“La reedición de Rockología me encuentra lejos de este libro”, dice Eduardo Berti desde el prólogo de una nueva entrega, la cuarta desde su primera edición en 1989. Sorprendido aún por la vigencia de un texto que imaginó perecedero, el autor asiste hoy desde Francia, su lugar de residencia, al regreso de un texto validado como documento de una época y escrito desde esa misma época: los años 80, en los que el rock nacional cobró un singular impulso creativo.
Cuando escribió Rockología, Berti tenía 25 años, vivía en Argentina, trabajaba como periodista de espectáculos en Página/12 y El Porteño y sentía el rock como una presencia disfrutable y cotidiana. “Ahora -dice a Infobae Cultura-, casi treinta años después vivo en Francia, mi vínculo con el periodismo es muy esporádico y me dedico sobre todo a escribir ficción, además de hacer de vez en cuando traducciones literarias o animar talleres de escritura. Por supuesto, así como esta vida en Francia no significa haber cortado el vínculo con la Argentina, esta vida como escritor no significa que ya no me interese la música. Es más, te diría que estoy muy pendiente de ambas cosas. La música y la literatura siempre fueron dos grandes pasiones. Me encanta descubrir y explorar cosas, tanto nuevas como viejas. Estos días, por ejemplo, los pasé escuchando con gran interés los últimos discos de Anderson ‘Paak y del grupo Sault, pero también indagando el rock japonés de comienzos de los años setenta: el grupo Happy End y los primeros discos solistas de Haruomi Hosono”.
La inquietud y la pasión que hoy transmite Berti en su literatura, y que bien podrían rastrearse en los cuentos de La vida imposible de 2002, Premio Libralire, las mini prosas de Los pequeños espejos o las novelas La mujer de Wakefield o Todos los Funes, finalista del premio Herralde; se pueden advertir como presagios en los diferentes textos que integran este Rockología, testimonio y legado a la vez de una época irrepetible.
Allí, a través de una veintena de capítulos breves, el texto recorre la cultura rock en una década signada por la Guerra de Malvinas, el final de la Dictadura y el inicio esperanzador de la democracia. Las letras de las canciones (insensibilidad, fragmentación y paranoia), las bandas, sus influencias y sus propuestas; las tribus en que militaban sus seguidores, los medios, la política, el negocio y la ambición de exportar una música que había nacido como un fenómeno local, pero que pronto alcanzó reflejo y emulación puertas afuera. Hitos de un fenómeno en pleno desarrollo.
Luego, y en lo que podría definirse como una parte suplementaria y a la vez imprescindible del trabajo; Berti elabora con fino pincel el retrato de algunas figuras fundamentales de la movida, a los que además coteja alejado de toda devoción religiosa. Centrando su búsqueda en un análisis superador del suyo propio, presenta charlas sustanciales con Litto Nebbia, Charly Garcia, Fito Páez o Daniel Melero, a las que complementa con el análisis preciso de algunas bandas de culto, como Soda Stereo, Virus o Sumo.
-¿Por qué preferiste no alterar el texto original, aún a riesgo que después de tantos años algunos tramos hayan quedado desactualizados?
-Hay dos cosas que no quise hacer. Ni alterar ni actualizar. Me limité a quitar algún error (informaciones que hoy son fáciles de confirmar o desmentir, y entonces no tanto), pero de ninguna manera quise “maquillar” ni reescribir nada. El libro se llama “documentos de los 80” y creo que esa definición vale en dos sentidos. El primer sentido es el recorte temático. Si me hubiese puesto a continuar el libro (ampliándolo a los años 90 , por ejemplo) lo habría traicionado y desdibujado. El otro sentido de “documento”, pienso ahora, es que el libro fue escrito en 1989. Tiene mucha razón Daniel Melero cuando en uno de los prólogos (el prólogo a la segunda edición, que se incluye en esta cuarta reedición), detecta, con su agudeza habitual, una tensión que atraviesa libro: tensión entre la distancia con la que yo traté de analizar las cosas (evitando una mirada de “fan” y buscando ser más “científico”, como lo sugiere el “logía” del título) versus la cercanía que hay entre mi mirada y el objeto de mi mirada. Por esto mismo, aunque en ediciones posteriores añadí capítulos, siempre lo hice en la que llamo la “segunda parte” del libro en la que están los retratos (entrevistas y perfiles) de algunos de los principales personajes del rock argentino de esos años.
-Pero en la segunda parte sí agregaste algún personaje que no estaba en las primeras ediciones…
-La primera edición del libro incluía a Charly, Fito, Litto Nebbia, los Redondos y Soda. En las dos ediciones siguientes agregué primero a Melero, Ratones y Violadores, después a Virus y Sumo. Y ahora, en esta última edición, hay un capítulo nuevo sobre Spinetta. Para estos agregados, traté de echar mano a material de aquella época: entrevistas que hice en esos años o poco después. Para que no pierda ese sabor documental. En el caso del capítulo sobre Spinetta, rescaté una entrevista que le había hecho para la revista El Porteño justo después de que editara Privé y la mezclé con mi mirada actual de lo que significó ese disco.
