres, invisibilizadas. Y tantas otras. Un campo semántico inagotable. ¿Cómo fue esa exploración?

-Absolutamente. Está lo literal del ver y en el no ver, todas las operaciones que realizan el ojo y el cerebro en la visión; ahí hay una materialidad que a mí me interesa mucho y que ha estado oculta en el entendimiento de cómo funcionan estos órganos, cómo ocurre la percepción y la cognición. Pero también me interesa lo que tú llamas la potencia simbólica del verbo ver e incluso el simbolismo que hay alrededor del ojo. Y no sólo la potencia simbólica sino también su expresión en la lengua, las expresiones, los juegos de palabras. El ojo es infinito y el desafío era qué hacer con tanto, cómo organizarlo, cómo contar este relato en los ensayos de Zona ciega. Un desafío distinto que el de la novela donde se juegan otras cosas y donde trabajar con la imaginación fue liberador porque en la ficción una no se hace responsable de la verdad.

-En este ensayo, al igual que en Volverse Palestina, junto a la reflexión teórica está el calor de la crónica política. ¿Cuándo la realidad te sacude mucho, cuando te indigna lo que pasa, el ensayo académico no alcanza?

-Hay algo en el lenguaje del ensayo académico que tiene a su favor una cierta distancia analítica que sirve para reflexionar, hacer la doble flexión como dice en un ensayo Sylvia Molloy; y esa doble flexión del pensamiento resulta necesaria en los momentos de más indignación. Pero yo suelo escribir desde la indignación, la violencia desata mi escritura, y ahí la distancia meditativa del ensayo académico se me queda corto. El primer ensayo de Zona ciega, Matar el ojo, fue escrito al calor de los eventos como una crónica que publiqué en Palabra pública (Revista de la Universidad de Chile), pero después pude ir investigando, repensando y conectando la violencia ocular chilena con otros casos y detecté que de hecho existía una política de debilitamiento de la ciudadanía por parte de las llamadas democracias contemporáneas. Ese primer ensayo está en un cruce entre el calor de la crónica y un grado de enfriamiento o de reflexividad analítica asistido por la investigación. Escribir al calor de los eventos tiene el riesgo de quedar por encima de los procesos que están movilizando los hechos, por debajo. Como en Volverse Palestina, aquí también trabajé en la intersección de dos modos, velocidades o temperaturas de la escritura.

"Volverse Palestina" (LRH)

-A propósito de Volverse Palestina, es un libro que al principio parece ir en dirección de un relato de memoria familiar de inmigración y luego revela su anclaje político: recordar, escribir y denunciar para evitar que Palestina desaparezca. ¿Lo habías pensado así, como texto político, desde el principio o te fuiste encontrando con eso de a poco?

-Yo inicié mi viaje a Palestina sin la idea de escribir, eso ocurrió en el viaje, en el avión que me llevaba a Israel, porque la violencia que sufrí me indignó y me conectó en cuerpo propio con lo político, no con un sentimiento de nostalgia. Me impactó el ser reconocida y tachada de palestina, el interrogatorio sucesivo, todo eso me trajo a la mente escenas de la dictadura chilena; si esto me sucedía siendo una turista, cómo sería la experiencia de ser palestino una tierra ocupada. Me puse a escribir al instante, hice anotaciones en el margen de la revista del avión con la lapicera de la señora del asiento de al lado y fui tomando notas mientras estuve allá, mandando correos en los que iba relatando las experiencias del día. Recién cuando llegué a Nueva York empecé a armar el libro, y me fui a Chile y me senté con mi padre para preguntarle por qué yo no sabía nada de la historia de la familia, o tan poco. En el orden real de los acontecimientos primero fue el viaje y luego fue la investigación. Y en el orden primero fue el impulso de la denuncia política que luego se entreveró con la memoria familiar, porque esa memoria me parece importante, es parte de la historia del desarraigo palestino, pero es lo político lo que moviliza el texto.

-Hay en ese ensayo una reflexión muy presente sobre el tema de la identidad y en un momento, hablando sobre un alumno, escribís: “Él no había nacido todavía para el primer levantamiento pero ya carga con la herencia de un exilio”. ¿Hay una obligación moral en las generaciones siguientes de aceptar esa herencia? ¿Pensaste alguna vez en desconocer tu propia herencia?

-La identidad palestina en mi familia era un rumor de fondo, así lo digo en el libro, así lo siento, y el relato de fondo estaba hecho de escenas felices porque acaso voluntariamente las memorias tristes se habían olvidado o no se habían elidido. Lo que quedaba era el relato romántico del encuentro de mis abuelos en Chile, o situaciones divertidas, no estaba la parte más dramática y difícil de la migración. Esa identidad se sumaba a la identidad chilena pero sin que fuera problematizada y por lo tanto un poco apagada. ¿Cuándo se prende mi identidad palestina? Cuando surge como un problema, cuando llego a Estados Unidos en el año 2000 y caen las Torres Gemelas. Los palestinos fueron los primeros sospechosos, imputados por la prensa como autores del ataque, que no lo eran, y ahí me dije con miedo, “yo porto un apellido palestino y eso, acá, es un problema”.

"Me impactó el ser reconocida y tachada de palestina, el interrogatorio sucesivo, todo eso me trajo a la mente escenas de la dictadura chilena", dijo (Secretaría de Cultura de México)

- Al leer Volverse Palestina recordé el último libro de Cristina Rivera Garza, Autobiografía del algodón, y también otro de la escritora francesa Alice Zeniter, El arte de perder, porque en los tres casos quienes viajan y escriben para reconstruir la historia son las nietas, como si los padres hubieran quedado silenciados. ¿Se necesita la perspectiva de más de una generación para tramitar estas historias, para que sea posible hablar de ellas?

-Tremenda observación, yo he pensado esto mismo porque han surgido muchos relatos de la generación de los nietos y las nietas, una suerte de explosión de escrituras de la memoria. Es como si la primera generación hubiera migrado y se hubiera silenciado por miedo a la discriminación, la segunda hubiera necesitado olvidar, y la tercera quisiera recordar. Y yo me he preguntado si esto estará respondiendo al impulso de una globalización homogeneizante que borra las diferencias. Me pregunto si eso no genera el deseo de reconectar con y de revalorar nuestra diferencia cultural, étnica, y darle voz a esos abuelos y abuelas que migraron por necesidad. La nación, como ha sido concebida, es una máquina de exclusión y de negación de la diferencia, necesita convertir a todos en chilenos, en peruanos, en argentinos, como si no existiera un modo de ser singulares, como si no hubiera una historia por detrás; la nación se hace borrando esas historias. Y los nietos y nietas estamos buscando recuperarlas.

-¿Dirías que algo de todo esto, de esa singularidad cultural y étnica borrada, silenciada, emergió de algún modo el fin de semana pasado en las elecciones, con el triunfo histórico de tantos representantes del movimiento indígena?

-Eso fue impresionante pero la elección de congresales indígenas no ocurrió de la nada, la ciudadanía empujó y exigió y logró que hubiera escaños reservados para los pueblos originarios, para asegurar que sus voces y sus reclamos se hagan presentes en la escritura de la carta magna. Y es así como hay una machi mapuche que estuvo en la cárcel por su reivindicación territorial que ahora es congresal. Ese es un reverso fundamental en la historia de Chile.

SEGUIR LEYENDO