-Decís en el libro que el rock no supo envejecer, que perdió sorpresa e impulso creativo. ¿En qué aspectos notás esa característica y qué evolución hubieras esperado vos, desde lo personal?
-Me parece inevitable. Son ciclos. El rock ya no equivale sencillamente a “lo nuevo” o a “lo último” en materia de música pop o “música joven”. Y que, sin embargo, tampoco es parte de un museo de cera. Más o menos creativo, coexiste con otras corrientes en un momento que se caracteriza por una enorme pluralidad. Una época donde cohabitan estéticas y formas muy diversas. El rock no está muerto, pero muchos lo ven moribundo. Y es comprensible que tenga algo inquietante esa imagen del rock “muriendo de viejo”. Parece, como sucede con la muerte del Quijote, una estampa contradictoria con su discurso y su locura, una visión incompatible con aquello de “prefiero morir a llegar a viejo” o incluso con el famoso “es mejor arder que apagarse lentamente”. Al mismo tiempo, todo esto me hace pensar en la pregunta recurrente (desde hace más de un siglo, por cierto) sobre la “muerte de la novela”. No hay muerte de la novela, de igual modo que no hay muerte del rock. Más que morir, novela y rock se han vuelto formas “tradicionales”, aceptadas y absorbidas por el mercado o por el consumo masivo
-En las músicas populares persiste la glorificación del pasado en desmedro del presente. Gardel cada día canta mejor. Los Beatles son la mejor banda de la historia y el jazz jamás entregará otro John Coltrane. ¿A qué se debe esa suerte de clausura al mañana?
-Me temo que es una mezcla peligrosa de purismo con nostalgia del propio pasado de los oyentes. Y es una doble traición a los “valores” del rock más interesante. El purismo va en contra de la apertura y la renovación permanente que propusieron artistas como los Beatles, Bowie, Joni Mitchell, Frank Zappa o David Byrne, por citar algunos nombres. La nostalgia va en contra de ese “mañana es mejor” que cantó Spinetta a sabiendas de que eso no significa dinamitar el pasado. Se endiosa una “edad de oro” y se repite como una certeza que la música actual no está a la altura de ese pasado mítico. Y en general se trata de un “disgusto” en el doble sentido de la palabra: estético y moral. Muchas de esas críticas puristas me causan gracia. Se critica, por ejemplo, que algunos cantantes de trap pronuncien “raro” o no “respeten” una supuesta corrección de las palabras. Es tristísimo: es lo mismo que se decía en 1981 de las “ch” de David Lebón o de cuando León Gieco acentuaba “agujeró”, como si detalles así invalidaran su talento. Se hace una especie de cruzada contra el “autotune”. Usarlo sería “hacer trampa” (disgusto moral), cuando en realidad muchos artistas lo usan incorrectamente, como herramienta creativa más que como maquillaje, entonces no hay disimulo, sino todo lo contrario: se ve a las claras. A mí me interesa mucho la carrera solista de Gustavo Cerati porque es un ejemplo de apertura, porque es todo lo contrario a una postura conservadora. Pero al lado del ejemplo de Cerati tuvimos y tenemos a varios rockeros tradicionalistas, de igual modo que la postura de un Piazzolla o de un Miles Davis se diferenciaron en su tiempo de los tangueros o los jazzeros más cerrados.
-Hubo músicas en las que el contexto social en que fueron creadas tiene un peso importante. Los tangos de Homero Manzi o Cátulo Castilllo, el blues de Manal, el free de Ornette Coleman. ¿Existe hoy un rock que dé cuenta de siglo en que vivimos?
-Un rock no sé. Alguna música, seguramente. Al mismo tiempo, desconfío de cuando un músico (o un artista en general) se propone “dar cuenta” de determinada cosa. Creo que estas cosas dan mejor naturalmente. La música de Almendra, de Seru Girán o de Virus, por ejemplo, es la estampa viva de una época. Y supongo que lo mismo ocurrirá en el futuro cuando se escuche la música de Nicki Nicole o de Trueno, pero nos falta distancia para ver cómo se decantará la cosa. En torno a Seru Girán o a Virus había muchos otros artistas, en su momento. El tiempo fue seleccionando, como ocurre desde siempre. Lo que no impide que cada tanto haya relecturas, rescates.
-¿De qué manera pensás que puede leer Rockología los jóvenes que nacieron después de los años 80.
-Me intriga mucho. Algunos amigos de mi edad me acaban de contar que sus hijos (de 15 o de 17 años, por ejemplo) están leyendo Rockología. Supongo que lo leerán con la misma curiosidad casi antropológica con la que yo leía a los 18 años las viejas revistas Pinap de fines de los años 1960, salvo que el tiempo pasado es mucho mayor. Un ejercicio divertido (un juego casi literario) consistiría en añadirle al libro notas al pie de página. imaginando que lo lee alguien en 2066, digamos. Una nota explicando qué fue el casette o una nota que explique que era una groupie. Serían muy interesantes…
*Rockología. Documento de los 80. Eduardo Berti. Gourmet Musical Ediciones. 172 pg. $980
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